domingo, 23 de octubre de 2022

Detroit, una historia cualquiera

4.
Tras la reunión que mantuve con los jefes de departamento poniéndoles al corriente de la delicada situación que atravesaba la empresa y la necesidad de implicarnos todos para sacarla adelante de la manera más digna posible, mi vida giraba en torno a dicho propósito, tanto fue así que desatendí otras obligaciones también muy importantes, como por ejemplo la organización de la casa una vez que Emily ya no estaba con nosotros. El momento de su despedida fue una de las experiencias más dolorosas que aún recuerdo. A las siete de la tarde del día anterior presagiando la tristeza que nos invadiría, el cielo respondió contundente diluviando con violencia. Ráfagas de viento fortísimo arrastraron ramas partidas, zarandearon árboles y amontonaron cubos de basura contra algunos coches desplazados por la riada. Las alcantarillas escupían aquello que no era suyo y las ratas agazapadas buscaban refugio a la sombra de las farolas. Nosotros, adelantándonos al pronóstico, pusimos los cierres de las ventanas y protegimos la entrada a la planta sótano.
          –Es peligroso que te pongas en camino, querida –dijo Dominic, el viejo jardinero afectado por su marcha–. Espera un poco a ver si amaina.
          –La señora no me quiere aquí y lo sabéis. Cuanto antes me vaya, mejor.
          –Pero hasta la villa Ashley, en el condado de Gratiot, hay unas 127 millas –señaló Brody– y, hasta que no lleguemos allí no sabremos los daños sufrido en la carretera. Además, como eres muy cabezona y te has empeñado en ir en autobús es probable que tenga complicaciones y tardes más de lo habitual. ¡Anda, deja que te lleve! –pero no hubo respuesta.
          –Es hora de recogerse –zanjó así la conversación–, todavía soy la responsable de mantener aquí la disciplina, de modo que cada cual a su habitación.
          Desde arriba oí frases sueltas y pensé que yo también debía ponerme el pijama, sin embargo, una visita inesperada irrumpió en el dormitorio.
          –Mañana mismo me pongo a hacer entrevistas para contratar a otra ama de llaves –dijo mamá con tono de superioridad.
          –No necesitamos cubrir el puesto.
          –Claro que sí. ¿Qué pensarán mis amigas cuando vengan a tomar el té y no haya nadie que lo sirva?
          –Estamos arruinados, mamá, y reducir gastos es lo que vamos a hacer.
          –Eres un desconsiderado, un mal hijo y un pésimo administrador al que se le ha subido el cargo a la cabeza, pero a mí no me engañas.
          –Piensa lo que quieras, pero ve haciéndote a la idea de que tendrás que implicarte un poco más en asuntos domésticos.
          –¡De eso nada! ¿Quién te crees que eres para hablarme así? ¿Mi padre?
          –Por supuesto que no, pero sí el encargado de no hundirnos del todo.
          Salió hecha una furia y relatando incongruencias. Apagué la luz, necesitaba dormir y desconectar el cerebro de la realidad ya que el negocio del mercado oriental, por el que papá apostó fuerte, me traía por la calle de la amargura. Aquello era el principio del fin…
          A las 5:30 a.m., como era habitual, Chul-Moo tenía listo en la mesa de la cocina el desayuno para el servicio. En los días de acontecimientos especiales, además de las gachas de avena, huevos, tostadas, salchichas, café y jugo de naranja, añadía tortitas con sirope de arce. Esta vez, aunque no celebraban nada, también lo hizo. Durante toda la noche siguió lloviendo con tanta intensidad que se produjeron cortes intermitentes en el suministro de luz. Los cuatro empleados domésticos de los Carson sin despegar la vista del plato y en absoluto silencio dejaban entrever que los rostros serios marcaban el final de una etapa en sus vidas anticipando cambios. Emily se esmeró planchando el uniforme que dejó estirado sobre los pies de la cama, junto a otros complementos que podría reutilizar la persona que la remplazase. Llevaba puesto el vestido de lana que usaba los domingos, los zapatos desgastados pero con brillo, y un diminuto tocado en el pelo. Estaba desganada y no podía disimularlo ya que con la punta del tenedor movía la comida. Mientras bajaba la escalera para sentarme con ellos recuperando aquella costumbre que de pequeño hacía a menudo, noté que los desconchones de humedad en las paredes olían a despedida.
          –Siéntese, señorito Ayden –el viejo jardinero se levantó deprisa–, me pondré enfrente.
          –Por favor, Dominic, no te muevas, aquí estoy bien, en esta silla me sentaba con vosotros de pequeño.
          –Vas a enfadar a tu madre, hijo –dijo el ama de llaves metiendo sus dedos entre mis cabellos–. Es mejor que subas al comedor de arriba.
          –De eso nada, todavía soy tu jefe y hasta que no salgas por esa puerta con Brody y conmigo permite que disfrute de vuestra compañía y estos manjares –ella intentó protestar–. No se admiten negativas. Y ahora, a desayunar.
          Cuando terminaron, se puso de pie, cogió el abrigo, la maleta y sin mirar atrás se metió en el coche antes que lo hiciera yo, en el asiento del copiloto. Presentí los reproches que al regreso me dedicaría la familia, pero me importó un carajo.
