domingo, 10 de febrero de 2019

Beirut, Puerta de Atocha

11.

Me da igual que sea peligroso o no, Jasmin. Tu hermano está desaparecido y mi obligación es buscarlo’. ‘Papá, si lo único que digo es que dejes pasar unos días hasta disponer de más información, ahora todo está confuso. ¿Mencionó su mujer la posibilidad de un secuestro cuando llamó?’. ‘Sí. Y habrá que tirar de ahí si queremos descubrir la verdad, ¿no crees?’. ‘Por supuesto, lo deseo tanto como tú. Mira, estoy pensando en que nuestra ONG tiene contactos en el Líbano. Deja que haga un par de llamadas y así sabremos a qué atenernos. Convéncele tú, por favor, Ismael’. ‘Uy, no soy el indicado, me guio por impulsos’. ‘¡Pues vaya, menudo aliado!’ −los tres rieron−. ‘Confía en mí, no habrá problemas’. ‘Al menos aguarda hasta que den el alta a Adrián y te acompaño’. ‘No puedo, y lo sabes’. ‘Amigo, ella tiene razón. El mundo está revuelto y determinados territorios son un polvorín en estos momentos. No decidas en caliente y calcula los pasos a dar’. ‘¿Queda claro que iré, con o sin vuestra aprobación?’. ‘Está bien −dice resignada−. Eres muy testarudo’. ‘Sabía que entrarías en razón. Estoy orgulloso de ti. Gracias, cariño’. El nieto terminó los deberes y fue con el abuelo al quiosco de prensa a por cromos. ‘Sé sincera: ¿Qué opinas al respecto?’. ‘Es complicado emitir un juicio objetivo. Mi hermano, de joven, tuvo acercamientos a grupos próximos al yihadismo. En casa no había espacio para la violencia ni el terrorismo, pero él discutía con mucha pasión defendiendo la causa, y lo único que conseguía era enfrentarse a la familia. Luego contrajo matrimonio y se distanció de nosotros aún más’. ‘¿Sospechas que haya vuelto a las andadas?’. ‘Es posible, no lo sé. Casi no le conozco. Allí a las mujeres se nos mantiene al margen’. ‘Quizá lo reclutaron de nuevo’. ‘La pregunta es: ¿alguna vez estuvo desvinculado? Me apena mucho que mi padre, además del disgusto, descubra cosas que le hagan sufrir todavía más. Ojalá sea…’, −quedó la frase interrumpida al sonar el timbre de la puerta−. ‘¡Qué!, ¿conspirando contra mí?’. ‘No te creas tan importante, chaval’, −risas−. ‘Oye, listillo, y tú: ¿cuándo piensas enrolarte con éstos en el barco?’. ‘Falta poco, en cuanto empiece ya no hay quien me pare’. Siguieron la conversación distendida, oyéndose el alboroto desde el descansillo de la escalera. Una hora más tarde, Ahmad Abu-Abbad e Ismael apuraban las últimas horas del día paseando tranquilos por el barrio del Raval. Un par de prostitutas, con los pechos caídos, cada uña de un color y las huellas de la crisis escapando a través del atuendo, salieron a su encuentro. Ambos hombres rechazaron el ofrecimiento y pasaron de largo.
          Abul Khan iba de mesa en mesa sustituyendo los ceniceros rebosantes de colillas por otros vacíos y sacudiendo el polvo de las sillas con un trapo blanco, para que cuando el local empezase a llenarse de clientes estuviera listo. Del coche recién estacionado en la puerta se apearon unos hombres. El bangladesí estaba tranquilo porque, en caso de que fueran policías, tenía las licencias en regla. ‘Hola, −se dieron la mano−. Somos de Médicos Sin Fronteras. Tenemos una amiga común, y nos ha dicho que necesita ayuda referente a su sobrino. Bien, pues a eso venimos, a hacer lo que podamos’, −muestran la acreditación−. ‘Por favor, pasen por aquí, estaremos más cómodos. Traeré té’. ‘¿Cuánto hace que supo del chico?’. ‘Sólo he recibido esta carta’. ‘Bueno, no se apure. Ya sabe lo complicado que es en tales circunstancias contactar con la familia. −Se miran entre ellos y dicen−: Por el tiempo transcurrido, ¿no creéis que puede haber llegado ya a la bahía de Cádiz y estar en el “Centro de Acogida Temporal de Inmigrantes”?’. ‘Es posible, sí’. ‘Entonces, mañana mismo bajo’, −contesta el tabernero−. ‘A ver, sin precipitarse. Allí permanecen un máximo de 72 horas, pero siempre dejan rastro del destino a seguir, o comentan los planes con alguien que puede proporcionarnos pistas de otras alternativas’. ‘¿Cómo cuáles?’