domingo, 8 de enero de 2023

Detroit, una historia cualquiera

9.

He pasado toda la noche regular yendo continuamente al baño por culpa de un culín de alcohol que quedaba en una botella sin etiqueta, abandonada en la papelera del parque y ante la que no pude resistir el impulso de llevármela a la boca. El arrepentimiento de después ha servido de poco tras los retortijones de tripa que han estado a punto de partirme en dos. Pero, mientras que la lengua estuvo en contacto con el líquido picado, sin reparar en los daños colaterales que mi organismo sufriría, la cabeza retrocedió a otro tiempo más saludable donde nuestra posición familiar estaba en la cima de la montaña. Y es que uno no olvida fácilmente quién fue si la memoria del paladar despierta caprichosa y en un arrebato de delirio recupera determinados sabores, como aquel del caviar regado con Moët Impérial, un champagne de madurez elegante, que nunca faltaba en la mesa de casa. Cuando nosotros éramos pequeños nos reíamos mucho viendo los gestos en la cara de mamá al metérsele las burbujas por la nariz, cosquillas que la hacían estornudar repetidas veces, con el consabido comentario de papá diciendo que no sabía apreciar un buen espumoso. Como la mayoría de los chavales, mi hermano Colorado Sprint y yo éramos traviesos, así que le buscábamos las vueltas a Emily, el ama de llaves, para subirnos a un taburete y apurar lo que quedaba en cada copa. Por tanto, la costumbre de beberme las babas de otros me viene de atrás. Así que, haciendo un esfuerzo físico monumental, me trago las bilis de orgullo y peregrino hasta una de las colas del hambre repartidas por la metrópoli, adonde los que vamos cubrimos nuestra maltrecha dignidad bajo el paraguas de la pobreza. Hace un par de días escuché decir por casualidad a la mujer del reverendo Bob W. Perkins, que en Pope Francis Center cuentan con más recursos sociales que ellos para abastecer a los necesitados, así que, veré si hoy tengo suerte y consigo algo caliente que me entone. En Detroit, aunque vivas casi en el mismo corazón del downtown, las distancias a pie para acceder a cualquier sitio son largas, máxime si vas justito de fuerzas como es mi caso. De manera que camino pegado a la pared, sin dejar espacio siquiera a mi propia sombra. Quince minutos después me sumo a las numerosas personas que aguardan en la puerta ateridos de frío.
          –Échate atrás mocoso, esta es mi baldosa –dice una anciana desgreñada a un chaval que bota una pelota de beisbol.
          –¡Cállate vieja asquerosa! –grita alguien de delante.
          –Siempre igual, coño. ¿Por qué no te vas al asilo y nos dejas en paz? –suelta un hombre sosteniendo un cartón de vino dentro de una bolsa de papel marrón.
          –¡No me da la gana! Iros todos a tomar por saco. De aquí no me muevo, y el que se atreva… –saca una navaja de cuchilla corta pero afilada. Observo la escena indiferente y me pregunto cómo es posible que haya manejado tan mal la vida para verme ahí.
          Dentro del recinto del hospital el movimiento de gente es frenético a consecuencia del terrible accidente ocurrido esta madrugada, en la carretera interestatal 96 que cruza Michigan de este a oeste. El conductor de un trailer cisterna ha perdido el control justo en la salida hacia Rosa Parks Blvd, empotrándose contra el muro de separación y quedando atravesado en tres de sus carriles ocasionado también que los coches de detrás no pudiesen frenar y se amontonaran unos sobre otros formando un inseparable amasijo de hierros y sangre. Segundos después, en mitad del caos y la incertidumbre, mientras que un grupo de personas, sin calibrar el riesgo para ellos, se afanaban por sacar deprisa a quienes habían quedado atrapados, una gran bola de fuego envuelve al camión convirtiéndolo en un callejón sin salida para los autos colisionados y aquellos ocupantes que no tuvieron la suerte de escapar. Docenas de ambulancias trasladan a los heridos de diversa consideración y los furgones fúnebres a una morgue improvisada donde un goteo de familiares y amigos se acercan a preguntar por los suyos. Sin embargo, la tarea de identificación va a ser lenta y bastante delicada, al estar algunos cuerpos absolutamente carbonizados, por lo que, no se les podrá poner nombre y apellido hasta cotejar las pruebas de ADN. A la izquierda de donde ha ocurrido el siniestro, ecologistas desplazados hasta allí, han evaluado de alto riesgo medioambiental la capa de humo tóxico esparcida por la atmósfera. Una planta por debajo de urgencias, en el sótano 1, donde se ubica la Unidad de Cuidados Intensivos, la rutina con matices diferentes pone a funcionar todas sus herramientas.
