domingo, 14 de mayo de 2023

Detroit, una historia cualquiera

17.

Agradecimiento a mi amiga la doctora Fuentes,
sin cuya ayuda la explicación médica
de este capítulo no habría sido posible. 

En toda la noche ha parado de llover. Sótanos inundados y tapas de alcantarilla saltando por los aires han dejado un paisaje dantesco con todo tipo de objetos flotando por el asfalto, así como tejados de uralita arrancados de cuajo, terminando su periplo en la copa de algún árbol. Frente a los edificios más emblemáticos de la ciudad, un amplio despliegue de medios rescata a personas atrapadas en ascensores por los cortes de luz, mascotas desorientadas tiritando de frío, obras de arte del Detroit Historical Museum y todo tipo de género guardado en la trastienda de los establecimientos. Sin embargo, en las zonas más perjudicadas, y en consecuencia las más vulnerables, donde ni siquiera ha aparecido un coche de bomberos, ambulancias o la policía, son los vecinos quienes achican agua y trasladan a ancianos y gente menuda a lugares secos, fuera del peligro de derrumbes o avalanchas. En las noticias de las 6:00 a.m. la WDTK The Patriot ha realizado un amplio reportaje informativo por los distintos puntos más afectados donde la gente apenas ha podido salvar unos pocos enseres. Otras cadenas audiovisuales, de tinte sensacionalista, utilizando la desgracia ajena para hacer caja, tampoco han conseguido desviar la atención hacia otros lugares de la metrópoli. Es decir, si quienes viven bajo el umbral de la pobreza se hubiesen ahogado o desaparecido no habría pasado nada al estar catalogados como entes invisibles dentro del conjunto de la sociedad. Aunque mi calle es estrecha en comparación a los amplios bulevares y hay algunos centímetros de agua sobre las aceras, está amurallada por altos rascacielos, de modo que, nos vamos a quedar fuera del listado de damnificados. En cambio, pese a cualquier catástrofe actual o venidera, cuando tengo por delante una marcha de cuatro horas a pie hasta el municipio de Redford, sólo me preocupa realmente suavizar el dolor de juanetes.
          El reverendo Bob W. Perkins también se ha desplazado hasta aquí. Mezclado entre el público conversa distendido sobre la difunta, el ayer y el presente, los valores que ella inculcó a la familia y cómo ésta ha sabido dar respuesta a las necesidades de la anciana en la recta final de sus días. El hijo y la nieta de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company, reciben a todas y cada una de las personas asistentes al entierro con agradecimiento y cariño, narrando los últimos años de la mujer que, a pesar de haber perdido completamente la memoria, los ha vivido con sosiego y en paz. Alrededor suyo otros allegados lamentan la pérdida y dejan sobre la mesa fuentes y platos que han traído con comida. Quiero pasar desapercibido, situarme detrás de la atalaya del disimulo para observar a los presentes su forma de vestir, de relacionarse, con desenvoltura o recato, cubriendo con capas transparentes la miseria que a cada cual nos aborda. En definitiva, antes de dar media vuelta y desaparecer intento estar sin ser visto y lavar mi conciencia por no haber ido de visita más veces a la residencia, pero una hermosa niña, de aproximadamente medio metro de altura, piel negra y brillante, pose graciosa, pelo ensortijado, ojos grandes y expresivos, labios carnosos enmarcando una dentadura blanca y desigual, me tira del pantalón, la miro, me mira y, esbozando una pícara sonrisa, dice:
          –Aquel de allí es mi abuelito y quiere que vayas –sale corriendo y empieza a jugar con otras amigas y amigos alrededor de un columpio que se rifan.
          –Hola, Ayden. Gracias por venir, sabía lo que haría –asegura el hijo de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company.
          –No las merece –respondo molesto.
          –¿Qué le parece ésta preciosidad? –acaricia la barbilla de la pequeña ahora con él–. Es la menor de mis nietas, tengo siete y todas hembras.
          –¿Son de su hija la abogada? –ríe a carcajadas.
          –No, esa va por libre, no quiere compromisos sentimentales, tengo tres más.
          –La comprendo, atarse a una persona debilita la propia libertad –corroboro.
          –¿Cómo ha venido? ¿Le apetece tomar algo?
          –Caminando.
          –¿Desde Detroit? –junta las manos en oración.
          –Sí.
          –¡Madre mía! Pues no se hable más, le serviré unos bocadillos y refrescos, estará usted desfallecido –sin opción a negarme le sigo y devoro un sándwich de pollo con lechuga y una bebida gaseosa.
