domingo, 17 de abril de 2016

Una copa de vino en media cáscara de nuez


A Maite Pisonero, 
que va a ganar la Media Maratón 
más importante de toda su vida.


Estrella, su enfermera en el Centro de Salud Puente Alto, mientras actualizaba los datos de peso, azúcar y tensión en su historial médico, dijo: ‘Fernando, te tienes que animar un poco, hombre. Y distraerte. ¿Por qué no te acercas alguna vez por el hogar de mayores que hay en la Cuesta de la Aceitera? Allí te echarías amigos con los que jugar a las cartas, al dominó. Hay actividades, baile, excursiones, manualidades, teatro… No sé, algo que te arranque de la soledad. Ya sé que cuesta mucho dar el primer paso, pero todo es proponérselo. Mira mis padres, antes se tiraban toda la tarde dormitando delante de la televisión, y ahora no paran en casa, tienen una vida social que no veas…’. El hombre se quedó mirándola fijamente y en silencio. Le costaba un poco procesar las palabras de aquella rubia guapísima que tanto le recordaba a una actriz de Hollywood. Quizá llevaba razón y tenía que replantearse la posibilidad de sacar la cabeza del agujero que él mismo había cavado, pero no tenía ganas de iniciar una conversación sin un fin determinado. Así que optó por hacer lo más fácil: ‘Me lo pensaré, Estrellita. Me lo pensaré…’. Se levantó, la besó en la frente, y salió al pasillo con andares lentos y la mirada oculta tras su gafa.
          Fernando llegó al pueblo a finales de los años ochenta procedente de Argentina donde había estado exiliado. Compró la casa del antiguo maestro al que vino a sustituir y, aunque siempre guardó distancia con los lugareños, se adaptó a sus costumbres manteniendo un comportamiento respetuoso y correcto con todo el mundo. A lo largo del tiempo fue víctima de todo tipo de habladurías: unas le llegaban directamente, otras se cocían y engordaban a su espalda, pero jamás dio muestras de reproche. Al poco de incorporarse a la escuela, introdujo en la clase algunos cambios: llevaba a los niños al campo, organizaba excursiones para visitar el Museo Provincial de Salamanca, les hablaba de cine, de literatura, de fútbol, y de política, cuando se le calentaba la lengua. La vivienda era muy grande para él solo, de manera que la zona pegada a la cocina, que comprendía dos amplias habitaciones −dormitorio y sala de lectura y relajo− y un cuarto de aseo completo, todo con acceso al patio interior, la hizo privada y acogedora. El resto, como el doble de su parte, mandó que lo dejaran diáfano. Consiguió mesas y sillas de enea de segunda mano, las colocó y ofreció el espacio a los niños para que fueran allí a hacer los deberes. Al cabo de los meses, y gracias a donaciones que le llegaban de Madrid y de Barcelona, vistió las paredes con libros en estanterías rústicas. Con el tiempo, el descenso de la natalidad fue dejando vacía aquella estancia, llegando a provocar la clausura de la escuela. Tenía la opción de desplazarse cada mañana a otro colegio público en Salamanca. Entonces, echó cuentas, y decidió jubilarse. A partir de ese momento los paisanos decían verle triste y apagado. Y, a pesar de que Fernando nunca se consideró una persona abatida, la vejez y la soledad, ciertamente, eran malas compañeras de viaje. Por eso tomaría las palabras alentadoras de Estrella como una membrana que se rompería para dejar pasar la luz…
          Sacó la ropa de la lavadora y se puso a tenderla: primero las prendas grandes, después lo intermedio y por último lo menudo. Todo bien estirado para planchar después lo menos posible. Antes de volver al interior de la casa comprobó que no llovería para continuar adelante con sus planes: Se afeitó, cambió de pantalones y de jersey y buscó el bastón que dejaba siempre apoyado en el banco, debajo del techado del merendero. Aunque por allí apenas había tráfico, miró a un lado y al otro de la calle. Descendió despacio por la cuesta hasta salir a la Plaza de la Libertad, donde saludó a los vecinos sentados alrededor de la Fuente Gorda, y se paró con otro para darle la enhorabuena por el biznieto que había nacido dos días antes. El olor a pan recién hecho que salía del Horno de las Tres Viudas −la madre e hijas que lo regentaban lo estaban− te reconciliaba con la vida. Al Hogar de Mayores, situado en dependencias anexas al Ayuntamiento, se accedía por un amplio vestíbulo presidido por la escultura de Casto Prieto Carrasco, quien fue médico, catedrático universitario y primer alcalde de Salamanca elegido democráticamente durante la II República, desde diciembre de 1931 hasta que fue destituido en octubre de 1934. A la derecha tenían la sala de juegos y manualidades, el salón de baile, y la zona reservada a peluquería junto a una pequeña habitación donde el podólogo tenía instalada su consulta. A la izquierda, con vistas a la calle, el bar-comedor, con clientes desde primera hora de la mañana.
