domingo, 7 de noviembre de 2021

Helen Wyner

5.
 
El exmarido de Beth Wyner cumplía condena en la Prisión Federal de Montgomery a la espera del traslado al corredor de la muerte, donde permanecería hasta la ejecución. Los días transcurrían monótonos para él. Pasaba el tiempo dibujando paisajes que después regalaba a reclusos y carceleros. Escribía sus memorias y enviaba cartas de arrepentimiento dirigidas a políticos y distintas personalidades, así como a familiares y conocidos. Cuando se abría la puerta de la celda dando paso a una nueva jornada y los guardias realizaban el recuento matinal, cruzaba los dedos para que las desapariciones de presidiarios en el misterio de la noche fueran pocas o ninguna. Considerado altamente peligroso no compartía patio con otros presos comunes excepto con los acusados de filicidio. ‘Apuesto cinco pavos a que al gordo le dan una paliza –afirmó el jefe de la banda–. ¿Acaso quieres hacerlo tú, gallinita? –sujetó de la mandíbula a un reo del que siempre se mofaban por ser gay–. ¡Uy!, se me olvidaba que a ti te gusta otro tipo de contacto carnal’. ‘¡Vete al cuerno, estúpido! –respondió el reo interpelado–. ¡Dejadme en paz!’. ‘¡Eh!, vosotros, los del fondo, a ver si os laváis un poco que hoy hay visita –soltaron irónicos quienes estaban sentados en los escalones fumando marihuana–. Cualquiera diría que no lo esperáis como agua de mayo’. ‘No lo dirás por este que apesta a colonia barata, ¿verdad? –golpeó el pecho de un condenado a cadena perpetua–, el cabrito tiene un vis a vis con su novia’. Algunos condenados aprovechaban esos ratos de sol para fortalecer las piernas caminando y rellenar la mochila de los pulmones con aire limpio. Otros, los más veteranos, les hacían la pelota a los tipos que lo conseguían todo. Uno de esos, a cambio de cigarrillos y del manojo de dólares que cada mes recibía de sus padres, le entregó el esperado paquete. ‘¿Qué llevas ahí?’. ‘Papel y lápices de colores, alcaide –informó el exmarido de Beth Wyner–, ya sabe que me gusta pintar’. ‘¡Enséñamelo!’. Con el corazón en un puño y manos temblorosas a consecuencia del consumo de drogas, retiró el envoltorio dejando al descubierto el material. Después, en la soledad del calabazo, alumbrado por la tímida lámpara de mesa obtenida por buen comportamiento, rodeado de fotografías del día de su boda y la vieja Biblia de hojas ajadas, ordenó por fechas la correspondencia devuelta que siempre le entregaban en sobre abierto, maldiciendo para sus adentros a los funcionarios de prisiones que vulneraban su derecho a la intimidad. En ese momento recitó unos versículos del final del Apocalipsis que vienen a decir más o menos: “Aquellos que laven sus vestiduras dispondrán del árbol de la vida y entrarán por las puertas en la ciudad”. Entonces, el recuerdo del olor de la piel de su exesposa le excitó tanto que apagó la bombilla…
          Helen Wyner regresó a la escuela tras visitar la autocaravana de Isaías Sullivan. ‘¿Y dices que no tiene parientes –preguntó un decepcionado Mitch Austin– ni hallaste pistas de su pasado?’. ‘Nada’. ‘¿Se relaciona sólo con el vecino?’. ‘Eso parece’. ‘¿Le diste la tarjeta del médico?’. ‘’. ‘¿Crees que irá al hospital?’. ‘¡Quién sabe!’. ‘Gracias. Vuelve con los compañeros o vete a casa, lo que prefieras’. Aunque ella habría hecho lo segundo, el corazón le dictó lo primero. El malestar del director no se fundamentaba en el hecho de que aquel pobre hombre no tuviese quien llorase por su alma, sino en la desagradable postura que habría de adoptar la escuela, y en consecuencia él, como máximo representante, poniéndose en contacto con la Corte de Justicia del condado de Baldwin para que ellos a su vez lo hicieran con United Network for Organ Sharing, organización que sin fines de lucro gestiona los trámites de donante a receptor. ‘¿Te ocurre algo? Parece que hayas visto a un fantasma –pregunta el sheriff Landon a Mitch–. Estás pálido, muchacho’. ‘Peor, aquí nada funciona si no me encargo personalmente’. ‘¡Cuenta de una vez!’