          Bajo la dirección del reverendo Bob W. Perkins, en ausencia de su esposa, el coro, vistiendo túnicas amarillas, tras ensayar aquellas estrofas más complicadas que no entonaban bien, está preparado para dar comienzo a la emotiva ceremonia con un legendario tema, al más puro estilo góspel. La voz solista, de timbre potente y aterciopelado, con quien creo haber coincidido más de una vez recogiendo la bolsa semanal de alimentos en Pope Francis Center, entona las primeras notas marcando el ritmo con el cuerpo. Poco a poco, según crece la melodía y los demás componentes de la coral se vienen arriba, me percato de que estoy fuera de lugar: no respondo con alabanzas ni aleluyas, no sigo el compás con la punta de los pies, no invoco a Jesús de Nazaret ni traigo conmigo una Biblia para seguir los textos, por eso, cuando dan paso al ritual de tirar cada uno un puñado de tierra sobre el féretro, intento desaparecer, pero me veo acorralado y comprometido…
          –¿Quiere hacer los honores a mamá Joanne? –pregunta el esposo de una de sus hijas.
          –Claro, por supuesto. –La fila avanza lentamente y me coloco al final, cuando llega mi turno imito al resto. Después consigo escabullirme entre la gente y, antes de acabar el acto, llevo ya recorrido la mitad de camino de vuelta a Detroit en transporte público. Sentado en ventanilla, con los rojizos del cielo a la caída de la tarde, tengo la sensación de haber cerrado otra etapa más de la vida, una página de mi biografía personal escrita con la caligrafía de Joanne, mi antigua secretaria en Motors Carson Company.
          Nathan Trembley, jefe de Medicina Interna en el Detroit Medical Center, lleva reunido más de cinco horas con su equipo en el despacho. Su técnica de trabajo consiste en compartir opiniones respecto a los ingresados en planta diferenciando dos grupos: los muy graves y aquellos que han remontado. En esta ocasión es Megan Aniston quien ocupa prácticamente todo el tiempo. Tiene unas ganas infinitas de vivir y ese es el mejor pronóstico. A pesar de haber superado el covid todavía anda lejos de recibir el alta médica. Su historial clínico, completísimo, configurado casi por completo mientras ha permanecido en la Unidad de Cuidados Intensivos, va a servir, a posteriori, de apoyo para el estudio de determinadas asignaturas. Seis estudiantes en prácticas se sientan alrededor de la mesa redonda del despacho, están desfallecidos y les falla la concentración, pero han de continuar.
          –¿Cómo lo veis? ¿Os parece bien mandar a la paciente a casa? –pregunta Nathan.
          –Habiendo tenido tromboembolismo pulmonar es de recibo hacer un ecocardiograma –responde un chico que se inclina por la radiología.
          –Correcto. ¿Y por qué?
          –Pues para descartar que existan sobrecargas de cavidades derechas del corazón –interviene una futura urgencióloga.
          –¿Y? –Nathan motiva al más tímido.
          –También descartaremos que exista afectación miocárdica.
          –Perdón –pide la palabra el primero en hablar–: ¿agrava eso el problema?
          –Por supuesto que sí, modificaría el pronóstico –afirma tajante el internista–. ¿Y qué decís respecto de los pólipos sangrantes? –los estudiantes consultan sus notas.
          –Diagnosticados mediante colonoscopia el siguiente paso es realizar una polipectomía para quitarlos.
          –Muy bien, colegas. ¿Lo zanjáis así?
          –No, puede haber varios pólipos milimétricos que se envían a analizar.
          –Y serán benignos –salta una de las chicas–. ¿Y el tema de la anemia?
          –Una vez resuelto el tema de los pólipos sangrantes remitirá.
          –Claro, es una de las consecuencias.
          –¿Tenemos el informe y la valoración del servicio de Rehabilitación? –pregunta Nathan–. Ya sabéis que los pacientes de UCI sufren de enfermedad neuromuscular del enfermo crítico, es decir: pérdida de masa muscular.
          –Sí, aunque lento, pero va mejor.
          Salen de la reunión de trabajo y tras tomar un ligero almuerzo en frío empiezan a pasar visita. La hija de Megan Aniston está en el control de enfermería pidiendo otra almohada para su madre, se la ve cansada, con ojeras, todavía más delgada si cabe y con las arrugas de la preocupación dibujadas en la frente. Otros acompañantes acuden al mismo lugar a por servilletas de papel o esos pañales que tardan en llegar. A través de la puerta entreabierta de una habitación se ven a dos mujeres abrazadas, sollozando casi en silencio, consolándose con el mensaje de la vida eterna. Nathan Trembley, con las alumnas y alumnos que le acompañan, acaba de firmar algunas altas satisfecho con la mejoría de quienes regresan a sus casas en proceso de curación muy avanzada, en cambio, crece la preocupación por un hombre cuyo virus hospitalario no consiguen combatir, a pesar de haber probado con tres antibióticos distintos. La jefa de enfermeras hace el recorrido con ellos y toma nota de los nuevos ajustes en las dosis de diversos pacientes.
          –Perdone que insista doctor, es que no me quedan claras las medicaciones para la 4025 –dice concentrada en su cuaderno. Él lo repite y ella asiente–. ¿El joven en aislamiento sigue con lo mismo?
