domingo, 5 de febrero de 2023

Detroit, una historia cualquiera

11.

Han pasado más de quince horas desde que abandoné el hospital y no puedo quitarme de la cabeza la imagen de Megan Aniston postrada en la cama, ofreciendo el cuerpo sin oponer resistencia y dejando caer las páginas de su biografía por los tubos invasores de entrada y salida en el organismo. Cierro los ojos y dicho recuerdo me produce verdadera tristeza, pero también cierta molestia conmigo mismo por la falta de empatía que durante tantos años he trabajado gustoso. Sin embargo, algo me dice que debo desandar los pasos hasta el Detroit Medical Center e interesarme por ella con la excusa de acudir a donar sangre. Las pocas tiendas del vecindario que todavía no se han arruinado acaban de levantar los cierres distribuyendo las mercancías por los escaparates y formando un collage donde cestas con naranjas, perfumes baratos, celulares descatalogados, bolsos de imitación, pequeños muebles que mantienen al alza el negociado del reciclaje y somieres aún en buen uso, conviven sin estorbarse. Oigo los saludos de los viandantes que pasan por delante de dichos establecimientos y la irritada discusión que en lengua extranjera sucede unas cuadras más abajo. Según me calzo las botas cuyo borde de las suelas han contemplado antiguos amaneceres y elijo un jersey gordo con muchas puestas de soledad, pienso también que Christopher seguirá deambulando por los parques y las plazas jugándose el tipo ante tanto desaprensivo suelto y arañando al hambre, que ya no siente ni casi padece, unas monedas para conseguir el pasaje de vuelta a Alaska. Lo que ignoro, en este preciso momento, es que el azar volverá a cruzarnos...
          Por extraño que parezca la sala de urgencias está tranquila. Tan sólo media docena de personas aguardan para ser atendidas, gestionando en silencio la dolencia que los ha llevado hasta allí, excepto un bebé que llora sin consuelo en brazos de la joven que le mira con agobio y claros síntomas de abstinencia. Apenas el mismo número de acompañantes descansan el peso de las horas de un pie a otro dejando así el resto de las sillas libres. La puerta abatible junto al mostrador de admisión se abre y cierra constantemente desfilando una marea de batas blancas que consultan el cuadro de turnos, sacan cafés de la máquina o estudian en la pantalla del iPad la controvertida radiografía de tórax de un paciente terminal. Lejano, el contacto de las ruedas de las camillas contra el suelo deteriorado de los interminables pasillos escribe la melodía desafinada de la larga espera, retratada también en las manos que no encuentran acomodo moviéndose inquietas. Las superficies asépticas despiden olor a yodo y a otros elementos químicos desconocidos para el común de los mortales. Mientras tanto, el parpadeo rojo de una llamada en centralita hasta que contesta la operadora desvía la atención de los presentes, más aún tras el desafortunado comentario diciendo que el hospital no es la Casa de Beneficencia y que aquel que no tenga cobertura anexa para hacer frente a las facturas no permanecerá ingresado. Dicho más sencillo: que se joda quien no pueda pagarse un seguro médico privado.
          –Esa criatura tiene hambre –dice la mujer que va de una lado a otro echándose mano a la barriga y molesta por lo que acaba de escuchar–, si lo sabré yo que de eso sé un rato.
          –¡Y a usted qué coño le importa! Métase en sus asuntos o váyase al infierno, bruja del demonio –salta la chica.
          –No era mi intención inmiscuirme, pero he tenido siete hijos y conozco muy bien los llantos.
          –¡Ah, sí! –interviene el presunto padre, un tipo con pinta de matón, abalanzándose para zarandearla–, pues a ver si te doy una hostia y añades un llanto nuevo a tu colección. Y tú –dirigiéndose a su pareja–, cállala o...
          –¡Venga, hombre, que no hace falta llegar a esos extremos! Todos estamos muy nerviosos y la paciencia se agota –matiza en tono conciliador un muchacho con chándal que trae un rudimentario vendaje.
          –Pienso igual –rompe casi a llorar el anciano que ha permanecido en silencio–. ¿Pretenden dejarnos morir como perros? Mire usted, llevamos desde ayer por la tarde pendientes de una prueba de colón para mi esposa, cada vez la veo peor y todavía no nos han llamado –acaricia la mejilla de ella.