          –Tranquila, estamos aquí para ayudarla –Violeta se inclina sobre la cabecera de la cama y con la linterna enfoca las pupilas, pero no hay respuesta en el ojo de la paciente.
          –No reacciona a ningún estímulo, ya sabes que de urgencias subió con un claro triaje. Quizá…  –propone la auxiliar.
          –Ni soñarlo. ¿Acaso no ves cómo pelea para ganarle la partida a la parca? –El espíritu caribeño de la doctora Reyes hace que no lo dé todo por perdido, ni se rinda ante la primera adversidad.
          –Hay ingresados en planta que necesitarían los cuidados de aquí, pero… –insiste la otra
          –¿Dónde se ha metido la estudiante colombiana? Se comprometió a encontrar a algún pariente de la mujer y aún no sabemos nada –zanjó así el asunto anterior.
          –Esa búsqueda le corresponde a la policía y no a nosotros, nunca debiste consentirlo –salta la adjunta supremacista que no soporta a los mestizos ni a los nacidos fuera de Estados Unidos, pero ella la obvió girándose hacia la enferma.
          –Si me escucha, mueva la mano, por favor –Megan Aniston oye voces lejanas e intenta abrir los párpados, pero en realidad las sombras que se mueven de un lado a otro no la interesan en absoluto–. ¿Estáis siguiendo mis instrucciones? En las últimas placas los pulmones se ven mejor.
          –Tal y como has pautado –indica la jefa de enfermeras de la UCI–, estamos bajando la sedación poco a poco.
          –Perfecto, pues cuando esté retirada del todo decídmelo e iniciaremos la alimentación oral. A ver cómo responde. Cualquier cambio que ocurra estaré en el despacho. ¡Ah!, por cierto, el caballero de la cama del fondo está listo para subir a planta, encargaos de tramitarlo. –En la intimidad del estrecho cuarto sin ventilación, con presentes traídos por compatriotas y amigos de Cuba, destacando la litografía de un balsero que trata de alcanzar el estrecho de la Florida, la doctora Reyes estudia con minuciosidad los historiales médicos de los hombres y mujeres ingresados actualmente en su unidad, y perfila cada diagnóstico, no siempre positivo. Presume de tener buen instinto y de equivocarse en raras ocasiones cuando apuesta por sacar adelante a algún paciente que quizá otros compañeros, por su complejidad o patologías, habrían desahuciado. Ese era el caso de Megan Aniston y ninguna de las dos pensaban rendirse…
          –Lo siento cariño –dice a su hijo mayor–, llegaré tarde al partido de fútbol de tu hermano, discúlpame con él, por favor, cielo.
          –Claro, mamá, como siempre. –Violeta está tan entregada a su trabajo que pasa de puntillas por todo lo demás.
          La estudiante de origen colombiano suele aprovechar su día libre para realizar tareas domésticas y ampliar conocimientos en la Facultad de Medicina de la Universidad Estatal de Wayne, donde asiste a clases de refuerzo y se empapa de nuevas técnicas en el campo de la cirugía, especialidad que desde el inicio de carrera siempre la atrajo. Sin embargo, esta vez sale muy temprano de casa en dirección a Pope Francis Center, donde confía en averiguar la identidad de la mujer afroamericana ingresada en UCI. Aunque prácticamente sólo va del apartamento al trabajo y no frecuenta otras zonas de la ciudad por falta de tiempo, pronto vislumbra la cruz sobre el tejado de la puerta principal. Una veintena de personas merodean alrededor de las esquinas, van taciturnos, con expresión ausente, traicionados por la vida, vulnerables, débiles, mirando desconfiados a todo aquel que se acerca y con ojos de necesidad hacia el café en vaso desechable que la flamante doctora sostiene en una mano. Con un pie en el último escalón y el otro en la acera, un hombre joven, de pelo rizado, risueño y alegre bufanda de colores que le llega casi hasta las rodillas, hace gestos indicando que es él quien la espera.
          –Hola, gracias por atenderme y perdona la molestia –dice al voluntario que mueve la cabeza restando importancia a esas palabras.
          –Un placer. Encantado de ayudarte en lo que pueda, para eso estamos, al servicio de nuestros hermanos.
          –Estaba tan perdida y angustiada que mis abuelos me han empujado a hablar contigo.