          –Eso le corresponde decidir al servicio de oncología, tiene las defensas muy bajas y, sino tenemos cuidado puedes empeorar.
          –¿Y por qué no está en esa unidad? –pregunta una estudiante que se decanta por la cirugía plástica.
          –Llevan meses modernizando las instalaciones de la planta y el espacio disponible es reducido, por eso cada médico tiene cargos periféricos. Es decir: pacientes distribuidos en otras áreas del hospital.
          –Entonces continuaremos así hasta nueva orden.
          Megan Aniston está en el sillón junto al gran ventanal contemplando la tímida aparición por la cima de las montañas, de las nubes bien formadas y a punto de descargar. La hija, muy cerca de ella y pendiente de cualquier necesidad que la madre requiera, coge un recipiente de plástico fresas cortadas a gajos, a la vez que lee en voz alta una novela policiaca en la que, aun poniendo todo en énfasis en la narración de la intrigante historia, no consigue despertar el interés de la madre. La cuadrilla de médicos irrumpe en la habitación sobresaltándolas.
          –Hola Megan –dicen sonando cordiales–. ¿Cómo se encuentra?
          –Con ganas de irme a casa.
          –Ya falta menos. Vamos a hacer una placa del costado izquierdo a ver si averiguamos de dónde viene ese dolor que no la impide descansar de noche.
          –No hace falta, apenas molesta.
          –¿Durante el día no aparece o es menos frecuente?
          –Muy poco, excepto cuando toso.
          –Mamá, diles la verdad, ayer no podías estar de ninguna postura.
          –No hagan caso, es una exagerada –Nathan Trembley escribe en un papel y se dirige a la enfermera.
          –Mañana empezaremos la preparación colónica especial para la polipectomía.
          –De acuerdo, doctor.
          –Megan –habla Nathan–, en dos días quitamos los pólipos sangrantes del colon, por eso van a darle dieta líquida y la toma de laxantes. Es una intervención muy sencilla, se realiza a través de un endoscopio, después se envía a analizar y listo. Ya verá como todo sale bien.
          –Eso espero.
          –¿Quieren hacernos alguna pregunta? –ofrece el doctor Trembley.
          –Pues si me lo permiten, sí –salta la hija–: ¿La intervención es peligrosa?
          –No, en absoluto. Sin embargo, todo aquello que sea una invasión para el organismo con un objeto extraño, lo tiene, aunque en este caso, al ser algo muy sencillo, minimiza el riesgo.
          –Tranquila, cariño, estoy en las mejores manos –y eso emociona a una de las estudiantes en prácticas rozando el hombro de la anciana con mucha ternura.
          –Ahora vengo a ponerla un calmante –dice la enfermera jefe.
          –Gracias. –Ya a solas la madre cambia de conversación–: ¿Sabes algo de tu esposo?
          –Todavía no habrá podido llamar, pero no tardará –ambas lo dudan.
          –Sí, seguramente. A los niños no les falta de nada, ¿verdad?
          –No te preocupes, lo tengo todo bajo control.
          –Perfecto, no esperaba menos de ti.
          Los depredadores de la noche hacen la ronda de los desahucios sacando en pijama a abuelas y abuelos sin dentadura, niñas y niños agarrados al chupete y al muñeco de trapo, mujeres y hombres con los recuerdos hacinados en una caja de hojalata y adolescentes exentos de futuro preparándose para sobrevivir en la jungla adonde serán empujados. En definitiva, familias enteras, huérfanas de empatía a quienes les han arrebatado los cimientos del hogar amputando cualquier posibilidad de salir adelante. Ya no hay escapatoria para mí, cierro los ojos y me veo a bordo de la balsa agujereada por el hambre, por la sed, por la mala acción, por la injusticia, por las lágrimas secas y las entrañas vacías. Estoy jodido y destrozado. Por puro despiste he acumulado la deuda de tres meses de alquiler y ahora el casero, sin delicadeza y muy malos modales, acaba de ponerme de patitas en la calle. Mientras estuve al frente de la empresa y fui un tipo respetable, miembro de lo más granado de la alta sociedad y haciendo de este país un lugar próspero y envidiable para el resto del mundo, se rumoreaba por el vecindario que a negros, pobres y prostitutas, los echaban de las viviendas por impago. Nunca imaginé para mí una situación similar. Sin embargo, con las orejas agachadas y el reproche entre cuero y carne, empujando un carrito de supermercado con cuatro tonterías inservibles, peregrino hasta el distrito financiero de Detroit, donde en un callejón lleno de basuras, escondido y humillado, sin un solo rayo de sol para calentar los huesos, pernocto con el espejismo en el paladar de antiguas chocolatinas. Entonces sueño con despertar bajo techo y que todo siga en su sitio, pero el cuchillo de la madrugada, con su hoja cortante y fría, me roza la garganta. Ya no hay escapatoria, el fracaso viene a por mí…

