domingo, 9 de diciembre de 2018

Beirut, Puerta de Atocha

7.

Por delante del cafetín de Abul Khan se pasea la vida en todas sus expresiones. Civiles mediocres, que miran por encima del hombro creyéndose imprescindibles, e invisibles, que rozan el umbral de la pobreza con el cráter cada vez más dilatado, irrumpen en este rincón de la ciudad formando parte de los contrastes que no pasan desapercibidos. En una mesa apartada del bullicio, Adrián aguarda la llegada de un conocido con quien colaboró en la Media Luna Roja, y que en la actualidad recorre el mundo tomando nota de las necesidades personales y colectivas de los refugiados, y velando por los intereses y por la seguridad de cada uno. Todo ello a la espera de que se regule y garantice algo tan sencillo como el acceso a los servicios básicos. Visita también los centros de acogida, la mayoría desbordados por la avalancha de personas que acuden anémicas y en pésimo estado de higiene. El viaje del voluntario coincide con la celebración en Marruecos, en menos de dos meses, de la Cumbre sobre el Pacto Mundial por los Derechos de las Migraciones, donde se hará oficial el documento aprobado en la sede de Naciones Unidas. Un texto que por desgracia deja varios puntos a la libre interpretación de cada país, lo que, sin duda alguna, es preocupante y reactiva la desigualdad. ‘¿Echas de menos estar en primera línea de fuego?’. ‘No, acabé muy quemado. Cuando os vinisteis de Beirut las cosas cambiaron muchísimo, se abrió una etapa desagradable de acoso y persecución a activistas con principios sólidos y claros objetivos: defender las libertades de todo individuo dentro y fuera del Líbano’. ‘Entonces, ¿dónde acabó el esperanzador proyecto que empezaba a cuajar?’. ‘A veces ocurre que el dinero asoma el hocico y jode las buenas intenciones’. ‘Bueno, no siempre, ¡eh! Hay quién está muy comprometido y no se deja tentar por la pasta’. ‘Fíjate, de haberse consolidado la idea en la que Jasmin y tú participasteis, ahora estaríamos hablando de la mayor ONG creada desde Oriente Próximo para dar solución a los problemas de nuestra gente’. ‘No es fácil levantar una empresa de la nada y que los participantes remen en una misma dirección’. Adrián continuó narrando el episodio vivido en la última travesía con el compañero, quien, por pura avaricia, puso en peligro tanto a la tripulación como a los náufragos. ‘¿Más té?, −preguntó el tabernero poniendo en la bandeja los vasos vacíos−. ‘No, gracias. ¿Comemos juntos antes de partir para Nairobi?’. ‘Sí, por supuesto, y con la familia’. ‘¿Cómo está tu suegro?’. ‘Ahí va. Desde que murió su mujer no es el mismo…’. ‘Lo entiendo’. ‘¿Algo concreto en Kenia?’. Voy al suburbio de Kibera, para ver el programa “Talking box” que han implantado en los colegios de allí: es un buzón donde las niñas cuentan, de manera anónima y por medio de cartas, si son maltratadas, violadas…, y la que quiere incluye detalles para localizarla’. ‘Interesante’. ‘Ya lo creo. Es obra de Jane Anyango, fundadora de Polycom Development Proyect. Quiero conocer a fondo la idea para llevarla a otros sitios marginales. ¿Por qué no te animas y vienes conmigo, como en los viejos tiempos?’. ‘No puedo, tengo obligaciones que atender, quizá en otra ocasión’. ‘Seguro’. 
          Aunque Kesia se acostumbró pronto a los laberintos de la metrópoli y se desenvolvía muy bien, prefería moverse por el reducido espacio de las cuatro tiendas que ya conocía de sobra. Pero una vez terminada la jornada laboral cambiaba de escenario. Cogía al bebé, un biberón con leche y otro con agua, algunos sándwiches y esperaba el ocaso sentada en el Puerto Viejo de Barcelona, cerca del centro comercial Maremagnum. Una noche que Ismael no encontraba el abrelatas donde pensó que lo había dejado, descubrió en un cajón unas hojas de papel arrugadas y manchadas de harina. Eran unos dibujos maravillosos con pescadores, niños corriendo tras una pelota, una mujer pensativa acodada en la barandilla de un mirador y un grupo de abuelos contándose sus batallas. Sin embargo, todos tenían el mismo punto de unión: la supremacía de la mar plasmada con violencia. ‘Dime qué te parece esto’, −dirigiéndose a Ahmad Abu-Abbad−. ‘Una obra de arte. ¿De dónde los has sacado?’. ‘Tengo una artista de incógnito metida en casa’. ‘¿Alguien que ha venido de Madrid?’. ‘No, de África’. ‘No me digas que son de…’, −corta la frase−. ‘¿De quién si no? No sé qué hacer, macho, si decirle algo o no’. ‘Pero si es estupendo. Oye, aquí hay muchísimo talento’. ‘Ya lo creo, y pensar que está lavando calzoncillos y limpiando cristales’. ‘Necesita el trabajo, ya sabes cuáles son sus planes’. ‘Sí, pero tal vez… Ay, coño, no me hagas caso’. ‘De todas formas coméntaselo a mis hijos, a ver qué opinan. Pero vamos que, si fuera por mí, la metía en la escuela para mejorar la técnica’. ‘Eso mismo pienso yo. ¿Te quedas a ver el partido?’. ‘Qué va, ya tenía que estar en la mezquita’. ‘Bueno, entonces vente mañana y vamos al cine’. ‘Perfecto, pero no saques entradas para ver una de miedo, sabes que me acongojan’. ‘¡Qué blando eres, beirutí!’. Rieron hasta dolerles las mandíbulas.
