domingo, 27 de enero de 2019

Beirut, Puerta de Atocha

10.

El final de una tímida ráfaga de luz cayó de la bengala iluminando un pequeño perímetro alrededor del barco. La tripulación, exhausta y sin haber dormido nada en las últimas veintisiete horas, se resistía a dar por desaparecidos a los compañeros, pese a que esta posibilidad iba tomando cada vez más fuerza. Adrián sufría una lesión en la espalda, se veía obligado a permanecer lo más quieto posible. El cocinero lagrimeaba mientras preparaba arroz blanco enriquecido con champiñones de lata que todavía quedaban. Entretanto, la espera para las víctimas, que aguardaban ser vistas, era una partícula tóxica que se adentraba por los poros de la piel causando bastante daño. El capitán estaba a punto de ordenar que reanudaran la marcha cuando un vigía, desde lo alto del mástil, avistó dos bultos flotando a escasa distancia de popa, que bien podrían ser ellos. Rápidamente una riada de impaciencia corrió a lo largo de la eslora. Había que tomar decisiones, y la primera de todas sería activar el protocolo de salvamento y subirlos a bordo lo antes posible. Entre cuatro hombres sacaron al chico sin complicación, pero con Jasmin no fue lo mismo. El buzo realizó varias inmersiones hasta que la liberó de la cadena y los piñones de una bicicleta que presionaban su tobillo. Tres cuartos de hora después, ya en cubierta, con ropa seca y enrollados en sendas mantas térmicas, contaron cómo lucharon por sobrevivir, a pesar de los momentos de flaqueza pensando que llegaba su fin. Contactaron por radio con el patrón de un buque nodriza que regresaba a España procesando el pescado de otras embarcaciones. No fue necesario insistir, porque enseguida se ofrecieron a trasladar a Adrián hasta el puerto de Algeciras. Después, hasta Barcelona se haría cargo la organización. Los demás siguieron navegando con el propósito de llevar a cabo la misión para la que habían ido.
          Binta e Ismael llegaron a la tetería de Abul Khan cuando éste discutía con un proveedor por unos albaranes equivocados. Sin embargo, al verlos, los atendió personalmente. ‘Hola. Están en su casa, acomódense donde gusten. ¿Disfrutando del buen tiempo?’. ‘Pues sí, y del mejor té de toda la comarca’, −respondió ella−. ‘Con clientes como ustedes da gusto. Y mi viejo amigo, ¿dónde se ha quedado?’. ‘Con el nieto, han ido a la peluquería’. ‘Enseguida traen la bebida. Si necesitan cualquier cosa estoy ahí mismo’. ‘No se preocupe, gracias’. Varios minutos en silencio sirvieron para que la tarde transcurriera relajada, observando a la gente transitar cabizbaja por la calle, a clientes acodados en la soledad o en el vacío de una mesa desnuda, al bangladesí echando chispas con su interlocutor empeñado en meterle de más una caja de licor. Todo parecía tranquilo, embalsamado en la banda sonora formada con las diferentes lenguas que allí se entremezclaban, impregnando las paredes con proyectos y añoranzas, mientras que un candil rojo y amarillo prendía a lo lejos rompiendo la rutina de otra noche más. ‘¿Novedades del barco?’, −preguntó él−. ‘Nada nuevo. Pasó el peligro, pero casi perdemos a Jasmin’. ‘Explícate, por favor’. ‘Les cogió por sorpresa una fuerte tormenta y, en una sacudida que por poco no les hace volcar, el sanitario cayó y ella se tiró detrás, con tan mala suerte que quedó atrapada’. ‘Algo así entendí a Ahmad, aunque apena le oía, había mucho ruido. ¿Qué pasó?’. La chica prosiguió contando los hechos tal y como se los habían transmitido a ella: ‘Dicen que aquello parecía un enorme basurero’. ‘¿Sabes que “microplástico” ha sido elegida palabra del año?’. ‘No, ni idea. Asistimos a la lenta agonía de los océanos, que también es la nuestra’. Entiendo, somos unos irresponsables’. ‘Digamos que para algunos cargarse el ecosistema marino carece de importancia’. ‘Igual ocurre con el terrestre’. ‘Claro, figúrate la cantidad de intereses económicos que rodean el engranaje que mueve la industria: resulta más fácil verter sin control los residuos sobrantes, que canalizar su reciclaje o su adecuada eliminación’. ‘Perdón si interrumpo, les invito a esta ronda’. ‘Muy agradecidos’, −contestan ambos−. ‘Ayer recibí noticias de mi sobrino −interviene el tabernero−. Hace semanas que salió de Bangladesh con intención de cruzar India, Pakistán y, bordeando Irán, llegar hasta Bagdad, donde un contacto le facilitará el camino vía Túnez. Ustedes, que están muy bien informados, díganme: ¿creen que conseguirá llegar a Catalunya? Este local lo frecuentan muchas personas que expresan su opinión en voz alta, y se rumorea que cada vez hay más devoluciones en caliente. Es un buen muchacho: trabajador, respetuoso con la familia y muy espabilado, merece alcanzar los sueños que se haya propuesto.Respecto a la pregunta, nadie en su sano juicio se atrevería a predecir lo que ocurrirá. Tenga en cuenta que es un periplo peligroso, y que canallas surgen en todos los sitios. No obstante, si otros lo hemos logrado, ¿por qué él va a ser menos? Esperemos que no se recrudezcan las leyes −prosigue la senegalesa−. En cualquiera de los casos, por aquí se entra al viejo continente, a esta Europa sedienta de mano de obra. Hay una investigadora del CSIC que mantiene la siguiente teoría: “Se van más de los que finalmente se quedan”. Por tanto, se desmorona el mensaje distorsionado de que toda África viene a la península a vivir del cuento. No es cierto que queramos tratos de favor, porque no somos el lobo que se adueña de los servicios públicos, ni nuestros hijos unos apestados que expulsan a los nativos del colegio público. Convendría talar determinados clichés que nos encasillan como pordioseros, y comprender también que muchos refugiados traen la experiencia del trabajo desarrollado en su país de origen y una preparación académica’. ‘Me ha emocionado, querida’. ‘Ande, ande. No me sea zalamero. Y no se inquiete, si vuelve a saber algo del joven, dígamelo y buscaremos la manera de traerlo hasta usted’. El resto de la jornada, Abul Khan la pasó con los párpados empapados y el corazón encogido.
