domingo, 22 de enero de 2023

Detroit, una historia cualquiera

 10. 


No soy muy dado a la nostalgia ni al sentimentalismo, tampoco a mostrar las emociones en público y por supuesto nada que deje al descubierto el más mínimo resquicio de debilidad en mi persona, pero confieso que se me ha caído el alma a los pies viendo a Megan Aniston a través del cristal de la UCI, inerte sobre la cama que parece una nave espacial, llena de cables, conectada al monitor de constantes vitales, con la bomba de infusión inyectando fármacos por goteo lento, sonda nasogástrica por la que transita un puré espeso directo al estómago, aspirador de secreciones bronquiales y un cesto de residuos que, mejor no saber su contenido. El caso es que quieto como un palo doy la impresión de ser medio tonto, blanco como la cal, con el labio inferior semiabierto, algo tartamudo en respuestas, apenado de lo poco que queda de esa mujer vitalista que he conocido, asustado por la variedad de aparatos que parecen carreteras virtuales enganchadas a un ordenador gigante e invisible  y sin haber donado sangre que en definitiva es a lo que vine. Sin embargo, como ya es habitual desde que tengo memoria, un hecho externo ha truncado los planes apartándome del camino.
          –Soy la adjunta de esta unidad –interrumpe mis pensamientos una sanitaria con actitud de pocos amigos, acompañada por la estudiante colombiana que ha dado conmigo–, en este momento nuestra directora no se encuentra disponible, de modo que seré yo quien le informe y responda a sus preguntas.
          –En primer lugar, voy a denunciar al hospital por facilitar mis datos personales a toda la red hospitalaria. Nada tengo que ver con ella –señalo con el dedo a la paciente–. No somos parientes, amigos, pareja, vecinos… Así que, adiós muy buenas y que pasen un buen día, señoras.
          –Sólo queremos que nos diga el nombre de ella y si tiene familia. Como le habrá explicado mi compañera, gracias a que en la ambulancia le nombró a usted y a la propaganda de Pope Francis Center encontrada entre sus pertenencias, hemos unido una cosa con otra y nos sería de gran ayuda que colaborase con nosotras. Le garantizo que no le va a comprometer absolutamente a nada. –No sería digno por mi parte callar.
          –Es Megan Aniston, vamos a la misma iglesia a por comida, de eso la conozco. ¿No lo han podido ver en su permiso de conducir?
          –Aparentemente no lo llevaba encima salvo que fuese víctima de algún robo.
          –Es raro, siempre alardea de que lo tiene casi antes de nacer.
          –¿Qué más puede decirnos? –quiere acabar cuanto antes y yo también.
          –Su hija está enferma y vive en una fábrica del downtown, ocupada por la comunidad negra. Es lo único que sé.
          –¿Y la dirección?
          –Ni idea. Oiga, ¿esto qué es un puto interrogatorio del FBI? Pregúntenle a la esposa del reverendo Bob W. Perkins, esa sí que sabe –se me nota molesto.
          –No se ofenda, caballero. Normalmente activamos el protocolo y la policía se encarga, pero nuestra jefa sigue criterios muy diferentes a los establecidos y prefiere ejercer de detective involucrándonos a los demás. Ya sabe que donde hay patrón no manda marinero –muestra su desacuerdo.
          –Pues conmigo tienen ya todo el pescado vendido.
          –Esto se nos queda grande –dice la estudiante colombiana. De repente se arma mucho alboroto y varios sanitarios con EPI rodean una de las camas mientras corren la cortina preservando la intimidad de la persona.
          –Vamos, deprisa, a quirófano –se acerca un médico por detrás e indica que la sigan.
          –Muchísimas gracias por su colaboración. Y ahora, si nos disculpa –me dejan con la palabra en la boca. Regreso al mostrador donde empezó esta andadura y dicen que si quiero donar sangre vaya a otro hospital porque el cupo lo tienen ya cubierto. En fin, una putada.
