domingo, 5 de diciembre de 2021

Helen Wyner

 7.

A Almudena Grandes:
Por su legado, compromiso y honestidad.
Gracias.

La Unidad Especial de Rescate de Rehenes del FBI inspeccionó con sus lentes de visión nocturna el perímetro exterior del pabellón deportivo encontrando que una de las ventanas traseras había quedado abierta, lo que facilitaría el acceso por ahí. Divididos en pelotones, unos rodearon la entrada principal, otros la salida de emergencias ubicada en el lateral izquierdo del edificio, dos más a pie de alcantarilla y el más numeroso camuflado entre arbustos y tejados adyacentes, cubriendo todos los ángulos. A cierta distancia, el cordón policial seguía impidiendo el paso a familiares sumidos en la desesperación por el inquietante espera. Dentro del recinto, en el área más próxima a la zona de conflicto, estaba la carpa que los sanitarios levantaron desde el principio y que también acoge a los psicólogos necesarios para atender a las víctimas. ‘Agente Cohen –dijo el oficial de máxima graduación–. ¿Cuántas personas aproximadamente habrá retenidas? ¿Tiene constancia del estado en el que se encuentran’. ‘Veinte alumnos y su carcelero, de los cuales, al menos dos, pueden estar heridos o muertos’. ‘¿En qué se fundamenta?’. ‘Hubo disparos y a continuación gritos, después el miedo les paralizó y se hizo un silencio aterrador incluso lo sentimos nosotros que estamos fuera’. ‘¿Y el conductor del autobús?’. ‘No me consta’. ‘Pues en la información que manejo figura también’. ‘Es la primera noticia, no lo sabía. Mire, ésta fotografía está tomada desde el interior del gimnasio –mostró en su celular–, cuente, y verá que no aparece ningún adulto’. ‘Capitán –llamó por la frecuencia del circuito cerrado–, ¿han observado movimiento humano en otros sitios, además del lugar donde los chavales están hacinados?’. ‘No, señor. Nadie’. ‘¿Podrían volverlo a comprobar?’. ‘Claro –tres minutos después la misma voz grave, confirmó–: no se aprecia nada’. ‘En fin, no demoremos más esta angustia. Cuando ordene, comenzamos la negociación con él’. ‘No, póngase usted al frente. Ahora soy un simple observador y apoyo logístico’.
          El mediador era un tipo habilidoso. Entrenado en la cantera de la policía de Nueva York, con esas persecuciones tan de película por las calles del Bronx, haciendo la vista gorda a encapuchados que sin escrúpulos disparaban a quemarropa a inocentes por el simple hecho de ser negros, se había convertido en un ser desmotivado al que cada día le costaba más esfuerzos desempeñar ese tipo trabajo. Durante un periodo de tiempo aguantó en el coche patrulla porque las facturas de la clínica de rehabilitación, donde uno de sus hijos ingresaba para desintoxicarse, se llevaba casi todos los ingresos. Sin embargo, harto de una rutina que le abrumaba, cuando le propusieron el puesto de negociador no dudó en aceptarlo enseguida. Era muy crítico con la National Rifle Association, manifestando en más de una ocasión que el uso descontrolado de armas creaba anticuerpos en el cerebro contra la empatía del tejido humano. Eso le costó, a veces, alguna que otra sanción por parte de sus superiores, que él insistía en que había que empujar a la sociedad hacia otros registros para solucionar los problemas. Tirando de hemeroteca, resolvió muchos casos con la herramienta que mejor manejaba: su poder de convicción. No obstante, los esfuerzos para convencer al secuestrador y, por consiguiente, liberar a los pequeños, esta vez fracasaron. ‘Qué opina: ¿insistimos un poco más –preguntan al jefe del operativo– o pasamos a la siguiente fase?’. ‘No tiene intención de entregarse –intervino el negociador–, ni siquiera concediéndole aquello que pide creo que estaría dispuesto a salir voluntariamente’, ‘Comprendo –contestó el oficial–. Señores, crucen los dedos, procuren que no haya derramamiento de sangre y que Dios bendiga a América y su Ejército’. Dio media vuelta, se cuadró ante la bandera que ondeaba en lo alto de un poste y se dirigió hacia donde estaba la persona encargada de coordinar la operación.