          ¿A cuántas millas estamos?’. ‘A trescientas de nuestro objetivo, y a unas doscientas cincuenta de Turquía, capitán’, −respondió el piloto−. ‘Pues cambia el rumbo, nos vamos a Lesbos. Hay localizados naufragios, y solicitan la ayuda de las ONG próximas a la zona. La Guardia Costera griega participa también en las labores de rescate’. ‘¿Y no se lo comunicamos a Binta, para que esté al tanto?’, −propone Jasmin−. ‘Desde luego, ¿lo quieres hacer tú?’. ‘Claro’. ‘¿Y podrás encargarte de los heridos? ¿Te sientes con fuerzas?’. ‘¿Acaso no lo ves?’. ¿Sí, pero quizá sea precipitado tras el accidente?’. ‘¿Qué…? No, no te preocupes, de verdad. Vayamos cuanto antes, salvar vidas es lo que importa realmente’. ‘Óyeme, a la mínima que notes cualquier molestia nos lo dices y te sustituimos, ¿de acuerdo? Ocupad cada uno vuestros puestos. Mucha precaución, os quiero a todos de vuelta’. Avanzaban lo más deprisa posible, manejando informaciones contradictorias que iban, desde la tragedia más grande en la historia de la isla, a asegurar que, como mucho, serían veinte o treinta las personas que esperaban ser auxiliadas. Entonces comenzaron a llegar por satélite imágenes de la realidad, planos sobrecogedores que dejaron consternados a los tripulantes del Sin Muros. Impotentes y avergonzados, porque más de doscientos migrantes, repartidos en tres pateras, yacían formando una amplia mancha que, vista desde el aire, bien podría confundirse con un rompiente desestructurado del litoral. Hundidos y tristes, y dejando que llevaran a cabo las labores de retirada de cadáveres quienes tenían mayores medios que ellos, viraron a babor con la bilis revuelta.
          El bebé de Kesia crecía contento y colmado de mimos. Sentado en el suelo y rodeado de juguetes, gritaba con gran potencia para llamar la atención de su madre, concentrada en el guiso de olor apetecible que bullía en la cazuela. Ismael era de buen comer. Le gustaba todo y siempre agradecía la generosidad de quien elaboraba los platos. Un día, antes de iniciar la faena doméstica, encontró en la encimera un cuaderno de pliego grande con una nota en francés: “para llenarlo de historias”. Y exactamente eso fue haciendo cada vez que iba al parque, o a la plaza, a la hora de la siesta hoja a hoja, sin borrones, con técnica perfeccionista y exquisita sensibilidad, perfilaba los pequeños detalles de la obra que tenía entre manos, protagonizada por la silueta de una mujer, con rasgos similares a los suyos, que la esperaba al otro lado de la frontera, y pegada a ella una flecha señalando en dirección a La Cantina de los Refugiados, en el barrio de Wilhelmsburg, de Hamburgo. También había un andén cubierto por la niebla, y su autorretrato frente al tren que partía y que nunca cogió. Por primera vez en la vida supo que estaba en el sitio idóneo, donde iba a plantar sus raíces formando parte de la Ciudad Condal, de los amigos que le daban cobijo, del paisaje incierto de cuanto esté por venir. Quería residir ahí, y hacerlo por su hijo, por el futuro, el clima, el carácter alegre, el compromiso, la lealtad, el agradecimiento, el arte... Se sentía caminar sin ropajes que acorazan, con monedas en los bolsillos y, sobre todo, libre de miedo en las entrañas. Le contó a Binta la decisión que había tomado. ‘Me alegro tanto. Te encontraremos un trabajo mejor’. ‘El señor Ismael es bueno con nosotros’. ‘Lo sé, pero estás capacitada para más. ¿Abrimos una botella de cava para celebrarlo?’. ‘No estoy acostumbrada a beber’. ‘Bueno, la ocasión lo requiere’. El comedor se llenó de sosiego con sus risas, con los cuchicheos de tal y cual vecino. Pero, fundamentalmente de empatía, brindis y apoyo mutuo.
          Regresaban del hospital de visitar a Adrián. La recuperación iba más lenta y complicada de lo deseado. Y, aunque él no perdía el optimismo ni su buen humor, tenía momentos bajos. El primero en entrar en la casa fue el niño, seguido de Jasmin. Extrañada de que estuviera todo apagado, a excepción de la tenue bombilla del pasillo, llamó a su padre. Nadie contestó. El auricular del teléfono reposaba en el borde del sillón. Antes de colocarlo vio que la comunicación no se había interrumpido. ‘Hola. Oiga. Hello, −en pantalla aparecía el prefijo de Beirut−. Papá, ¿quién era? ¿Qué te pasa? ¿Por qué no me contestas?’. Ahmad Abu-Abbad no los oyó entrar, y permaneció tendido sobre la alfombra de oración. Rezaba y se llevaba la mano al pecho. Cuando se levantó vieron que tenía los ojos encendidos y la cara desencajada…