. ‘Pues que el padre de uno de los chicos secuestrados es un pez gordo internacional y amenaza con denunciarnos por incompetentes en el caso de que esto no se resuelva de inmediato. ¿Tú puedes hacer algo?’. ‘Imposible, estoy atado de pies y manos, el FBI tiene el mando. Si por mí fuera el secuestrador ya estaría muerto, me llevase por delante a quien me llevase’. ‘La culpa de tanta demora la tiene esa maestra y sus ideas conciliadoras’. ‘Bueno, que no se te olvide su cara’. ‘A ver cuándo podemos convocar a los miembros’. ‘Eso. ¿El granero de tu suegro estaría disponible?’. ‘De sobra sabes que sí, nada le gusta más que rememorar el pasado del Klan’. ‘Entonces correré la voz para preparar una reunión’. ‘Perfecto, pero hemos de esperar a que se resuelva esto’. ‘¡Sheriff Landon! –alguien del corrillo próximo al FBI le llamó–. Venga, por favor’. Anthony Cohen sostenía una taza de café en la mano. ‘Señor’. ‘Si es tan amable, retire a sus hombres de allí, por favor –dijo con la mejor de sus sonrisas–, están demasiado visibles para interceptarlos desde dentro. No quiero que nadie resulte herido’. ‘Jefe, si hacemos eso, el asesino de uno de los trabajadores de aquí tendrá vía libre para escapar’. ‘Limítese a cumplir lo que le digo sin opinar’. ‘Como mande –acató la orden mordisqueando el puro que mantenía apagado entre sus labios–. Ojalá y no se equivoque’. Coretta Sander escuchaba atenta sin apartar la vista del móvil, el chico acababa de activarlo.
          Thomas Dawson tenía muchos motivos para salir de allí lo antes posible: una familia estupenda que le inculcó valores fundamentales de respeto y educación exquisita, el deseo de convertirse en piloto de aviones, su colección de tebeos, el reloj heredado del abuelo, la fiesta de los viernes comiendo hamburguesas, asistir al campo de fútbol para ver un partido de los Alabama Crimson Tide donde jugaba sus héroes y los besos que a escondidas le daba la novia de su primo. Así pues, por todas esas razones y alguna más, no podía permitirse el lujo de cometer fallos y seguir al pie de la letra las instrucciones recibidas del exterior. Tal y como le indicaron camufló el teléfono detrás de unas toallas, después avanzó hasta llamar la atención del secuestrador y situarlo en el ángulo correcto de cara a la cámara del móvil. ‘Estamos cansados y hambrientos –de repente dijo una chica arrodillada junto al cadáver de la afroestadounidense asesinada–. Queremos ir con nuestros padres’. ‘¡Cállate y vuelve a tu sitio, hija de mala hierba! ¿Acaso quieres acabar igual que ella?’. ‘Nosotros no hemos hecho nada malo, señor –añadió otro muchacho–. Mi padre es un hombre importante y puede conseguir lo que sea’. ‘¡Ah, sí! Entonces, ¿qué te parece si le devuelve la vida a mi mamá y a la mascota que de pena murió con ella? ¿Sería capaz de conseguir que me admitieran en mi antiguo empleo? ¿Y por qué no también restaurar la inocencia de mi hermanita violada aquí mismo? ¿Y si te dijera que teniéndote a ti soy más poderoso que él?’