          A ambos lados de la autopista se amontonaba la nieve y algunos automóviles abandonados. El tráfico infernal rompía el paisaje desnudo de vegetación en invierno y alteraba el vuelo de las manadas de pájaros desorientados a consecuencia del cambio climático.
          –Será mejor coger el desvío que hay antes de entrar en Ashley –dijo Brody retumbando su voz dentro del auto–, hay que cruzar la vía del ferrocarril por W Oak St y avanzar hacia el Este, una vez pasado el puesto de gasolina seguimos recto hasta llegar a un sendero de tierra que hemos de recorrer a pie y, ahí, alejado del vecindario está el terreno adquirido por su padre.
          –Veo que conoces muy bien el camino, –comenté con cara de pillo.
          –Le traje alguna que otra vez.
          –El viejo era toda una caja de sorpresas, ¿eh?
          –Pensaba instalarse aquí cuando se retirara, lástima que la enfermedad abortase sus planes.
          –¿Veníais solos o acompañados?
          –Perdóneme señorito Ayden, pero no voy a contestar esa pregunta.
          –Comprendo y alabo tu lealtad. –Paró el motor y siguió con las indicaciones como si las hubiese aprendido de memoria.
          –A partir de la señal donde pone “no camiones” –dijo a Emily–, habrás de memorizar la ruta si no quieres perderte. Fíjate, aquel poste de la luz en cuyo tronco grabé tus iniciales acatando las órdenes del señor Carson, es un buen punto de referencia. Hemos de ir en zigzag –se bajó del auto, cogió la maleta y la bolsa con comida que mandé preparar para ella e indicó que le siguiéramos. La ofrecí el brazo y se agarró gustosa mostrando ese rictus de eterno agradecimiento que tanto la caracteriza. Quise detener el tiempo en ese instante teniéndola tan cerca, notando su corazón acelerado por la leve fatiga que la obligaba a entreabrir la boca según subíamos la cuesta. Sonreí para mis adentros y ajusté mis pasos a los suyos más cortos, propios de quien ha caminado sin prisa supervisando cada detalle y desenmascarando cualquier mota de polvo. Entonces, de repente, comprendí que mi querida ama de llaves había envejecido y eso me produjo mucha ternura.
          –¿Quieres descansar?
          –No te preocupes –por fin arranqué de sus labios unas palabras–, todavía me quedan fuerzas para quitarme la zapatilla y darte con ella en el trasero. –Me dejé llevar y la abracé.
          –Vayan con cuidado –nos advirtió el chófer–, a la izquierda hay un pozo que no está sellado.
          –Presentaremos una queja en la oficina del congresista por el condado de Gratiot de manera inminente –solté–, ¿te parece?
          Continuamos un poco más y, por fin, detrás de algunos arbustos visualizamos la casa de construcción sencilla. En el interior una capa de serrín alfombraba el suelo de madera. Apenas había muebles ni objetos personales, la luz que entraba de fuera era muy pobre y pensé que lo ideal sería agrandar las ventanas. Sobre la mesa de la cocina todavía quedaban latas de conservas sin caducar. También encontramos cacerolas, una tetera y platos desiguales que completaban el menaje. A la derecha, una puerta bastante débil conducía a la parte de atrás donde se ubicaba el terreno fértil que, de ser bien tratado, daría muchos frutos.
          –Emily, el señor Carson me dejó encargado que te diese esto personalmente –Brody sacó de un cajón un paquete envuelto en papel–. Ábrelo. –Era la Biblia de papá con sus iniciales grabadas en la encuadernación de piel. Tomó asiento y por primera vez la vi emocionarse. Entonces comprendí que debía asimilarlo todo en soledad.
          –¿Estarás bien? –pregunté abrazándola–. ¿Llamarás si necesitas cualquier cosa?
          –¡Pues claro! Anda, marchaos tranquilos. –Regresamos y esa fue la última vez que la vimos.
          Si hay algo que actualmente me sobra es tiempo, así que, deambulo por el centro de la ciudad habitado hoy por las clases más desfavorecidas. Y lo hago creyéndome un tipo importante porque cuando el auge industrial estuve en lo más alto de la cima formando parte aquella sociedad superflua. Sin embargo, despojado de las capas que son sólo apariencia me siento liberado aunque sigue produciéndome tremenda nostalgia caminar desde el distrito histórico de Bricktown, donde está Jacoby’s German Biergarten, el pub más antiguo, con música en vivo, que tantas noches soportó mis borracheras y llegar hasta los edificios comerciales de Monroe Avenue, con el Teatro Nacional a la cabeza, adonde invité a clientes muy adinerados que después no cerraron conmigo ninguno de los negocios prometidos. Pero hay dos sitios que me gustan especialmente, esos son la Avenida Jefferson Este, donde se encuentra el Renaissance Center, con espacio para una terminal y muelle de cruceros, y la zona del Campus Martius, con el Monumento a los Soldados y Marineros de Michigan asesinados durante la Guerra Civil. No lejos de allí, un grupo de Hare Krishna, van en procesión repitiendo sus mantras ajenos a los manifestantes que justo enfrente portan pancartas en contra de la prohibición del aborto.
          –Alabado sea Dios –vocea un desconocido empujando un carrito lleno de bolsas y obligando a los coches a frenan en seco–. Se acerca el fin del mundo…
          La esposa del reverendo Bob W. Perkins ha roto aguas en plena ceremonia, y ha ocurrido todo tan deprisa que algunas feligresas han ejercido de comadronas improvisando un paritorio en la sala contigua.