6 comentarios:

  1. También ecología, microplástico, cuidado del planeta. El pequeño camina, un cuaderno para historias, los corazones contraídos por la empatía, el sufrimiento del otro. Tanta buena gente, miedo y amor.

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  2. Este texto me lleva directamente a reflexionar sobre muchas cosas que pasan desapercibidas: la empatía, la comunicación, arriesgarse por la
    defensa de los ideales... Gracias, un millón de gracias.

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  3. Sin palabras!, no tengo palabras para expresar la emoción que me produce leer tu relato. Cuánta sensibilidad para contar temas que, por desgracia, están tan de actualidad. Besos

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  4. Describes los hechos de tal manera que, aún siendo noticia diaria en las tv, urgan en mi conciencia haciéndome ver mejor la situación de emergencia que se vive en el Mediterráneo.
    Cúando se nos caerá la venda?

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  5. Miguel Ángelenero 27, 2019

    También tratando de desmontar tópicos intoxicadores, como el de la invasión africana, adquiriendo privilegios sobre los nativos. Seguimos la historia. Un beso, Mayte.

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  6. Mi admiración por el relato no tiene límites. Me emociona y agita los sentimientos desde el primer día y cada vez más. Y es precísamente lo que busco, escritora. Gracias, muchas gracias por hacerlo posible.

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