. Los demás alumnos estaban tan nerviosos que no se percataron de los obscenos movimientos que realizaba alrededor de la chica. ‘Le habla el FBI –eso le descolocó–. Suelte a los rehenes y entréguese –buscaba desesperado la procedencia de la voz que se oía demasiado cerca–. Nada le pasara si deja que salgan –recorrió el gimnasio varias veces como perro sabueso husmeando, pero no halló nada sospechoso–, lo prometemos –de pronto, agarró fuertemente del brazo a uno de los más pequeños y, sirviéndole de escudo abrió la puerta–. ¡Alto! –gritaron desde el puesto de mando–, no disparen’. ‘¡Eh!, los de fuera, largaos a vuestras putas casas, todos menos el antiguo director, quiero que venga con una botella de whisky. Tenemos mucho que celebrar. Intentad entrar y los niños nunca más dormirán en sus camas’. Retrocedió con el crío casi a rastras. Thomas Dawson buscó con la punta de los dedos el apoyo de su mejor amiga y temió que el sudor le delatara…
          Después de acompañar a Coretta Sander y dejarla conversando con el agente del FBI Anthony Cohen, Paul Cox, consejero escolar, antes de volver a la Sala de Juntas donde aguardaban los compañeros, respondió a la videollamada de sus nietos de viaje por Europa. ‘Hola, abuelo. ¿Estás bien? –preguntó con tono de preocupación–. Nos hemos enterado por las noticias’. ‘Evitad que la abuela lo vea, cariño’. ‘Tranquilo, estamos muy entretenidos conociendo lugares maravillosos. Además, ya la conoces, con hacer senderismo, visitar museos, edificios emblemáticos y disfrutar de la gastronomía de cada país nos faltan horas al día. ¿De dónde sacará tantísima energía? –ambos rieron–. Así que, no te preocupes, lo pasamos en grande’. ‘¿Dónde estáis ahora?’. ‘En Bruselas, mañana partimos para Alemania, pero quizá alarguemos algo más las vacaciones ya que hay un tour que organiza la agencia por Islandia y creo que se queda con ganas de ir. Sabemos de su interés por los glaciares. Mira, esto está siendo para ella la mejor de las terapias y nosotros encantados de complacerla, más aún si eso contribuye a verla feliz’. ‘¿Os he dicho cuánto os quiero?’. ‘Alguna vez, pero muy pocas –guiñó el ojo–. Anda, cuídate mucho, por favor. Y no te preocupes’. Los meses posteriores al atropello que casi le cuesta la vida a su esposa, fueron para la familia un verdadero calvario viendo cómo se consumía anímicamente la mujer llena de vitalidad e inquietudes que ante cualquier adversidad solía comerse el mundo. Aquella mañana fue al pueblo de Kimberly, condado de Jefferson, a visitar a la segunda de sus hijas recién divorciada. Era un día soleado y los vecinos aprovechaban el buen tiempo para cortar el césped y arreglar desperfectos ocasionados por la última tormenta. La casa, retirada de la carretera, tenía acceso por un camino de zona privada donde era imposible entrar con coche. Apenas había recorrido diez pies cuando un automóvil a gran velocidad salió de entre los árboles llevándosela por delante. Al conductor, que se dio a la fuga, lo detuvieron unas millas más allá presentando alto grado de alcoholemia en sangre. Pareció increíble que sólo se rompiera un brazo. Emergencias acudió rápidamente al lugar de los hechos comprobando que la persona atropellada presentaba sólo rotura de brazo. Sin embargo, a partir de entonces, una vez por semana tenía sesión con su psicoterapeuta.
          Tras meditarlo mucho, el vecino de Isaías Sullivan revisó el motor de su camioneta, llenó el depósito del agua, comprobó la grasa de las bujías, se vistió con la ropa que cada domingo llevaba a la iglesia, arrancó y puso rumbo a South Baldwin Regional Medical Center, sin saber muy bien por qué lo hacía. En muy pocas ocasiones frecuentó esa zona. Por eso, adentrarse en el camino cuyo paisaje sombreado gracias a las ramas de los árboles abrazadas en altura, fue como empezar a formar parte de un horizonte natural cargado de incertidumbre. Las últimas luces de la tarde caían a lo