          Sin un solo dólar en el bolsillo y hambriento como hacía mucho que no lo estaba, no me queda más remedio que acudir al puesto ambulante de hot dog que hay en el cruce de Washington Blvd con Grand River Ave, cuyo vendedor suele ser muy generoso con gente como yo ya que tiempo atrás, él también vivió de la bondad de otros. Según avanzo, con la lentitud que emplea aquel que va perdiendo fuelle, hago un alto en  Clark Park, uno de los parques más antiguos de la ciudad, con pista de hielo para practicar hockey y zona infantil donde niños y niñas dejan volar la imaginación. En los bancos de madera envejecida cuyos nudos han sido testigo de muchos sinsabores, tomo asiento pese al frío y a los continuos copos de nieve que caen sobre el gorro de lana que ha perdido el apresto. Algo más allá, como sacados de una fotografía en blanco y negro, un grupo de homeless se calientan alrededor de la hoguera donde arden las páginas casi borradas del pasado. Algunos de los mendigos son rostros nuevos que han venido a sustituir a aquellos que la pandemia deportó hasta el cementerio. El más joven, y lo digo porque realiza una especie de danza en torno al bidón de hierro del que sobresalen las llamas, hace señales con los brazos para que me acerque. El intenso olor a orines y vino barato configura las coordenadas perfectas que conducen hacia donde están. Observo en la mayoría que la dureza de la calle les ha arrancado los dientes, dejado calvos, arrugado la frente, consumido las carnes y menguado los huesos, así que, en el espejo imaginario del engaño me digo que soy distinto a ellos.
          –Arrímate hermano, que cabemos todos –dice con acento extranjero.
          –Bueno, no sé, estaré poco, me esperan –recalco cada sílaba.
          –Claro, querido, igual que a nosotros –ríen a carcajadas mientras me devora el ridículo.
          –Este paño abriga, ¿eh? –el más desaliñado escupe las vocales a la vez que introduce sus dedos con suciedad en las uñas entre los grandes botones, imitación a nácar, para desabrocharlos.
          –¿Qué hace? –retrocedo acojonado
          –¡Uy! ¡Eh, mirad esto! –vocea–, el señorito se pone a la defensiva. Su excelencia –hace una reverencia– se ha meado en los pantalones –vuelve a burlarse.
          –No me toques –preparo los puños para saltar al ring.
          –¿A que no te atreves a darme una hostia? Los de tu calaña sois unos fanfarrones.
          –Dejadle en paz –interviene un tipo de rasgos indígenas surgido de la nada.
          –¡Pero mira qué tenemos aquí, al mismísimo defensor de las almas perdidas! Cariño –lanza besos al vacío–, no te enfades que me la pones dura –suelta el otro acaramelado.
          –No les hagas caso, son inofensivos –me toma del brazo–, cualquier excusa es buena para pasar un rato divertido. Ven, apartémonos.
          –¡Que os den! –hacen un corte de manga.
          –¿De dónde eres? –pregunta.
          –De Michigan –respondo por cortesía–. ¿Y tú?
          –De Alaska. ¿No se nota? –enmarca su cara.
          –Un poco –busco el tono distendido.
          –Estoy de paso, pero en cuanto consiga el dinero para viajar vuelvo a mi tierra –un velo de nostalgia e inquietud empaña sus pupilas.
          –Pues siento no poder ayudarte, amigo. No tengo pasta.
          –¡Qué va! –de repente nos hemos quedado solos y buscamos algunas ramas caídas y papeles que mantengan el fuego activo–. Durante los meses que llevo aquí he visto cosas muy raras y también las han querido hacer conmigo, pero no sé por qué pareces simpático y transmites confianza. Además que si no aparezco esos lobos del asfalto te habrían devorado guiña el ojo.
            –Cierto –sonrío–, sin embargo, no me conoces y…
          –Ni tú a mí –interrumpe–. Nada asegura que esté diciendo la verdad o que te quiera embaucar para robarte después. Puedes creerme o no, da igual –cuatro o cinco minutos de silencio se hacen eternos.
          –¿Qué te ha traído a la región Medio Oeste del país?
          –¡Uf!, es una larga historia.
          –No tengo prisa, nadie me espera –ahora soy yo el que guiña el ojo y él comparte conmigo su termo de café haciéndome sentir maleducado por no llevar encima ni un par de galletas.
          –Trabajaba de guía turístico, ya sabes que allí es una opción bastante recurrente que te permite vivir todo el año con lo ganado en temporada. Me iba muy bien. No soporto las ataduras y la idea de permanecer una jornada entera encerrado en oficinas me horrorizaba. Así que, la posibilidad de financiar la vida al aire libre, haciendo aquello que me gusta, era muy tentadora.
          –Vaya que si es una suerte –y lo dice quien nunca pudo elegir–. Perdón, continúa.
          –Cuando los clientes nos contratan tenemos varios paquetes con diferentes rutas, pero quizá la más popular y, en consecuencia, la más vendida, es aquella que pasa por el pueblo pesquero de Valdez.
