domingo, 3 de abril de 2016

Mercedes y Alberto


Mercedes Sierra tenía las manos grandes, con marcas de sabañones como de otros tiempos, y un corazón al que le costaba un triunfo expresar los sentimientos. La mirada esquiva, la piel lenta en cuanto a buscar compañía y la gesticulación tan medida que a su paso desprendía virutas de indiferencia. Esto se debía a haberse pasado media vida huyendo de todo: de las grandes aglomeraciones que la agobiaban, del examen para sacar el carnet de conducir por si suspendía, de las grasas y los excesos que arruinarían la delgadez de su talle, de las calles empinadas y estrechas que adoquinan amasijos de sombras sin identificar, de hacer pública su opinión por miedo al ridículo, de no estar a la altura de sus contemporáneos… En definitiva, de llevar una vida enmarcada sobre un fondo liso y tenue.
          Educada en el seno de una familia con profundas creencias religiosas −todo se regía bajo la gran influencia del pecado−, y fuertes raíces machistas −el varón siempre lo primero−, la prepararon −a la vez que hacían su ajuar con mantelerías y camisones que nunca le gustaron− para ir dos pasos por detrás del marido y ejercer de sirvienta: ponerle las zapatillas si llegaba sudado de la taberna, enmudecer en las conversaciones donde él siempre llevaba, con o sin razón, la voz cantante, abrirse de piernas aunque no le apeteciera y, con bastante reparo, pedirle dinero para hacer la compra al día siguiente.
          Un 29 de febrero, con los primeros claros de la mañana, enviudó de repente. Mientras estiraba las sábanas en el dormitorio −ambos se levantaban prontísimo− escuchó un golpe muy fuerte que procedía del cuarto de baño. Entró y halló al hombre tendido en el suelo, echando espuma por la boca, los ojos en blanco y haciendo movimientos muy extraños con los dos brazos. Llamó al vecino. A continuación, a urgencias, y, aunque no tardaron más de diez minutos en venir, ya no pudieron hacer nada por reanimarlo. Cuando se llevaron el cuerpo, se quedó sentada en la silla de la cocina mirando el tazón de leche que ya estaba helado. Horas después, en la soledad de una habitación medio a oscuras, con un frío que se las pelaba y un doloroso agujero en el pensamiento, le veló hasta la hora del entierro, al día siguiente, al que no acudieron ni los más allegados del marido. Desde entonces, y durante un tiempo, no sabría decir si corto o largo, Mercedes Sierra asoció los años bisiesto con la desgracia. Sin familia cercana ni hijos en los que apoyarse, al borde de la depresión y a punto de ser echada del piso donde vivía, propiedad de la suegra, encontró trabajo en la cocina de un restaurante donde servían menús caseros y económicos. Sus comienzos quedaron ligados al arte de cortar las verduras en juliana, las patatas en rodajas muy finas para convertirlas, una vez fritas, en aperitivos chips, secar los cubiertos, tirar la basura, limpiar la barra… Pero, poco a poco, según adquiría confianza en sí misma y los compañeros delegaban en ella determinadas tareas, se fue introduciendo en el mundo de la repostería. Su perfecta desenvoltura con los postres, a los que daba un toque personal −que jamás confesó−, ayudó para que aumentasen las comandas y fluyera la clientela en un comedor que empezaba a quedarse pequeño. Sus ingresos también se vieron crecidos, gracias a lo cual comprendió que lo que a los seres humanos nos hace más libres, junto a otras circunstancias obvias, es no depender económicamente de nadie.
          Finalizado el otoño, la tarde anterior a abandonar el domicilio conyugal, del viejo aparador, cuyas puertas rozaban y chirriaban desde hacía mucho al habérsele soltado las bisagras, sacó una copa de cristal transparente y una botella de Marie Brizard a la que solo le quedaba un culito. Acercó la butaca hasta la ventana a la que tanto se había asomado y, a sorbos muy espaciados, como abrochando el final de una etapa, bebió el anís. Cogió la misma maleta que trajo consigo la noche de bodas y, dejando en el rellano de la escalera las angustias pasadas junto a aquel hombre al que nunca quiso, se juró que no descansaría hasta encontrar una motivación que reactivara su vida barbechada. Por la ranura del buzón introdujo las llaves e inició un camino sin retorno a la fonda que, recomendada por el cocinero del restaurante, hospedaría sus huesos hasta el último de sus días. Cinco años después, mientras esperaba a una amiga en el parque, se le acercó un grupo de jóvenes que realizaban una encuesta. Este encuentro daría un giro radical a su realidad… Esa sería la primera vez que oyó hablar de emisión de gases de efecto invernadero.
          Alberto Cantos era un hombre noble, cercano, sensible y muy inteligente. En la agencia de estilistas le dijeron que no le renovaban el contrato. Así que otra vez de vuelta al periplo en metro para buscar empleo. Estaba leyendo Los guardianes de la naturaleza, del novelista norteamericano James R. Wilder, donde habla de la etnia Dayar Pompakng de Indonesia –la mayoría ribereños que habitan en pequeñas comunidades de casas comunales–y su lucha para que las empresas occidentales que explotan el aceite de palma dejen de invadir las regiones donde viven. Alberto era muy consciente de la necesidad de cooperar para que el planeta no se fuera a la mierda. Participaba en todas las marchas reivindicativas de Ecologistas en Acción, y también con Greenpeace, y en más de una ocasión había liderado campañas de reciclaje para concienciar a los vecinos. Ahora preparaba un largo viaje que haría en autocar −por ser más barato− a Francia, donde tendría lugar una gran manifestación junto al Arco del Triunfo en protesta por las insuficientes conclusiones de la Cumbre del Clima en Paris (COP21). Cuando llegó a la terminal de autobuses, en Avenida de América, muerto de frío, con su saco de dormir cargado en la espalda y una mochila llena de conservas y bocadillos, le sorprendió ver a tan poca gente, cuando la convocatoria por parte de los organizadores había sido masiva.
          En el asiento detrás del conductor, Mercedes Sierra ojeaba una revista de alimentos ecológicos. Unas filas más allá, Alberto Cantos se sumergía en las páginas de su dispositivo electrónico y tomaba notas en un cuaderno de bolsillo. Cuando llegaron a Burdeos y pararon en un merendero, el joven y la mujer compartieron mesa, junto a seis personas más, e intercambiaron palabras de cortesía. Ese tanteo, muy diplomático por parte del chico, le dio a entender que, a excepción de la mujer mayor con aspecto de provincias, el resto iban en viaje de placer. Hizo algún intento más por iniciar conversación con ella, pero la todavía timidez de Mercedes impidió el acercamiento. Así que, de vuelta al autobús cada uno ocupó su asiento.
          En los alrededores del Arco del Triunfo se palpaba la tensión, recordando los altercados que se produjeron en la Plaza de la República, la víspera de la apertura oficial de la Cumbre del Clima, cuando más de doscientas personas fueron detenidas. Que se repitieran otra vez esos hechos sería muy triste y contraproducente para el objetivo real: forzar a los mandatarios para que ampliasen el paquete de medidas aprobadas. Los activistas, vestidos de rojo, se colocaron a lo largo de la avenida dibujando así una línea de ese color marcando los límites que agravan el calentamiento global, y que por tanto no se pueden superar. Aunque Mercedes Sierra encontraba en la ecología un sentido a su vida y había llegado hasta allí para participar en los actos, no se retiró cien metros más allá de la estación de autobuses Paris Gallieni. Se sentó en un poyete de piedra adosado a una fachada y lloró de frustración hasta casi desfallecer. Probablemente sin el arrastre de tantos complejos sobre sus hombros, en una imagen tomada desde las alturas, ella habría sido un punto más en la línea roja de la libertad. Pero todavía le quedaban muchas etapas por superar…
          Su regreso a Madrid estuvo protagonizado por la pena y por la incertidumbre de no saber qué habría sido del muchacho tan simpático y educado que intentó ayudarla a romper los hielos del lenguaje. Se preguntaba si habrían conseguido hacer ruido en los medios de comunicación, tanto como para que los representantes de todos los países del mundo dieran un paso atrás, replanteándose el acuerdo para madurarlo aún mucho más. Alberto Cantos alcanzó su meta: formó una cadena humana junto a los compañeros. A su lado, integrantes del movimiento Abuelos por el clima −que nació en una pequeña localidad de Ginebra, en la Suiza francesa− hicieron que pensara en la mujer del autobús, y a la que más tarde buscaría en vano. Alberto se embarcó en la aventura de recorrer a pie toda Europa. Por fin había encontrado su camino: dedicar buena parte de su energía al cuidado del planeta… Y, quien sabe si algún día tenga la suerte de probar un bizcocho borracho con zumo de piña ecológica y el toque singular que hace de la especialidad de Mercedes Sierra un manjar delicioso.