lejos y el parking, reservado para las visitas estaba semi vacío, de modo que encontró estacionamiento sin dificultad. En el pabellón principal visualizó la bandera de los Estados Unidos y a cuatro o cinco personas bajo el luminoso de Emergency que dejó a su izquierda. Con paso lento, igual que discurría todo en cinco millas a la redonda, llegó al zaguán de entrada donde el mundo parecía regirse con códigos diferentes. En la segunda planta, cerca del control de enfermería, podía escucharse con nitidez los peculiares ruidos de los respiradores artificiales. El grueso cristal que separaba a su amigo de la vida mostraba un cuerpo atrapado entre cables, tubos y sondas, que antaño estuvo lleno de vitalidad. ‘Duele verlos así y no poder hacer nada, ¿verdad? –dijo una mujer de luto–. ¿Es su hijo?’. ‘No’. ‘Acabo de perder a mi marido después de haber estado cinco años en coma, pero ya se quería ir y yo estoy tranquila. Durante ese largo periodo hemos hablado mucho, me gustaba mantenerle al corriente de las cosas que ocurrían: la evolución de los nietos, el apegó a la patria que transmitimos a cada uno de nuestros descendientes, el percance de tuvo mi sobrina con un caballo, la ceremonia de los Oscars, mis problemas de reuma, los achaques del viejo Jack, nuestro perro… Ya sabe, asuntos cotidianos de los que formó parte hasta que sufrió el ictus’. ‘Lo lamento’. ‘Ande, anímese y entre. Háblele, después se sentirá mejor’. Avanzó por el pasillo despidiéndose de unos y otros con el último equipaje del esposo dentro de una bolsa de plástico. El paso de las horas ralentizaba la decisión que legalmente no le correspondía. ‘Hola. Soy el doctor Eric Weiss –estrechó con fuerza su mano–. Atiendo al señor Sullivan’. ‘Encantado’. ‘Si le parece, vayamos a mi despacho, hablaremos más cómodos’. ‘En realidad…’. ‘Sígame. Por aquí, por favor’. Escuchó atento las palabras desgranadas por el médico que usaba un lenguaje ininteligibles para un granjero como él, sonrió y se fue por donde había venido. A partir de ese instante el hospital activó el protocolo correspondiente.
          Zinerva Falzone mantenía la mente ocupada recordando los secretos mejor guardados de las viejas recetas sicilianas. ‘Esto se demora mucho, ¿no crees? –dijo Betty Scott sacándola de sus pensamientos–. Me preocupan los niños’. ‘A mí también –afirmó la otra–, pero confiemos en los expertos, ellos sabrán cómo gestionarlo’. ‘¿Os habéis enterado? –interrumpió uno de administración que había ido al baño–. Parece ser que el antiguo director está implicado…'.

5 comentarios:

  1. Me conmueve la empatía entre el abuelo y los nietos que llevan a la abuela por Europa, esas pequeñas cosas son las que te ayudan a creer en el ser humano. Un beso, nena.

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  2. Siempre aprendiendo de ti, maestra.

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  3. Impresionante la descripción del odio racial que por desgracia sigue existiendo a no ser que lleve smoking y que además, por desgracia, no se circunscribe al sur de EEUU, lo tenemos aquí representado en verde.

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  4. Dolor, odio, ternura...Que capacidad tienes para transmitirlo! Admirable. Besos

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  5. Leerte me demanda una pizarra para poder dibujar el organigrama de las relaciones interpersonales de tus personajes. Qué habilidad para tejer la trama, aflorar sentimientos y terminar dejándonos con la sensación de que la próxima entrega está lejana... ¡Eres genial, amiga! Te abrazo en la amistad.

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