          Una vez solo, metió la cena en el microondas, descorchó una botella de vino, se sirvió media copa y, rebuscando por la cocina, halló más bocetos en el cubo de la basura. La sorpresa mayor se la llevó con un autorretrato suyo junto a murallas, monumentos y torreones suspendidos en diversas alturas, terrenos pantanosos, minúsculos detalles restaurados a la perfección, árboles generosos que cobijan y rostros impersonales en relieve. Se quedó pasmado, sin movimiento, ni siquiera cuando el reloj temporizador avisó de que la lasaña estaba lista. Por una parte, le sabía mal haberse inmiscuido en el espacio privado de la mujer, pero, habiéndolo hecho, podrían mejorar muchas cosas para ella. Se sobresaltó con la llamada de una videoconferencia. ‘¡No fastidies!, les dije que iba a quedarme algún tiempo por aquí, no tengo ninguna gana de volver a Madrid. −Hablaba con un jefe del departamento−. Bueno, pues diles que me llamen y yo les explico. Eso que me cuentas es de una empresa de transporte por carretera que empieza a funcionar en pocos meses, y lo único que falta es montar el aparato de promoción. Pero si revisas bien el expediente verás que está todo ultimado para arrancar con la campaña en cuanto nos digan. No te preocupes, déjalo en mis manos. De verdad que no lo sé, estoy a gusto con esta gente. Es como si de repente tuviera muy claro cuál es mi sitio…’.
          “El exilio no es un guion perfectamente estructurado que se sigue sin parpadear de principio a fin, sino el desgarro de la carne que recubría el esqueleto para no pasar frío”. Esa frase demoledora figuraba escrita en una cerámica que Binta tenía detrás de ella colgada en la pared. Cuando el equipo del barco Sin Muros se encontraba en tierra, la oficina carecía de horarios. Lo mismo se atendía a las tres de la tarde a alguien que buscaba consejo legal que se quedaban de palique hasta las tantas con los más jóvenes, porque no hallaban el momento de volver al albergue como hacían tantos sin techo. ‘Hola, Ismael. Adrián y Jasmin no han llegado. ¿Puedo ayudarle en algo o prefiere esperar? Uy, perdóneme. ¡Qué despiste el mío, no le había visto!’, −se disculpa con Ahmad Abu-Abbad−. ‘En realidad queremos hablar contigo’. −responde éste−. ‘Ustedes dirán’. ‘No te precipites, tómate tu tiempo y dinos lo que piensas y qué sugieres que hagamos con todo esto, −sacan de la bolsa un puñado de dibujos y le explican lo que pasa−. ‘Nosotros estaríamos dispuestos a colaborar en lo que hiciera falta para ayudarla, pero queremos saber tu opinión, por eso hemos venido cuando aún no hay nadie’. La intuición, que nunca le fallaba, se inclinaba por tratar el asunto con suma delicadeza y controlar el frenesí de los hombres. ‘Es fundamental, y lo digo por experiencia, que se confíe, eso le dará seguridad. Todavía se siente muy vulnerable. Su comportamiento en casa sigue siendo extraño. Piensen que, de alguna manera, y por raro que parezca, a pesar de no tener casi nada, ha sido arrancada de su zona de confort emocional. Todo asusta. El azul del cielo no es el mismo en este continente, como tampoco el color de la piel ni la lengua de quienes te rodean, pero si no quieres morir te tienes que adaptar a sus normas, a un método de supervivencia muy encasillado, a la dependencia de objetos que sobran en la aldea y aquí utilizas… Lo más duro es cuando, poco a poco, interiorizas la inferioridad que como raza te restriegan a la hora de desempeñar un trabajo, habitar una vivienda o recetarte un analgésico’. −Escuchaban avergonzados las palabras de la senegalesa−. ‘Me has conmovido. ¡Cuánto queda por aprender! Entiendo que debe seguir creciendo como artista’. ‘Eso es, el poso ha de asentarse en el fondo de la taza’, −puntualizó ella−. ‘¿Y tu opinión?’. ‘Pues que estoy de acuerdo con vosotros, y que me comeré esta chocolatina antes de que venga la jueza’. ‘Como se entere su hija que la llama así vamos a tener un disgusto’, −risas−. ‘¡Qué cabronazo! Eres único, compañero’. ‘No hagan nada, por favor. En todo caso, dejen que lo piense y hable con los responsables de la ONG. Casi es mejor que sean ellos quienes decidan y marquen las pautas a seguir. ¿No les parece?’. ‘Vale. ¿Puedo hacerte una pregunta?’, −dijo el madrileño−. ‘Adelante’. ‘¿Tú también sufriste xenofobia?’. ‘Tuve muchísima suerte de acabar donde estoy, quizá mi caso no se ajusta a los patrones, pero el principio fue…’.
          En el silencio de la noche, y agudizando bastante el oído, Binta escuchaba el ir y venir en el puerto: Gente zarpando hacia la negrura del horizonte, policías haciendo la ronda rutinaria, predicadores que anuncian la llegada del fin del mundo, y todas las maldiciones imaginables que, contra la humanidad, bocea el esquizofrénico del barrio. Aunque la casa estaba en penumbras, tanteó con la vista la superficie de la mesa observando un plato con pan migado y el tazón con azúcar que Kesia dejaba preparado para no entretenerse a la mañana siguiente. Agotada, se quedó dormida. Imágenes de viejas torturas, violentas y borrosas, agitaban su cuerpo inerte tendido en la cama. Una sombra desfigurada la perseguía por su pueblo pesquero de Guet NDar. Entre rejas, esclavizados, sus familiares no podían socorrerla. Sudaba a chorros. Se alejaba y se alejaba cada vez más de ellos, pero tenía que correr, y hacerlo con precaución, no fuera a caer en uno de los calderos donde las mujeres en la playa ahumaban y secaban el pescado. Sólo la trajo de vuelta el llanto del niño. Desvelada, conectó el portátil y vio que tenía un correo electrónico de su hermano: “Ha pasado una desgracia, tienes que volver…”.

