domingo, 8 de mayo de 2016

Mrs. Allison Dylan

Durante poco más de un año estuvimos rehabilitando un bloque de viviendas en la calle Cedaceros. Yo era el encargado de la obra −y casi el único responsable, ya que nunca apareció por allí alguien de rango superior−. Conmigo trabajaba una cuadrilla de buenos profesionales: dos rumanos, cinco guineanos, un puertorriqueño, tres moldavos y un gallego de Pontevedra que cada dos por tres enfundaba en su bolsillo trasero un bocadillo de chorizo al que daba grandes bocados. Hombres a los que la crisis había obligado a emigrar dejando tras de sí hogares rotos a la espera de volver a reunirse. La diferencia de idiomas complicaba mucho la relación entre ellos, salvo el pontevedrés que parecía entenderse bien con todos. En cualquier caso, lo verdaderamente importante era que no surgieran roces ni problemas personales o laborales, que los materiales fueran de calidad y llegaran a tiempo, que el frío o las altas temperaturas nos dieran tregua para faenar cuando tocaran exteriores y que concluyéramos en la fecha comprometida. Al margen de eso, lo tocante a gustos, ideologías, creencias, etnias, inclinaciones sexuales y demás aspectos de la vida privada, me la traían floja. Nuestra jornada era larga, extendiéndose desde las ocho de la mañana hasta las seis y media de la tarde −excepto los viernes, que solo estábamos hasta la una−, con descanso de dos horas repartidas como quisiéramos. Después del almuerzo me gustaba salir un rato a despejarme, tomar café en contacto con otra gente y cumplir el ritual de fumar un puro. El gallego se quedaba al timón, canturreando coplas de amores imposibles, melodías que alternaba devorando un paquete de galletas con olor a vainilla…
          Así que dirigía mis pasos hacia el restaurante Vips que hay dentro del edificio Plaza –el que aloja al gran Hotel Palace-, en la plaza de Cánovas del Castillo, donde la conocida estatua de Neptuno. A las pocas semanas de ir todos los días allí, entablé conversación con Briseida −nombre de origen griego que significa ‘mujer culta’−, la camarera que me servía un café acompañado siempre de un vaso de agua con hielo. Era una persona simpática y muy preparada intelectualmente y enseguida intercambiamos información. Me contó que su primer día de trabajo ahí la comían los nervios, pensando que por la antigua cervecería del Palace ‘La Brassierie’, situada en los bajos del edificio, habían pasado entre otros Dalí, Lorca y Buñuel. Que en las lujosas habitaciones del hotel, Mata-Hari, la famosa espía de origen holandés, se había acostado con lo más granado de su época. Y, ya más cercano a nosotros, la histórica foto de González y Guerra asomados a la famosa ventana… Gracias a la confianza que fuimos adquiriendo me hablaba también de sus clientes habituales…
          Natural de Polperro, en la costa sur de Cornualles, en Inglaterra, y viviendo en Madrid desde que se jubiló de su empleo de profesora de literatura inglesa en un colegio de Londres, Mrs. Allison Dylan llegaba todos los días en taxi para comer en el Restaurante Vips Neptuno. Sentada en la otra fila de mesas, separadas de la mía por el pasillo central, Briseida le servía una pinta de cerveza lager y un sándwich con pollo, beicon ahumado, queso, tomate y lechuga. Cuando le pregunté en una ocasión por la peculiar mujer, me dijo que había enviudado justo antes de decidir aumentar la familia, con lo que esa idea se quedó en proyecto. Y que, a pesar de haber mantenido posteriormente dos largas relaciones, no consiguió tener hijos. Allison era bajita y menuda, octogenaria y desdentada, despistada y misteriosa, limpia y desaliñada… El pelo blanco por encima de los hombros, la piel de la cara cubierta de arrugas, las manos huesudas, la timidez colocada siempre como muro de contención y un pronto de mala leche que parece decir ‘ni te acerques’ resumían la apariencia de una persona con mucho fondo…
          La cortina del otoño en la gama de colores tierra se nos echaba encima, y el turismo de invierno con gente y lenguas de otros países poblaba nuestras plazas, parques y avenidas. Alrededor del Congreso de los Diputados se intensificaba el tránsito peatonal por la curiosidad de encontrarse con sus señorías a la salida de las Cortes. Esto, positivo para la ciudad en lo económico, significaba que, a nosotros, la clientela diaria que engordábamos la caja de los establecimientos, nos costase gran trabajo encontrar mesa libre incluso en las terrazas de la calle. Una de esas veces, Briseida me pidió que esperara un momento a ver dónde podía colocarme. Me hizo una seña y fui hacia ella. Mrs. Allison Dylan accedió a compartir espacio conmigo. Se lo agradecí a ambas y me sorprendió muchísimo lo bien que hablaba en castellano. Insistí en invitarla a una pinta y, aunque muy alejado de mis costumbres, tomé otra. Me preguntó a qué me dedicaba y se lo conté. Si tenía hijos… Le dije que no, que era soltero y sin pareja. ‘No estará tratando de ligar conmigo, ¿verdad? −dijo, y reímos a carcajadas−’. Esa tarde no aparecí por la obra hasta pasadas las seis. Nadie me echó de menos, supongo, porque ninguno se percató de mi llegada…
          A partir de entonces, Allison y yo nos hicimos amigos. Paseábamos por la ciudad como domingueros en mitad de un atasco. Saciaba sus preguntas explicándole detalles de los edificios más populares que tenemos, y ella, con los ojos humedecidos, me contaba las penurias que había pasado desde niña, con unos padres alcohólicos que no paraban de tener hijos, a los que ella, con sus pocos años, atendía como si fueran suyos. Y les sobrevivió, porque todos, menos Allison, desarrollaron una extraña enfermedad que acababa con ellos en la pubertad. Nunca supo cómo hizo su abuela para conseguir que la admitieran en un internado en Londres, pero de lo que estaba segura es de que eso la salvó de acabar como sus padres. Solamente, cuando inició el viaje, le dijo su abuela: ‘Tienes el corazón lleno de minerales y un mundo interior que necesita formarse y echar a volar. No te rindas nunca, girl’.
          A la primavera siguiente pusimos punto final a la obra. La empresa nos llevó a la provincia de León, donde tendríamos que convertir un pueblo casi fantasma en atractivas casas rurales, proyecto promocionado por el Ayuntamiento para incentivar las visitas a la zona. Allison no se aclaraba con las nuevas tecnologías. No tenía teléfono, ni móvil ni fijo, así que, para saludar a la anciana, en varias ocasiones llamé al de Briseida, que lo había ofrecido gentilmente. Tras notar que Mrs. Dylan solo contestaba con monosílabos, y aparentemente sin ganas, fui distanciando el contacto hasta quedar en nada. Los días de descanso aprovechaba para conocer la comarca. León es una de esas capitales pequeñas en las que uno puede quedarse a vivir sin echar nada en falta. Alegrar la vista poniéndose delante de Casa Botines, diseñada por el arquitecto Antoni Gaudí, cuyos muros son de sólida cantería caliza, con planta baja y semisótano sosteniendo los forjados mediante columnas de hierro calado. Deleitarme contemplando el Arco de Puerta Castillo, el Antiguo Edificio de Correos, pasear por el Barrio Húmedo que abarca los alrededores de la Plaza Mayor y de la Plaza de las Tiendas donde se concentraban los artesanos, peregrinos y antiguos mercaderes, hoy lleno de bares, cafés y mesones. Perderme por el Jardín del Cid, por el Parque de Quevedo, por tantos y tantos rincones hermosos, no hacía que recordase menos a aquella encantadora inglesa que me había dado tanto.
Me senté en uno de esos espacios verdes para llamar a Briseida, a quien noté con mucha alegría de escucharme. Me dijo que estaba embarazada de ocho meses −¡qué rápido pasa el tiempo!−, y de baja desde hacía tres, porque había tenido complicaciones y riesgo de perder el bebé. Sabía por otras compañeras que Allison había dejado de ir por el restaurante. Coincidió conmigo en que últimamente estaba rara, más ausente, menos habladora, más desorientada, y que, por ejemplo, a la hora de pagar, sacaba tres o cuatro monederos hasta encontrarse algún billete… ‘Pero, al fin y al cabo −dijo−, era solo un cliente más…’. Quedamos en vernos cuando regresara a Madrid. Pienso mucho en Mrs. Allison Dylan. Sé que no nos volveremos a ver más. Sin embargo, no puedo evitar buscar sus formas en las ancianas de pelo blanco que me sonríen por la calle.