          –Empuja –se oye desde fuera–. Empuja querida, un poco más. Vamos, que ya está casi. Empuja.
          Aunque la parturienta muerde un pañuelo para amortiguar el dolor, quienes aguardamos fuera y nunca nos hemos visto en una situación similar la imaginamos ensangrentada y a punto del desmayo maldiciendo al marido y jurando que jamás volvería a preñarla. Sentado junto a mí, un anciano recita en voz alta versículos del Nuevo Testamento y en los obligados silencios para respirar, su compañera levantando la cabeza hacia el techo responde con aleluyas. El flamante padre, hecho un manojo de nervios, camina de un lado a otro diciendo sus oraciones y recordando que los hijos mayores también nacieron en lugares bastante estratégicos: uno en un ferrocarril rumbo a Connecticut, con un sol de justicia y el otro en el post-sepelio del abuelo materno.
          –¡Es una niña! –dicen desde dentro–. ¡Es una niña! ¡Alabado sea Dios! –repiten insistentes–. ¡Es una niña y ambas están bien!
          La ambulancia que debía llevarlas al hospital ha tardado más de media hora, la doctora y un enfermero han cortado el cordón umbilical a la criatura que reposa sobre el pecho de su madre y que ha pesado cuatro libras al nacer.
          –Ayden ¿estás contento? –Megan Aniston está eufórica–. Ha sido emocionante.
          –¿Y por qué habría de estarlo?
          –No recordaba lo que se siente con la llegada de un bebé desde que asistí a una de mis vecinas.
          –No es para tanto.
          –Chico, mira que eres aguafiestas. Tenemos un miembro más en la comunidad, está sano y ha colmado de felicidad a su familia. ¿Te parece poco motivo?
          –Pues tenían que haberlo pensado antes de traerla a este mundo, ha venido a sufrir y no merece la pena, será una desgraciada, como todos nosotros.
          –Digo yo que algún día se te secará esa mala leche que te agria la existencia.
          –¿Con qué derecho me hablas así?
          –Lo lamento, tienes razón.
          –Perdone –dirigiéndose a mí–, ¿nos conocemos? –Un hombre cuyo rostro me es muy familiar nos interrumpe.
          –Supongo que no.
          –Juraría que mi madre trabajó para usted de secretaria, conservamos algunos recortes de prensa donde aparecen los dos en la presentación de alguno de los modelos.
          –Me confunde con otro.
          –Es posible. Ahora ha perdido la memoria, pero hasta que la tuvo hablaba de la etapa final en la Motors Carson Company con mucho cariño y por supuesto admiración hacia quien tomó el relevo de la empresa.
          –Ya sabe que todos tenemos un doble.
          –Será eso. Quizá si la ve le suene –saca la cartera y muestra una fotografía–, aunque acababan de diagnosticarle Alzheimer estaba guapa, ahora se ha deteriorado muchísimo.
          –No, ya le he dicho que no sé quién es.
          –Pues disculpe una vez más. –Coge los paquetes que trae y se los da a la persona encargada de recoger las donaciones, también entrega un puñado de dólares.
          –Hermano, ¿pero tú en qué mundo vives? No te enteras de nada –suelta Megan–, este tipo te ha reconocido realmente y no es de los que piden, es de los que dan, más te vale espabilar.
          –¿Por qué coño no te metes en tus asuntos y me olvidas?
          Escondido entre la multitud voy detrás de él hasta la zona más cara que están reconstruyendo y veo que se mete en una antigua mansión habilitada hoy como casa de reposo. Piso el suelo resbaladizo que termina a pie del jardín y lo hago con cuidado. De frente, una pasarela de flores se abre hasta las amplias puertas de entrada. Por temor a ser descubierto tuerzo a la derecha sin percatarme de los grandes ventanales que pueden delatarme. El hombre al que he seguido está sentado de espaldas, colocando la pequeña manta que cubre las piernas de Joanne, mi fiel secretaria, quien, por un sólo instante ha desviado la mirada hacia donde estoy como si me hubiese reconocido. Decae la luz de la tarde dando paso a los tonos rojizos esparcidos en ramajes por el cielo, a la vez que lo cruza un jet privado quemando combustible innecesario. Embobado en mis pensamientos paso por una avenida convertida en foco de infección a consecuencia de la basura acumulada que, unos por otros, no recogen. Pero quizá lo más llamativo del decepcionante espectáculo que acabo de describir es que al final del callejón más oscuro y solitario de la metrópoli, un crío que no levanta un palmo del suelo solloza desconsolado porque entre los desperdicios se fue su único juguete: un dinosaurio de plástico. Aligero hecho añicos para llegar cuanto antes a Lafayette Blvd y ponerme a salvo en casa donde trataré de pasar a limpio la jornada concluida e interiorizar los contrastes urbanos. Por el tiro de escalera suena la radio de la familia afroamericana instalada en el bloque desde hace poco. Es una emisora de todo noticias donde constantemente suena la palabra nuclear y el suicidio de un ejecutivo en Nueva York, el desplome de Wall Street o la caída del precio del barril de petróleo. A mí estas cosas ya no me afectan porque no sentirse atado a lo material aporta la perspectiva de un horizonte que bien podría enmarcarse a orillas del río, cualquier mañana de primavera, apareciendo los primeros rayos de sol.