6 comentarios:

  1. La historia de Kesia me deja ¡...!.
    El olor del puerto, Barcelona, los calderos de las mujeres. Que se sienta más segura en la nada de su zona de confort.
    El cambio de mentalidad, de ser xenófobo... a ahora saber que su vida está ahí.

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  2. La realidad bien escrita parece menos cruel pero es igual de dura. Has adquirido un estilo propio con esta historia que supera, en mucho, las anteriores. Me encantan tus retos. Adelante.

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  3. Miguel Ángeldiciembre 10, 2018

    Cada vez que veo los telediarios, con las noticias sobre los inmigrantes del Mediterráneo, pienso en esta historia. Parece que has navegado en alguno de los barcos de rescate. Lo que siento es que me parece que la situación, como algunas otras, no va a mejor. Un beso.

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  4. Totalmente de acuerdo con Elvira, lo que nos estás regalando no son post, pueden ser perfectamente capítulos de una novela, basada en hechos reales, pero escrita con unos fundamentos y conocimientos merecedores de más difusión que la que pueda otorgar un blog, por mucha calidad que éste tenga.

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  5. Al hilo de lo que dice Nortxu, y dado que comparto totalmente lo que dice, he tomado como tarea dar a conocer el blog entre mi entorno afectivo. ¡Qué menos para dar a conocer a este "peazo" de escritora!

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  6. Como comenta nortxu, bien pueden ser capítulos de una novela, a la que tú imprimes visos de realidad.
    Abrazos desde Málaga

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