. ‘Ahora lo importante es averiguar si se encuentra en España’. ‘Una pregunta: en caso de no dar con él, ¿cuál sería el siguiente paso?’. ‘Buscarle en la morgue. Hay cuerpos que no reclama nadie y siguen allí hasta que las autoridades deciden. Deje que nos ocupemos nosotros, estamos acostumbrados’. Se despidieron con la promesa de volver en cuanto tuvieran noticias. En la tetería no cabía ni un alfiler. Al frente del negocio dejó al encargado, poniendo como excusa un fortísimo dolor de cabeza. Calculando cinco horas más en Bangladés, aguardaba el amanecer con deseo e incertidumbre. Descolgó el teléfono y empezó a marcar un número que parecía no acabar nunca. Segundos después, al igual que sucedía otras muchas veces, una locución con eco sonando a metálico repetía que probara pasados unos minutos, por saturación en la línea del sur de Asia. Y fue al cuarto intento cuando hablaron al otro lado. ‘Salma, hermana. ¿Me escuchas?’. ‘Hello. ¿Quién es?’. ‘Abul Khan’. Una voz desconocida, fría y malhumorada zanjó así la llamada: ‘Ella no se encuentra. Está en el hospital’. ‘¿Cómo? ¿Qué le pasa? No cuelgue, por favor. Dígame dónde para llamarla’. Pero se cortó y no pudo terminar de explicarse. Tampoco podía volver, porque, siendo exiliado político, en cuanto pusiera un pie allí le detendrían. Sin embargo, siempre encontraría la forma para descubrir el paradero de su familiar.
          La escandalosa subida del alquiler que el casero iba a aplicar a los inquilinos de la finca empujó a las dos compañeras de piso a buscar otro más económico y no lejos de allí. ‘Si te parece, ponemos aquí el caballete, al lado del ventanal. Así aprovecharás mejor la luz natural’, −le dice a Kesia, que no paraba de frotar unas manchas que afeaban el sillón−. ‘Muchas gracias. No te preocupes, lo puedo dejar en la habitación’. ‘Tonterías. Y en este cajón del mueble metes el material de pintura. Así lo tienes todo a mano’. ‘Bueno, nunca podré agradecerte lo que haces por mí’. ‘Bobadas’. ‘Toma’. Según desenrolla la cartulina aparece esquinada una frase en francés: “Senegal en el corazón”. Y un dibujo incluyendo la costa desierta de la que partía alguien, alcanzando a nado la otra orilla por la que desaparecía detrás de un montículo de arena. ‘Me encanta −supuso que era ella−. Lo pondré en el dormitorio. Eres una artista. Millones de gracias’. ‘No las merece’. Durante el fin de semana estuvieron colocando las pocas pertenencias acumuladas y sacando brillo a los azulejos del baño y de la cocina. Solamente cuando el niño demandaba su atención aflojaban el ritmo. A última hora del domingo, recién duchadas y a punto de preparar algo de cena, sonó el telefonillo. ‘¿Esperamos visita?’. ‘No, que yo sepa’, −contestó la africana−. Treinta minutos después Binta e Ismael corrían por la playa soltando adrenalina. ‘Organizan otra misión, ¿verdad?’, −pregunta él−. ‘Sí, falta menos de un mes’. ‘¿No vas con ellos?’. ‘Qué va, entorpecería sus labores. Los recuerdos paralizarían todos mis sentidos, y, en lugar de serles útil, tendrían que atenderme a mí’. ‘¿Crees que yo encajaría en alguna?’. ‘¿Por qué no? Reúnes requisitos más que suficientes para hacerlo’. ‘No sé. Me preocupa mi posible reacción, el no poder controlar los impulsos después de lo que viví’. ‘Comprendo, pues precisamente para gestionar dicho sentimiento hay voluntarios que, ya en tierra firme, practican entre ellos, a veces sin el apoyo profesional de psicólogos, “técnicas de Ventilación Emocional”. ¿Lo conoces?’. ‘¿Qué es?’. ‘Consiste en expresar las emociones que oprimen, lo que uno ha visto y le ha marcado. Es una manera de canalizar hacia el exterior ese malestar que nos cierra el estómago en un puño’. ‘Cuando me decida seguro que lo necesitaré’. Oscureció de repente. Ni siquiera distinguían sus propias sombras, y empezaba a subir la marea. Dieron la vuelta y, como siempre que estaban juntos, les pareció que el mundo se detenía, que contenía la respiración para no contaminar sus reflexiones. El contador de una nueva experiencia para él había iniciado la cuenta atrás. Ella lo intuía, y por eso le tranquilizó: ‘Todo irá bien’.