          Tras cerciorarse de que no necesitarían la presencia del antiguo director de la escuela, un ayudante del sheriff lo trasladó a la oficina central del FBI, en Birmingham, para ser interrogado después. El agente Anthony Cohen nunca entraba en acción, pero esta vez quiso asegurarse y ver con sus propios ojos que Thomas Dawson, el muchacho que le ayudó camuflando el celular, se encontraba bien. Además, egoístamente, deseaba terminar y regresar cuanto antes al Parque Estatal Lake Lurleen, en el condado de Tuscoloosa, y reanudar la pesca del pargo rojo que había suspendido. Así que, puesto el uniforme de combate, el casco protector y una pistola de empuñadura ligera, se situó por detrás de los compañeros para no entorpecer la misión que llevarían a cabo. Con sumo cuidado retiraron las hojas de las ventanas sin romper los cristales dejándolas tumbadas sobre el pavimento. Las botas con suelas especiales para amortiguar la pisada se deslizaban con delicadeza por el suelo desconocido, mientras que las gafas especiales para ver en la oscuridad abrían delante de ellos el vacío desolador de una galería desierta, por la que, tan sólo cuarenta y ocho horas antes, fluía la vida de estudiantes y educadores físicos. Avanzaron escalonados, cubriéndose unos a otros, realizando el reconocimiento para asegurarse de que nadie correría el más mínimo peligro. Con sigilo, se repartían por las distintas habitaciones con el fin de neutralizar a cualquiera que estuviese escondido. Al fondo, un gemido, un destello en la boca del lobo, una incertidumbre y una muy probable trampa hizo que todos, protegiéndose con el escudo antidisturbios, se parasen en seco. Los cinco hombres que iban en avanzadilla visualizaron a una persona amordazada y atada alrededor de una columna. Era el conductor del autobús donde venían los niños. ‘¡Cuánto han tardado en venir –exclamó–, me duelen ya todos los músculos!’. ‘Tranquilo, amigo, enseguida le sacamos. ¿Puede ponerse en pie?’. ‘Creo que sí’. Una vez a salvo sufrió un ataque de ansiedad. Los rehenes, debajo de la canasta de baloncesto, se revolvieron asustados al mismo tiempo que un miembro de la Unidad Especial de Rescate sorprendió al secuestrador por la espalda quien no tuvo opción de oponer resistencia. ‘¡Eh!, cuidadito con hacerme un sólo rasguño que os meto un puro de cojones’. ‘Tiene derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga puede y será usada en su contra ante un tribunal de justicia –repetía el agente que le esposaba–. Tiene derecho a hablar con un abogado. Si no puede pagarlo, le será asignado uno de oficio’. ‘Bueno, pues muy bien. Y también tengo derecho a una hamburguesa con mucha mostaza. Pero de esta no salgo solo, en el vestuario hay un muerto que se ha cargado él con una Glock 26 –señaló al alumno que disparó contra la niña de color–. Así que, lleváoslo también’. ‘Por cierto, ¿dónde está el antiguo director, es que se ha ensuciado los pantalones?’. ‘¿Quién de vosotros es Thomas Dawson? –preguntó Anthony Cohen. El chico levantó la mano–. Cuéntanos qué ha pasado, hijo…’.
          En el South Baldwin Regional Medical Center no daban abasto para recibir a los heridos de un accidente de tráfico ocurrido a pocas millas de allí, ocasionado por un camión cisterna que al volcar prendió e hizo el efecto dominó sobre una caravana de automóviles, incendiándose también, y dejando a decenas de personas tendidas en la cuneta. El helicóptero medicalizado trasladaba a los más graves a diversas unidades de quemados repartidas por el Estado de Alabama, mientras que los coches fúnebres partían con los fallecidos hacia Morgues improvisadas donde la gente iba con la esperanza de que los suyos no estuviesen allí. De modo que crecían las complicaciones en el hospital viendo alterada su rutina por la avalancha de familiares que llegaban en tropel. Así que, mal día eligió el vecino de Isaías Sullivan para saldar sus remordimientos. Bloqueada la entrada principal y creyendo el guardia de seguridad que el pobre hombre aprovechaba la coyuntura para colarse, saltándose el protocolo, le derivó a urgencias y que se las apañasen ellos con él. En el mostrador, un administrativo escaso de paciencia dijo: ‘Si no le duele nada, aire. Aquí no puede quedarse’. ‘Joven, sólo