          –¿Por dónde queda?
          –Está en un fiordo que llega tierra adentro, en Prince William Sound, entre glaciares de marea, montañas, selvas tropicales, vida silvestre, naturaleza en estado puro. En fin, un entorno idílico rodeado de paisajes espectaculares y vistas al mar.
          –Dan ganas de perderse allí.
          –Pues sí, ojalá lo hubiese hecho yo.
          –¿Qué te lo impidió? –deja pasar unos segundos y sigue hablando del entorno.
        –El sitio es muy atractivo, y su gastronomía también, por ejemplo, la hamburguesa de alce, aunque es más peculiar la de fletan, el pescado rebozado con cerveza, las huevas de trucha, pero sin duda el salmón rojo es el rey. Los nativos del Ártico consumen carne de ballena, se caza en primavera y otoño, y la almacenan hasta el invierno.
          –¿La has probado?
      –Sí, es un auténtico manjar –aparta la vista y respira profundo–. Me asignaron una expedición con 20 excursionistas cuyo principal deseo era disfrutar de unos días de relajo lejos de vorágine urbana, así que, de toda nuestra oferta eligieron Valdez porque además de jornadas de pesca, senderismo y visita obligada al criadero de delfines, solemos salir en Kayak. Todos sabían nadar menos un hombre. Se lo calló. Los nervios, la imprudencia, la emoción, el arrepentimiento o puede que todo a la vez, hicieron que la piragua volcase y, aunque llevábamos a un socorrista con nosotros, no lo dudé y le saqué a flote tan rápido como pude. –Me recorrió un escalofrío.
          –Fuiste muy valiente.
       –No era la primera vez que lo hacía, a veces la gente tiene reparo en confesar sus limitaciones, estamos acostumbrados. Hay quien jamás ha escalado, pero se atreve a unirse al grupo de montañeros sin calcular el peligro que supone su inexperiencia para el resto.
          –Bueno, atreverse es apostar alto, ¿no?
          –Sí, por supuesto.
          –¿Y qué pasó? ¿Tuvieron problemas?
         –No, ninguno. Nos enamoramos y nuestra aventura fue muy potente. Cuando él regresó aquí prometimos reencontrarnos. Supe que le sería difícil romper con su empleo de profesor en la universidad, mientras que yo podía encontrar algo de lo mío más fácilmente. Durante meses mantuvimos la pasión por videollamada, dilatando el momento de la despedida, haciendo planes de futuro y soñando con un futuro juntos y libres. Así que, un buen día, me levanté de la cama, guardé en la mochila algo de ropa, libros, las cosas de aseo y cogí un avión presentándome en el Aeropuerto Metropolitano del condado de Wayne de Detroit, desde ahí le llamé por teléfono y nos citamos en una cafetería que localicé según sus indicaciones. Parecía otro, estaba cabreado, le abracé y se quedó rígido, supuse que mi espontaneidad no era bienvenida.
          –¿Y?
        –Pues que se me jodió la ilusión y deseé que se abriera una grieta en el asfalto por la que desaparecer. Estaba casado, con hijos y ni por lo más remoto iba a romper su familia, de modo que, antes de ponerle la consumición se largó sin más.
          –¿Esa fue la explicación que te dio?
          –Sí.
          –¿Por qué no luchaste por vuestro amor?
          –Quizá jamás existió.
     –Las relaciones sentimentales son muy complicadas, supongo que entre hombres también.
          –Ahí no puedo responder, siempre he estado con mujeres, pero esta vez…
          –¿Y él?
          –Nunca se lo pregunté.
          –¿Por qué te quedaste en Detroit?
        –El confinamiento me dejó tirado en la calle, he pasado por casi todos los albergues e iglesias, he dormido al lado de asesinos, drogadictos, delincuentes de todo tipo y violadores.
          –¿Han abusado de ti?
          –En el más amplio sentido de la palabra. He hecho cosas de las que no estoy orgulloso y en sí me arrepiento, pero la necesidad y el hambre te empujan incluso a prostituirte por un mendrugo de pan. Trate de buscar trabajo, pero nadie ha querido contratarme. Oye, háblame de ti.
          –No hay nada interesante que contar –me gusta que no insista.
         –Bueno, parece mentira, pero está amaneciendo –dice disimulando la pena y la derrota.
          –Sí, es hora de irse –afirmo.
          –Cuídate.
          –Y tú.
          –Por cierto, ¿cómo te llamas?
          –Ayden Carson.
          –Encantado, yo Christopher.