          Gracias por acompañar a mi padre’. ‘A ti, porque con tus argumentos has contribuido a despejar mis dudas, haciendo que la decisión a tomar sea pan comido’. A la mañana siguiente, Ahmad Abu-Abbad e Ismael Ruiz partieron a bordo del Sin Muros. El capitán, tras darles la bienvenida, aclaró: ‘Nosotros no somos sus niñeras, han de cuidarse ustedes. Y, si las cosas se ponen jodidas, acatarán mis órdenes para evitar consecuencias mayores. ¿Estamos?’. ‘Sí, vamos, nos ha quedado cristalino’, −responde el madrileño con ironía−. ‘Mi compromiso es que lleguen sanos y salvos hasta la línea fronteriza de Oriente Próximo, punto de encuentro con la Media Luna Roja, que se encargará de llevarlos a Beirut. Pero si tengo que variar el rumbo por cualquier incidencia lo haré, aunque eso retrase su viaje’. ‘La organización nos ha explicado cómo funciona esto, lo entendemos y aceptamos las condiciones. Esté tranquilo que no causaremos ningún embolado’.
          Durísimas jornadas de trabajo inagotable traían a los hombres de cabeza desde la salida del sol hasta su puesta, en un sin parar revisando el material, reforzando los turnos de vigilancia y manteniendo asépticas las zonas comunes. Los turistas, llamados así por la tripulación, no abandonaban el camarote salvo para lo estrictamente necesario. Callados, reflexivos y cautos en las expresiones, medían las palabras para no alarmar al otro con conjeturas desmoralizadoras. Pero el sosiego dio un giro radical cuando un chirrido como de descarrilamiento los sacó del estado de levitación en el que se hallaban. El barco se había parado en seco. Subieron a cubierta. ‘¿Qué ocurre? ¿Por qué nos detenemos?’. Nadie contestó. Se acercaron al borde enfocando la vista en la dirección donde miraban los demás. Y fue entonces que, delante de sus narices, tenían las mismas imágenes que a menudo sacaban en los telediarios: desde un puñado de pateras a la deriva, entre cadáveres que no sobrevivieron a la travesía, unos náufragos pedían abatidos auxilio en semi silencio. Por las venas de los presentes corrió la vergüenza de formar parte de una sociedad que consiente deshumanizada, con discursos huecos, el genocidio de los contemporáneos convertidos en invisibles. ‘Jefe, ¿a qué coño espera? Vayamos rápido, puede salvarse alguno’, −dice el vigía, con un pie en la lancha…

6 comentarios:

  1. Mantener el pulso de una historia conmovedora y sacudir la conciencia de los lectores... Es un difícil reto q tu consigues en cada entrega. Gracias.

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  2. Tu estilo delicado y sujeto siempre a la realidad, nos descubre el mundo hostil de las diferencias. No dejes nunca de sacudirnos la conciencia.

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  3. Cuanta crudeza, realidad, hay en tus escritos.
    Cierto que las pinceladas de amistad, amor al fin, hacen más fácil de leer las entregas.
    Cómo siempre gracias por enriquecerme.

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  4. Gracias, por acercarnos a este gran problema nos metes dentro y nos haces vivirlo con gran emoción. Gran escritora!! Besos

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  5. Un domingo más en esta "montaña rusa" de emociones...
    Un lujo de descripción de acciones de personas sencillas que están cambiando el mundo poco a poco.
    Muchas gracias por este regalo, amiga. Besos.

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  6. Miguel Ángelfebrero 11, 2019

    Entre las descripciones de los contactos y las gestiones en tierra y las acciones directas en el mar, se encuentran perlas como "como siempre que estaban juntos, les pareció que el mundo se detenía, que contenía la respiración para no contaminar sus reflexiones". Seguimos la historia. Un beso, Mayte.

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