          Fernando no tenía intención alguna de formar parte de aquello, solo fue a comprobar con sus propios ojos cómo era el lugar, qué hacían dentro y cuánto de verdad había en las afirmaciones de Estrella al decir que allí le arrancarían de la soledad. Sin embargo, tuvo la sensación de presenciar un escenario cuyo horizonte quedaba constituido por un grupo de mujeres y hombres que, cruzados de brazos, se sentaban a esperar la muerte mientras la vida pasaba por delante de su tristeza. En cualquiera de los casos, y por no echar el viaje en balde, decidió consumir un botellín de cerveza. Cogió un periódico del expositor y eligió el lugar que le pareció más tranquilo y apartado de las ventanas. Quería leer las crónicas del partido de la noche anterior. El Barça, su equipo, había goleado la portería contraria y tenía curiosidad por saber lo que opinaban sus detractores, pero un titular desvió el rumbo de su interés. Un malagueño de treinta y cinco años da la vuelta al mundo a pie, acompañado de su carro trekking. Fernando quedó maravillado por las experiencias que contaba en la entrevista. Por ejemplo, cuando descubrió la inmensidad de estrellas concentradas en el cielo de Atacama, el desierto de Chile, o cuando sufrió un atraco en los Barracones, en el peligroso barrio de Callao, en Perú. Llamaba la atención la pasión desbordada en sus palabras afirmando que aprender a añadir gustos y texturas distintas al paladar habían hecho de él un hombre con menos pegas y prejuicios, tanto que pensaba incorporar a sus menús caseros el tajín de cordero iraní −guiso de carne y verduras−, las baklavas turcas −pastel elaborado con frutos secos y kaymak, una especie de lácteo− y el jugo de mamey americano… Sabía que no estaba bien lo que iba a hacer, pero, en un descuido del camarero que limpiaba y recogía consumiciones vacías de las mesas, arrancó la hoja del diario y se la metió en el bolsillo. Echó un último vistazo a las personas que se encontraban en la galería central, comprobando que no se habían movido un ápice, ni cambiado la expresión de sus caras, como si todo quedara dentro de un cuadro de realidad desvaída…
          Pocos metros antes de doblar la esquina de su calle, apretó el paso porque se iba orinando. Sin embargo, tuvo tiempo suficiente de llegar y levantar la tapa del váter. Había perdido la noción de las horas y caía la tarde. Sin apetito ya para comer el plato de legumbre cocinado el día anterior, cortó unas cuñas de queso, cogió una lata de cerveza, su desgastada chaqueta de punto de ochos y se sentó en el porche con el recorte de periódico sobre las piernas. El coraje del joven andaluz despertó sus recuerdos, las cosas conseguidas a lo largo de la vida, la emoción impagable de sentirse libre en todo momento, sin ataduras, pero con responsabilidades. Las metas alcanzadas, la intensidad en el amor, la constancia en el trabajo, la necesidad de aprender, de estudiar y de mantenerse fiel a los ideales que guiaron siempre su corazón por la acera de la izquierda… En definitiva: crecer, superar obstáculos y disfrutar a su manera.
          Se levantó una brisa suave que iba en aumento. Lo sensato hubiese sido meterse dentro y echarse por encima algo de más abrigo. No se movió hasta pasadas varias horas. Quería disfrutar de la Luna llena que aparecía por el horizonte, de las estrellas, las suyas, las conocidas, que, aunque no brillaran con tanta intensidad como las vistas por el malagueño en el otro extremo del planeta, irradiaban una belleza inconmensurable. Al filo de las dos de la madrugada, la luz de la cocina en casa de Fernando seguía encendida. Partió algunas nueces, rebuscó por los cajones hasta encontrar el sacacorchos para abrir una botella de vino y, según mantenía el caldo en la boca para apreciarlo, pensó que, a pesar de todos los avatares incorporados a la vida, de los sustos que a veces ésta nos da, del camino no siempre fácil, con sus metas que parecen lejanas pero conseguibles, estaba orgulloso del desarrollo de la suya. Quedaba mucho viaje por delante, placeres, oportunidades, sueños, y la suerte de seguir disfrutando de todos y cada uno de los amaneceres que le esperaban. La caricia dulce que impregnó su paladar al masticar una ciruela pasa le ayudó a conciliar el sueño. A la mañana siguiente le aguardaba una larga jornada en la que pensaba poner orden en muchas cosas.