          –Sí, algo me adelantaron. Son encantadores, tan pendientes el uno del otro –dice emocionado–. Un ejemplo que todos nosotros deberíamos seguir. ¿Entramos dentro que estaremos más cómodos?
          –Sí, de acuerdo.
          –Cuidado con la última baldosa no vayas a tropezar y te caigas. Un día por otro no veo el momento de pegarla. –En la sala luminosa retira unas cuantas cajas de ambas sillas y toman asiento–. Perdona el desorden, ahora esto lo usamos de almacén, oficina, espacio para grupos de terapia... En fin, un poco para todo. La demanda de gente que viene buscando comida, cada vez es mayor y nuestros recursos menores, de manera que, si no les damos un plato de sopa, al menos proporcionamos charlas que alivien sus corazones.
          –Es muy lamentable la situación extrema que tienen muchos ciudadanos. Si precisa mi colaboración, dígamelo. Puedo poner inyecciones, tomar la temperatura, explorar… Lo que sea. –Años después, cuando ella ya estaba establecida y las cosas le iban muy bien, montó una ONG con varios compañeros y recorrieron todo el estado de Michigan ofreciendo servicio médico a homeless.
          –No me cabe duda, esos valores los llevas en tu genética.
          –En fin, no quisiera robarte mucho tiempo –en realidad estaba incómoda y quería irse.
          –Comprendo. A ver, cuéntame.
          –Supongo que mis abuelos te habrán dicho que hago prácticas en Detroit Medical Center.
          –En realidad fui yo quien les sonsacó –sonríe.
          –A finales de la semana pasada bajaron a la UCI a esta mujer –enseña una foto hecha con su móvil–, entre sus ropas llevaba propaganda de aquí, y en la ambulancia, antes de perder la conciencia, dijo a medias el nombre de un tal Ayden Cars…
          –¿Carson?
         –Es posible. Total, que uniendo ambas pistas puede que aclare quién es, de lo contrario el hospital activará el protocolo de desconocida y mi jefa no es muy partidaria de eso.
        –Deja que la vea bien –sostiene unos segundos el celular y se lo devuelve–. No me suena, pero aguarda un momento, enseguida vuelvo, tal vez alguno de los compañeros la conozca.
          –De acuerdo. –En las paredes se ven desconchones y marcas como de haber arrimado bultos. A un lado, varios containers semivacíos tienen tetrabrik de leche, paquetes de pasta, pañales para bebés, latas de conserva, mallas de patatas, arroz, café soluble y demás artículos no perecederos, todo distribuido en delgadísimas bolsas de plástico listas para entregar.
           –Mira, creo que vas a tener suerte –dice–, es posible que se llame Megan Aniston. Casualmente ese mismo día uno de nuestros colaboradores esperaba la visita de alguien que coincide con su descripción. Venía de parte de la esposa del reverendo Bob W. Perkins, de una Iglesias Baptista cerca de Lafayette Blvd, pero nunca se presentó.
           –¿Sabe su dirección?
          –No, pero te diré también que el caballero puede ser Ayden Carson, un magnate del automóvil totalmente arruinado. Hace poco que viene, es un tipo bastante raro, recoge su paquete y se larga. Ayer, sin ir más lejos, estuvo, a lo mejor puedes localizarle.
          –Lo intentaré. Tal vez preguntando en los albergues…
          –No obstante, si me entero de algo, te lo hago saber.
          –Te lo agradezco, muchas gracias. –Sale al frío de la mañana y unas manos de piel cuarteada, manchadas con tinta de periódico, la persiguen.
          –Dame una moneda, encanto –pide el mendigo acosándola.
          –Lo siento, no llevo nada –responde atemorizada.
          –Pero que es para comer –insiste expulsando palabras mojadas en alcohol.
          –Déjeme, por favor –apresura el paso.
          –¿Quieres un poco de esto? ¿Es eso lo que quieres? –señala a la bragueta.
          –Ya le he dicho que no tengo nada. Voy a gritar.
          –¡No lo vas a hacer y me vas a dar la mochila!
          –¡Ayuda! ¡Ayuda!
          –¡Que te calles, coño! Dame la puta cartera y lárgate –el cuerpo tembloroso manifiesta claramente el síndrome de abstinencia.
          –¡Eh! ¿Qué está pasando ahí? –Sale corriendo uno de los voluntarios de Pope Francis Center–. ¡Largo!
          –¿Está bien?
          –Sí, gracias.
          –Compatriotas de mierda –voceaba cojeando calle abajo–. ¡El día del juicio final se acerca y seréis juzgados por vuestros actos! ¡Caerá sobre vosotros la destrucción del mundo! –Continuó maldiciendo hasta perderlo de vista.
          –¿La ha agredido? –pregunta tranquilizándola.
          –No, sólo quería una moneda, me he asustado y por eso grité.