Nota: El edificio Plaza fue construido por el arquitecto barcelonés Eduard Ferrés en marzo de 1911 y se inauguró el 12 de septiembre de 1912. Durante la Guerra Civil sufrió los efectos del bombardeo aéreo que afectó al Museo del Prado y aledaños. Incluso cayeron dentro dos proyectiles que, afortunadamente, no explotaron. Ha sido siempre un magnífico hospedaje para bohemios y una puerta elegante que abre a Madrid para sus visitantes…

7 comentarios:

  1. Nena, no deja de sorprenderme el manejo que tienes de narración y cómo conduces la historia. Un beso.

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  2. Miguel Ángel Martínmayo 08, 2016

    Hermoso relato. Gracias por querer compartirlo con nosotros.

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  3. Miguel Ángelmayo 08, 2016

    Un ejemplo más de la variedad de temas, situaciones y personajes que tocas en tus relatos. Tiene mucho mérito lo que haces. Un beso.

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  4. Precioso relato. Hoy amaneció el día lluvioso y gris, muy gris... Gracias por descorrer la "cortina" y, con tu regalo dominical, inundar de luz mi "estancia".
    Te camelo, querida Mayte.

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  5. Cambio de temática pero con la misma destreza narrativa que te caracteriza, Mayte. Sorprendente, siempre. Gracias por el deleite que nos ofreces.

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  6. Manuel Veramayo 10, 2016

    Una narrativa perfecta,variable,y hoy con nota final aclaratoria.Me ha gustado mucho.
    Un beso.

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  7. Jesús Aguilarmayo 10, 2016

    Una vez más vuelves a poner de relieve con tu relato el hilo conductor entre pasado y presente. Esa corriente de la historia, que en determinados momentos de la vida se hace muy presente, esa por la que, tu protagonista -el encargado de obra-, nos guía entre la vida de la anciana, sus entresijos, sus pérdidas, y la camarera, sus expectativas y proyectos. También entre la vida del viejo edificio, el antiguo café y su actualidad como restaurante de la cadena Vips. Es muy interesante que este hombre se dedique a rehabilitar viviendas, es decir a hacer posible que no se pierdan los cimientos y las formas que quedan, adaptándolo a la nueva realidad. Qué bien, cuando dice al final del texto: "qué rápido pasa el tiempo".
    Se nota que palpita en ti una corriente de historia que tienes que seguir contando.

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