8 comentarios:

  1. Maite l. Pisoneroabril 17, 2016

    Precioso relato y perfecto en su estructura, tan tuyo en los detalles.... Gracias, amiga. Te quiero (y me voy a correr q hoy toca carrera)

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  2. Preciosísimo! 👏👏👏

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  3. No es de extrañar que Maite Pisonero diga que te quiere, se nota que lo has escrito con muchísimo cariño. Oye, nena, yo también te quiero aunque no me escribas. Jejeje.

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  4. Qué fácil es admirarte y quererte. Cómo emocionas y no solo con el fondo. Qué manera de contar tan hermosa. Qué bien escribes. Qué bella eres, Mayte.

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  5. Magnífica frase: " Sin embargo, tuvo la sensación de presenciar un escenario cuyo horizonte quedaba constituido por un grupo de mujeres y hombres que, cruzados de brazos, se sentaban a esperar la muerte mientras la vida pasaba por delante de su tristeza."
    Lourdes

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  6. Miguel Ángelabril 18, 2016

    En cualquier circunstancia hay que buscar el lado positivo. Siempre lo hay.
    A mi compañera "comentarista" Maite Pisonero: yo, con otros 10.000, también he estado en la carrera de ayer domingo en Madrid.
    Un abrazo.

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  7. "Sin apetito ya para comer el plato de legumbre cocinado el día anterior, cortó unas cuñas de queso, cogió una lata de cerveza, su desgastada chaqueta de punto de ochos y se sentó en el porche con el recorte de periódico sobre las piernas"
    Tus letras transmiten con intensidad lo que relatas, haciendo que el lector se sumerja de lleno en tu escrito.
    Un abrazo

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  8. Jesús Aguilarabril 19, 2016

    Cuando he leído esta historia, me he transportado enseguida al western. Me parece que tiene todos los elementos del mismo. Un hombre solitario, el regreso de un lugar lejano, el guardar las distancias, las habladurías (leyendas) sobre el hombre enigmático y no adaptado a los usos corrientes. Cuando decide probar en el Hogar de Mayores y describes su acercamiento a la ciudad me ha dado la sensación de ser un hombre observado, todos mirando al forastero.
    Tu lenguaje es acogedor y delicado para relatar de qué madera están hechos los héroes de lo cotidiano.
    Por último redondeas la sensación de western con la escena final, sentado en el porche de la casa mirando el horizonte, el qué este tipo de personajes necesita, un espacio abierto para seguir viaje.

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