       –Bueno, seguro que no era para comer. Tenga cuidado. Merodean a menudo intimidando a la gente, saben que quienes acuden a estos sitios son personas que lo han perdido prácticamente casi todo y con tal de no tener problemas se dejan acosar.
          –Muchas gracias, de verdad, de no haber sido por usted no sé qué habría pasado.
          –¿Quiere que la acompañe?
          –No, no hace falta.
          Gira a la izquierda, coge un taxi y va derecha a casa donde tirada en la cama, con los parpados hinchados de llorar, no puede apartar de su cabeza la imagen de aquel chico con la ira encendida en los ojos, blasfemando en lengua extranjera, al borde de la locura, con la esperanza erradicada y perfil de verdugo. Un ser humano al que la vida ha privado de otra oportunidad, otra salida, otro proyecto de futuro, un trazado para seguir ilusionado, un manojo de sueños sin caducidad, algo de suerte y… Sin embargo, se avergüenza de sí misma, de la poca empatía mostrada, de la manía de encasillar a los semejantes en peligrosos o inofensivos sin pararnos a analizar las circunstancias que a cada uno le colocan en una situación extrema, en la que, si se tuerce la estabilidad, cualquiera de nosotros podríamos estar también al borde del precipicio. La alarma en el móvil, recordándola que ha de tomar sus vitaminas, la traen de los pensamientos a la realidad, pero, si la clave para descubrir la identidad de la afroamericana la tiene un tal Ayden Carson, ella le va a encontrar, cueste lo que cueste. A la mañana siguiente, cuando empiezan a hacer la ronda, Megan Aniston ha empeorado y deciden aumentarle otra vez la sedación…
          Dentro de esa cosa destartalada donde vivo y llamo hogar con total naturalidad, poniendo el énfasis como si de un palacio se tratara, rodeado de humedad y de objetos inservibles, piezas rotas de un presente hostil que jamás volverán a encajar, siento los huesos seguros y las espaldas cubiertas ya que de un tiempo a esta parte por la ciudad corren riadas de peligrosidad, a consecuencia del aumento de bandas callejeras que alimentan batallas campales, sembrando de odio la convivencia de por sí ya complicada entre el vecindario. En la radio piden que se acuda al centro de donación de sangre ya que las reservas se están agotando o bien a cualquier hospital cercano. A mí, personalmente, las agujas me paralizan el intestino, pero tengo el estómago tan vacío que vendería hasta a mi propia madre a cambio de un trago. Consigo colarme en el metro y coger asiento, miro a uno y otro lado y, cuando todos me ignoran, desenvuelvo la chocolatina que en un descuido robé en una tienda.
          –Rellene este formulario e indique su dolencia –me dicen en el mostrador de admisión.
          –Se equivoca, no estoy enfermo –aseguro rotundo–, vengo por la llamada de donación.
         –¡Ah!, entonces espere a que le llamen, pero tiene que poner aquí sus datos. –Cuarenta minutos después, cuando estaba a punto de marcharme, una joven con rasgos sudamericanos y amplia sonrisa viene en mi busca.
          –¿Es usted Ayden Carson?
          –Sí, ¿qué ocurre?
          –Acompáñeme…

5 comentarios:

  1. Apagadas las luces artificiales de tanta fiesta, es un gusto que vuelvas a encender la tuya, un faro literario en ruta por los Estados Unidos que menos se conocen. Gracias por seguir, compañera.

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  2. Describes muy bien el episodio del mendigo que pide para drogas. Haces muy fácil la escena acosando a la chica y dando visibilidad a un hecho que ocurre en casi todos los rincones de la Tierra. Te echaba de menos. Un beso, nena.

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  3. Me lo he leído sin respirar, tenía abstinencia y no me ha defraudado la entrega.
    Está novela, porque da para ello, es de enganche total.
    Buen regalo de Reyes para los que te seguimos. Gracias.

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  4. María Doloresenero 08, 2023

    Me gusta tu narrativa y todo el trabajo de documentación que lleva de fondo.

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  5. Te leo y destaco la pericia para relatar con delicadeza y sabiduría. Creo que nadie queda defraudado tras una lectura que nos lleva a visitar un país desconocido, al menos para mí, y enriqueciendo el conocimiento del mismo. Gracias, escritora. Besos.

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