5 comentarios:

  1. Como siempre dándonos lo mejor de ti, con ayuda o sin, que nos abre la mente a situaciones que no entenderíamos sin los detalles precisos.
    En ascuas me quedo con la nueva situación de Ayden, las vueltas que da la vida.

    ResponderEliminar
  2. María Doloresmayo 14, 2023

    ...Y de repente lo pierdes todo...

    ResponderEliminar
  3. Este capítulo me lleva a muchas escenas de cine donde salen "homeless" dando vueltas alrededor de cualquier estación de metro, sin un destino a dónde ir. Felicidades, haces que el lector se replantee muchas cosas.

    ResponderEliminar
  4. Mayte, domingo tras domingo nos haces viajar a Detroit y acompañar a los personajes de tu historia.
    Me resulta fascinante cómo cuidas los detalles. Se nota que te has preocupado mucho de informarte bien antes de describir. Te has apoyado en buenas fuentes.
    Sigo con interés esta historia y nos dejas con la incertidumbre de qué le seguirá ocurriendo a nuestro protagonista.
    Gracias por tu cita de los domingos.
    Elena

    ResponderEliminar
  5. Concluida la lectura, me ha venido a la cabeza la idea de colocar una pancarta en el balcón que diga: "Háganme caso, lean a Mayte Mejía". Te camelo, amiga. Besos.

    ResponderEliminar