          –Y a nosotros qué nos importa, abuelo –escupe con tono agresivo un tercero que no se sabe de dónde ha salido.
          –¿Ha preguntado en el mostrador? –interviene el deportista.
          –Cinco veces y la respuesta siempre es la misma: se ha roto el colonoscopio y en breve le avisaremos.
          –Si quiere voy yo.
          –No, tranquilo. A ver si viene nuestro yerno y coge las riendas, ya sabes que el seguro que tenemos los viejos da para muy poco –mira de soslayo a la operadora de la centralita– y ciertas cosas se escapan ya de nuestra comprensión. Mi nieto dice que no estamos en la onda. Bueno, será eso. Además, ese tobillo lo tienes muy hinchado.
          –Sí, esta semana no podré jugar.
          –No se lo tomen a mal –insiste la mujer de antes–, la niña necesita beber, si se deshidrata puede ponerse muy malita.
          –¡Anda!, pero si eres una joya –se burla él–, ahora resulta que también posees dotes de pitonisa. ¡Lo que se ha perdido el mundo contigo, querida!
          –Vete a la mierda vieja asquerosa –remata ella.
          –Sois unos groseros y…
        –¿Qué está pasando? Compórtense o tendré que echarlos a la calle –advierte el vigilante que calla cuando irrumpe una enfermera dirigiéndose a los ancianos consultando el volante que trae.
          –¿Señora Jones?
          –Sí –responde.
          –Aún no tenemos resuelta la incidencia del aparato que usted necesita, los técnicos están haciendo todo lo que pueden, márchense y ya les avisaremos.
          –Por el amor de Dios, mi esposa está en un grito, ha de verla un médico, apenas se sostiene.
          –Ya le he dicho lo que hay, decidan.
          –Quiero hablar con el gerente, tenemos todos los papeles en regla, somos ciudadanos norteamericanos, no pueden hacernos esto –el hombre suplica desconsolado.
          –¿Acaso le parece que el director está para resolver este tipo de cosas? –ante la perplejidad de los ancianos y de quienes se han posicionado con ellos concluye dando media vuelta, pero la hacen retroceder.
          –¿Qué sucede? –pregunta el médico que lo ha escuchado todo.
          –Bueno, nada en realidad –se aprecia un vibrato nervioso en la voz.
          –Explíquese –sugiere el otro.
          –A ver, la señora está citada para una colonoscopia, el aparato se ha estropeado, no disponemos de otro y sugerimos que se marche hasta que la volvamos a avisar. Fin de la historia –el silencio de pocos segundos se hace interminable.
          –Pero esta mujer no puede abandonar el centro, ha de llevarla inmediatamente a un box.
          –¿Y eso quién lo dice? –la falta de delicadeza ensombrece la sala.
          –El urgenciólogo de guardia que soy yo y asumo toda la responsabilidad. Llévela dentro, ¡ah! y consígame el historial clínico de la paciente. Caballero –al marido que, emocionado, rompe a llorar–, acompáñelos que enseguida voy.
          –Doctor…
          –Ahora me cuenta todo desde el principio, no se apure.
          –Lo ve, abuelo –dice el muchacho que va a pasar una larga temporada sin competir–: en esta vida todo tiene solución menos morirse.
          La monotonía es interrumpida por el ensordecedor ruido de un avión que cruza el cielo, a toda prisa, tal vez hacia la otra punta del mundo. Mientras tanto, en la sala de espera, en urgencias, los gajos de esperanza de los presentes son escurridizos como peces que se niegan a abandonar su hábitat. El transcurrir de las horas ha terminado por aplacar el berrinche del bebé, matizando a gris violáceo su carita de cera. El cuerpo rígido, diminuto, envuelto en una toquilla impregnada de vómitos, yace frío en brazos de la madre que, como si nada, continúa acunándole hasta darse cuenta de lo que tiene encima y, disimuladamente, lo deja en la silla bajo la atenta mirada de quienes no dan crédito a su falta de instinto  maternal. La jefa de admisión, a la que han estropeado su rato de descanso, discute con ellos, llama a la policía y los acusa de homicidio por omisión. Ajeno a lo ocurrido y sin saber muy bien adónde dirigirme, observo a la pareja afroamericana, de rasgos familiares que, apartados de los demás, bañados en tristeza y cogidos de la mano, se cortejan cómplices, reinventando las herramientas de la ternura y adormecidos por la luz artificial de ese espacio no deseado. Él se agacha, asiente y va a la máquina de bebidas, busca monedas en el bolsillo y saca una botella de agua para ella, quien, a menudo, pasa un pañuelo por la frente realizando el mismo gesto que he visto hacer repetidas veces a otra persona que se le parece.