quiero hablar con el doctor Eric Weiss –suplicó impotente–, nada más que eso. Hace una semana le vi y seguro que esperaba mi visita. Llámele, por favor’. ‘Apártese y no moleste más’. Osiel Amsalem no daba crédito al trato dado por su compañero. Dejó a un lado los informes pendientes de archivar y recordó aliviado la conversación con el médico quien no perdía la esperanza respecto a que el conocido del paciente en coma por disparo en la cabeza reconsiderara la posibilidad de la donación de órganos. Y, así fue, el anciano había vuelto. ‘¿Qué ocurre, abuelo? –preguntó usando todo el tacto del mundo–, Cuéntemelo despacito para poder ayudarle’. ‘Como ya le he dicho al caballero…’. Se desahogó, y cuando no pudo más, rompió a llorar. ‘Mire, ¿ve aquellas sillas? –el otro asintió–. Espéreme ahí. Ahora mismo salgo’.
          Helen Wyner arropó a su hermana Beth y se quedó junto a la cama hasta que la respiración se hizo profunda. La madre, que sollozaba sin consuelo, preparó café y puso en un plato dos porciones de pastel de nueces. ‘No te sientas culpable, mamá’. ‘Cómo quieres que no lo haga, me daría de golpes. Debería dejar de tomar los somníferos, pero es que si no descanso… ¿Qué vamos a hacer, hija?’. ‘Cuidar de ella y confiar en que siempre lleguemos a tiempo. Mañana hablaré con el psiquiatra por si cree conveniente aumentarle la dosis de fármacos y paliar así sus ausencias’. ‘¿Se sabe la fecha de la ejecución del cabrón ese?’. ‘Aún no’. ‘Quizá asista’. ‘¿Eso te reconfortará?’. ‘Puede que no, pero ver cómo se retuerce de dolor, sí’. ‘No te reconozco, eso no es lo que tú nos enseñaste. Yo tampoco perdono y te juro que maldigo la mala hora que entró en nuestras vidas, pero eso no traerá de vuelta a mi sobrina, ni mitigará el dolor que siento, ni recompondrá la salud mental de mi hermana. El único consuelo que me queda es que la justicia ha colocado a cada cual en su sitio’. Se sirvió una segunda taza y encendió un cigarrillo. ‘No te quito la razón, aunque si fueras madre lo entenderías’. ‘Ya estamos a vueltas con los tópicos. Soy persona y con eso me basta. Estoy de acuerdo en que el vínculo umbilical es muy potente, pero los sentimientos de complicidad no conocen frontera’. ‘Perdona, he sido injusta contigo’. ‘No te preocupes. Oye, ¿recuerdas al agente del FBI que investigó el asesinato de la niña?’. ‘Sí, claro, cómo olvidarlo’. ‘Pues está en la escuela y se acordaba de nuestro caso. Estoy segura de que, si alguien puede liberar a los pequeños, ese es él’. ‘¿Qué hacéis despiertas tan temprano? –Beth las sorprendió comportándose como si nada–. ¿Cuándo has venido?’. ‘¿Te preparo un baño caliente y relajante, cariño?’. Las dos hijas rompieron a reír. Aunque no era temporada, desubicadas quizá por el cambio climático, una manada de aves migratorias sobrevolaba por encima de sus cabezas. Helen Wyner miró hacia el cielo y al bajar la vista vio que el columpio del porche se había descolgado de uno de los lados. Salió al frío de la mañana y lo colocó en su sitio, pero la tristeza invadió la comisura de sus labios, recordando lo feliz que era la hija de Beth, cuando sentada sobre aquel sillón de madera suspendido entre cuerdas, soñaba que tocaba las estrellas con la punta de los pies.

5 comentarios:

  1. Me sumo a la dedicatoria, no sin antes destacar tu buen hacer. Gracias por enseñarme una cara de EEUU desconocida para mí

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  2. Como cada quincena desayuno amenizado con buena lectura.
    De momento la angustia del secuestro ha pasado y quedamos a la evolución, si la hay, de Isaíasy de Beth.
    Muchas gracias.

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  3. Mantienes el ritmo del triler con la pasión de la literatura comprometida.

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  4. Gracias por dedicárselo a Almudena. Escribes muy bien. Te seguiré leyendo.

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  5. En la generosa dedicatoria a Almudena te retratas perfectamente, compromiso y honestidad, casi ná... Y generosa.
    Te camelo, Mayte. Besos.

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