          Antes de despedirnos le felicito por la elección de la demócrata Mary Peltola para la Cámara de Representantes de Washington por Alaska, convirtiéndose en la primera nativa que accede a dicho cargo. Sorprendido por lo bien informado que estoy, se confiesa desconectado de la política empujado al descrédito y la desidia tiempo atrás. Los primeros rayos de sol perfilan en el horizonte el skyline madrugador de la ciudad desplegando la monotonía en los vecindarios. Según camino, a poco que presto atención, oigo el tintineo de platos y cubiertos en el desayuno, las risas de los pequeños ajenos a las dificultades, el enfado del abuelo porque el colesterol disparado le ha prohibido su ración de beicon crujiente, las voces de la radio repasando la actualidad que no cesa de ser desastrosa, la alarma que salta cada mañana en el escaparate de la pastelería al hurtar alguien magdalenas de banana, el lenguaje de los roedores que buscan un escape a través de las alcantarillas, el burbujeo de jugos espesos en la garganta de la prostituta que después de tantas felaciones no ha conseguido hacer ningún servicio completo, la melodía del celular que suena sin que nadie conteste, las ojeras del vigilante nocturno vistas por el retrovisor del taxi que le lleva a casa y las huellas de quienes como yo somos invisibles para la sociedad. En la esquina de Lafayette Blvd, donde tengo mi escondite y me siento a salvo del mundo, hay un coche de bomberos estacionado una cuadra más abajo tratando de rescatar a una niña subida en la cornisa del tejado.
          –¿En qué la puedo ayudar, señora? –dice con amabilidad la persona que atiende en la entrada.
          –Quiero denunciar la desaparición de mi madre.
          –Siéntese ahí que enseguida la recibe un agente.
          –Gracias. –La hija de Megan Aniston apenas ha dormido a consecuencia de los fuertes dolores que sufre, a pesar de cambiar a menudo de postura cuando está en la cama, pero en el momento en el que los muelles del colchón encuentran los huecos de las costillas, la entran ganas de acabar con su vida.
          –Hola, vengan conmigo –dice el agente que los lleva hasta una mesa libre que hay al fondo de la sala–. Siéntense. ¿Y bien?
         –Hace más de tres días que mi suegra no aparece –interviene el yerno– y estamos muy preocupados.
          –¿Has llamado a los conocidos y a los hospitales?
          –No, señor. No tenemos teléfono –explica ella que además ha de ponerse en pie ya que un calambre semejante a una tormenta eléctrica recorre su pierna izquierda atraviesa la pantorrilla de abajo a arriba.
          –¿Qué le pasa? –pregunta el policía
          –Nada, ya ha pasado.
        –De acuerdo. Deme los datos de su madre –al digitalizarlos el sistema abre una pantalla en cuya nota pone dónde se encuentra–. Pues van a tener suerte.
          –¿Le ha pasado algo? –preguntan ambos con lágrimas en los ojos.
        –Miren –la patrulla que los lleva hasta Detroit Medical Center, se salta los semáforos, frenan en seco y entran con ellos por urgencias.
          –Soy la hija de Megan Aniston, por favor, quiero hablar con quien la está tratando –pide entre lágrimas…

6 comentarios:

  1. El equilibrio de la parte médica con las descripciones estadounidenses hacen que esta historia sea trepidante. Enhorabuena, porque consigues juntar palabras con fondo y con forma.

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  2. Enganchar al lector, entrega tras entrega, es la cualidad de no ser una escritora mediocre. Mejor dicho: ESCRITORA.

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  3. María Doloresenero 22, 2023

    De lejos o de cerca, es siempre un placer leerte.

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  4. De nuevo engarzando historias, que hacen que el relato enganche y que no entiendas como ha llegado el final de la entrega porque quieres más.
    Pero bueno, es lo que hay, esperar 15 días para ver que más se te ocurre.
    Gracias.

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  5. Tenés una bella escritura. Lucas, me recomendó este blog y estoy enganchada

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  6. Mayte, contigo la sorpresa está siempre garantizada. Te considero gran retratista de una sociedad, para mí, desconocida. Por todo ello, gracias, muchas gracias. Besos.

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