          –¿Familiares de Megan Aniston? –anuncian por megafonía.
          –Sí, somos nosotros –se levanta con dificultad y dice en el mostrador.
          –Esperen ahí –vuelve a señalar los asientos–, ahora hablarán con ustedes.
          –¿Y no nos puede decir cómo se encuentra mi madre?
          –No estoy autorizada, pero imagino que esté bien –miente mal–, enseguida vienen.
          –Al menos díganos dónde está y quién la trajo.
          –En la Unidad de Cuidados Intensivos, para la segundo no tengo respuesta –se gira hacia otro lado dejándoles así. Entonces, la estudiante que dio conmigo los conduce dentro. Yo podría haberles dado la información que tengo, ofrecer mi compañía, demostrar humanidad, desterrar de una vez por todas esa amargura que hace despreciarme a mí mismo, en cambio, como siempre, reacciono huyendo del fuego y metiendo la cabeza en el caparazón.
          –Caballero –no me doy por aludido–. Señor, ¿le han atendido? –veo de soslayo al auxiliar que se dirige a mí.
          –Sí, acabé ya…
          Sobre una mesa plegable dentro del recinto de urgencias, hay una caja con mascarillas y gel hidroalcohólico para los olvidadizos, además de revistas y periódicos atrasados que la gente va dejando ahí, según se marchan. En la prensa del día anterior, poniéndote el vello de punta, detallan las condiciones atmosféricas que sacuden la costa oeste de Estados Unidos, llevándose esta vez Oregón la peor parte por la amenaza de nieve y viento, lo que conlleva caídas del cableado eléctrico con los correspondientes cortes de suministro y echada a perder de todo lo que hay en el refrigerador, cañerías reventadas,  así como el aislamiento de aquellos vecindarios a los que, por su orografía, son de difícil acceso. Sin olvidar derrumbes de tierra sobre carreteras que quedan intransitables hasta las tareas de limpieza y retirada de troncos caídos, autos arrastrados corriente abajo, y un sinfín de destrozos en cadena declarando la zona catastrófica. El llamado Pineapple Express, conocido como “río atmosférico”, es una cinta de aire muy húmedo que viene de Hawaii y trae, fundamentalmente, mucha agua, afectando también a Canadá. Pero lo que en verdad me llama la atención son la cantidad de muertos que ha habido. No me pregunten por qué pero cuando sucede algún desastre natural o accidente multitudinario, tengo la manía de repasar las necrológicas por si hallo coincidencias con mi apellido. En esta ocasión el listado es tan extenso que complica la capacidad de enfoque de mi presbicia, pareciendo el molde de las letras, al empequeñecerse, un puente colgante ondulando el vacío. Recostado en la pared sigo leyendo uno por uno, hasta que, tomando aliento y controlando la aceleración del corazón, veo escritos los nombres de Colorado Sprint y Dakota Carson: mi hermano y hermana, cuyos cadáveres, junto a muchos más, quedaron sepultados bajo un alud de barro. En shock, corto la hoja donde viene un número de teléfono al que pueden llamar aquellos familiares que todavía no se hayan personado.
          –¿Me lo das? –pregunta el niño de seis años a la pediatra que acaba de atenderle.
          –Claro, ya sabes que es un boli mágico, ha sido él quien te ha puesto la escayola –afirma ante los grandes y sorprendidos ojos del pequeño.
          –¿De verdad? ¿Y puede operar las amígdalas a uno de mis amigos?
          –Uy, eso no lo sé, pero quizá su médico tenga otro igual.
          –Pues se lo voy a preguntar y si no se lo haces tú. ¿Vale?
          –¡Anda, charlatán!, no canses más a la doctora –dice la mamá.
          –Tranquila, es un encanto de crío y se ha portado fenomenal. Oye –dirigiéndose a él–, ahora has de hacerme caso y no plantes el pie en el suelo, ¡eh! Camina despacito con las muletas y dentro de dos semanas vuelves y hacemos otra foto de los huesos, ¿de acuerdo?