6 comentarios:

  1. Tocar el Cambio Climático con la delicadeza que rozas la Cumbre del Clima, solo escritores con mucho oficio saben manejarlo así. Un beso, nena.

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  2. Buen domingo, maestra :)

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  3. Jacinto Gutiérrez (Guti)abril 03, 2016

    Mi queridísima y admirada amiga Mayte crece en cada relato. Cada domingo me pregunto si tendrá tope este crecimiento… no, y parece que la altura que alcanzará será de esas que producen tortícolis. Gracias maestra, como cada domingo, por tu pluma.

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  4. Sensibilidad y realismo a flor de piel con el trasfondo del cambio climático y mucho más. Magnífica Mayte Mejía Bejarano. Gracias por el deleite que siempre nos proporciona tu lectura.

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  5. Extraordinaria, querida y admirada Mayte. Me cuesta encontrar alguien que me emocione con tanta facilidad y de forma tan sencilla.¡Me enamoras de tus personajes! ¡Qué linda eres!

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  6. Jesús Aguilarabril 05, 2016

    Mercedes llevaba una vida como dios manda, pormenorizadamente descrita, hasta que se quedó viuda, los acontecimientos provocaron la pérdida de rutina y llegaron los encuentros y las preguntas. Pones como vértice de la historia lo que se debate en el seno de una Cumbre como la del cambio climático, lugar en que el hombre trata de dar respuestas, esas que los encuestadores demandan en el parque y que terminan interrogando a tu protagonista. Un gran acierto.
    La gran tragedia del hombre no es que sea capaz de arruinar y destruir la tierra, sino que somos capaces de arruinar nuestra propia vida en la tierra, cuestión diferente.

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