7 comentarios:

  1. Aplaudo el cambio que has hecho en la presentación de los diálogos y la calidad de tu escritura lo pedía a gritos. Por lo demás decir que la historia crece a la par que mi admiración. Un beso, nena

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  2. Enhorabuena, compañera. Ahora a por el Premio Planeta. Me gusta lo nuevo.

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  3. María Doloresoctubre 23, 2022

    Ni que decir lo que ha ganado a primera vista. El contenido lo sabes en privado: alta calidad.

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  4. Veo que todos tus lectores hemos notado un cambio respecto a tus últimos relatos, a mi parecer se acercan a los que me hicieron engancharme a tu blog, menos reivindicativos quizás pero más novelescos.
    Y lo que dice Alfredo también lo estaba pensando yo.
    Enhorabuena.

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  5. Saludos desde Buenos Aires. Iniciando la mañana y disfrutando su lectura con un buen café. Gracias por llevarme a otros escenarios.

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  6. Me gusta el cambio que has hecho con los diálogos. Cada dia te superas. Gracias por compartir tu talento. Besos

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  7. Has conseguido crearme la duda, amiga. Ahora no sé si es que eres muy buena o que mi admiración por cómo escribes es incondicional. En cualquier caso, gracias por emocionarme. Un beso, escritora.

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