          –Bueno.
          –Choca esos cinco, campeón –lo hacen y ella alborota el pelo rizado del niño. –Escenas así, repletas de vida y de complicidad, son las que ponen color a espacios tan poco agradables como este donde la enfermedad y la cura, el pronóstico y la salvación transitan juntos por la vía del presente y del futuro.
          Desde que he sabido el fatídico desenlace de mis hermanos me mueve un sólo propósito al ser el único pariente que les queda: enterrarlos aquí, aunque pensándolo mejor será en Texas, donde descansan los restos de mi cuñado, sus padres y mamá. Hoy toca en la iglesia estudio de la Biblia y reparto de bolsas de comida a los feligreses más necesitados y aunque estoy entre ellos mi prioridad ahora mismo, como supondrán, es otra. El reverendo Bob W. Perkins nos recibe a todos con los brazos abiertos. En un aparte, le cuento a su esposa y a él la desgracia acontecida a mi familia y lo perdido que estoy ante el dragón de la burocracia ininteligible para la mayoría de nosotros. Ella cuenta que, con frecuencia, viene un abogado que, además de voluntario, presta sus servicios a la comunidad de forma gratuita, así que, sigo su consejo y rezo para que venga lo antes posible. Vas a tener suerte, dicen, porque ahí está. Cuál es mi sorpresa cuando me presentan al hijo de Joanne, mi antigua secretaria, en Motors Carson Company, el hombre al que negué consecutivas veces mi propia identidad, pero nada baja tanto el orgullo como reconocer los errores y enmendarlos.
          –Hola. ¿Se acuerda de mí, verdad? –dice con una amplia sonrisa.
          –Desde luego y ruego me perdone.
          –No tiene que pedir disculpas, señor Carson.
          –¡Ah!, ¿se conocen? –pregunta el reverendo
          –Es una larga historia –respondo.
          –Entonces nos vamos para que se pongan al corriente o arreglen sus asuntos.
          –Muchas gracias –digo inclinando la cabeza.
          –Bueno, a ver si el caballero puede solucionar tu problema y la próxima semana participas del estudio.
          –Ojalá –nos dejan solos.
          –Antes de que me cuente qué le pasa, quiero darle las gracias por visitar a mamá.
          –Un placer. ¿Cómo sigue?
          –Perdida, ya sabe.
          –Entiendo, aunque de aspecto la vi estupenda.
          –Sólo es apariencia. ¿Por qué no vuelve?
          –Soy una mala influencia y mi memoria no quiere revivir cosas que prefiero dejar dormidas.
          –Como prefiera. Pero, dígame, ¿qué le pasa? –lo hago, piensa durante unos minutos y dice–: he de hacer una llamada.
          –No hay prisa –una camada de pájaros vuela a media altura y anuncia más frío.
          –Suba al coche, Ayden –no ha olvidado mi nombre–, nos vamos a Oregón…

7 comentarios:

  1. Los diálogos en la sala de urgencias tan de la vida real, refuerza esta bella historia. Enganchadita estoy. Un beso, nena

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  2. Desde que leo tus historias tengo menos recelos hacia la sociedad norteamericana, porque tal y como la describes dan ganas de llegar hasta el fondo. A mí también me tienes enganchadito.

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  3. Maria Doloresfebrero 05, 2023

    Conocerte a ti es conocer tu forma rigurosa de trabajo: investigación, fuentes, contrastar la información y, mucha literatura a tus espaldas. Brava.

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  4. Dan ganas de sacar un pasaje a la tierra que vos describe.

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  5. Me he visto claramente en esa sala de espera. Gran trabajo! Besos

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  6. Es redundancia mi comentario pero es la realidad y así lo dicen los que me preceden, es adictivo tu relato y, aunque tarde en esta ocasión, no he podido levantar la vista hasta llegar al prometedor final.
    Gracias.

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  7. Mayte, tu perseverancia en agitar emociones y sentimientos me obliga a insistir en que eres una gran escritora. Así de simple. Gracias y un beso.

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