lunes, 25 de enero de 2016

Una vida contada

En verano, acabado el colegio, el hermano de mi padre y su mujer, nos llevaban de vacaciones a su casa hasta que se reanudaban las clases en septiembre −decían que así, nuestra madre, aprovechaba para hacer arreglos de ropas y dar a las paredes una mano de pintura, pero la realidad era que con el sueldo de porteros no podían alimentar tantas bocas. Con el tiempo supe que aquello no era más que un chantaje emocional que mis tíos, adinerados, les hacían a mis padres si querían que siguieran pagándonos el comedor en la escuela. No tenían hijos, y mis hermanos y yo, temporalmente, aportábamos bullicio a su alrededor, y rodales de orines en aquellas sábanas ásperas que tan de mala gana cambiaba la asistenta. Después crecimos y nos volvimos despegados e independientes. Otros invitados en la finca de nuestros tíos eran Manuel de Falla y Johann Sebastian Bach; mejor dicho, su música, entre la de otros. Ernestina Granados, delicada como solo ella sabía ser, fue profesora de ballet clásico. Amaba el arte en general y la música en particular. Ponía el sonido a todo volumen y, gracias a ella, descubrí que El retablo de maese Pedro correspondía a un episodio del Quijote cuyo libreto musical escribiera Falla para títeres. Me enamoré, por supuesto, de la Suite para violín y clave de Bach, de los Conciertos de Brandeburgo, así como de Op. 103 Brahms canciones gitanas de Johannes Brahms. Mi tía, que era una apasionada del espectáculo y no se perdía las obras de temporada por nada del mundo, me inició en la poesía. Así me enteré de la conexión que hubo entre Manuel de Falla y Federico García Lorca, compartiendo el amor por el cante jondo. Federico formaba parte de la tertulia literaria que tenía lugar en el Rinconcillo, centro de reunión de los artistas granadinos y a la que en 1924 se uniría el compositor gaditano. Me viene esto a la memoria, quizá con nostalgia, porque la figura de Ernestina y la del hombre misterioso, salvando todas las distancias y diferencias de ambos, parecen almas gemelas acodadas en la barra de la noche donde sirven chatos de vino y fingen besos con lengua.
          Los domingos impares, sea cual sea la estación del año, y en la franja horaria que va de ocho a nueve de la mañana, mientras espero dentro de la cafetería Océano Occidental a que me preparen el desayuno que le subo a la señora Aurelia, mi vecina del cuarto D –que se rompió una pierna el lustro pasado y desde entonces no ha vuelto a pisar la calle–, observo al hombre misterioso, quieto delante del portal que tengo enfrente, con una carpeta bajo el brazo e intención de retroceder antes de haber entrado. Por su porte discreto y elegante se nota que es alguien con mucho recorrido. Viste sombrero con caída a lo Humphrey Bogart, abrigo gris de espiguilla estrecha, zapatos relucientes, fular negro de doble vuelta, pantalón tejano y un perfume a sándalo, abedul, cedro y pino, que tímidamente lo impregna todo a su paso. Atento a sus movimientos, por el gusanillo de saber qué hace, no vuelvo a la realidad de mis recados hasta que cierra la puerta tras de sí.
          Después de llevar desde los dieciséis años trabajando en la imprenta Ortega y Cosme. S.L., me pusieron de patitas en la calle con una mano delante y otra detrás. De eso hace ya un tiempo. Desde entonces, cuando comprobé, al ir a arreglar los papeles del desempleo, que los muy canallas habían cotizado por mí una miseria, hago chapuzas de todo tipo −menos de electricidad, que me acojona−, para complementar los ingresos ridículos que percibo, primero del desempleo y ahora de la pensión. El encargado del ciber que hay en el barrio me diseñó a ordenador unas tarjetas, en las que me ofrezco a arreglar grifos, colgar estanterías, o subir la compra del centro comercial, entre otras tareas, que fui repartiendo por tiendas, farmacias y bares. Fue así que, pasada la primera quincena, un domingo frío de febrero sonara mi teléfono a las diez de la mañana. Dígame. Disculpe, pregunto por Isidro, ¿podría ponerse, por favor? Sí, soy yo. ¿Qué desea? Verá, es que tengo un problema con el agua, y la semana pasada me facilitaron su número en la mercería. Claro, sin problema. Dígame la dirección y la hora que mejor le venga para acercarme. Acordamos la visita para ese mismo día, a las 12.45h. Faltaban quince minutos. Cogí la herramienta, un caramelo de anís sin azúcar −que me gusta echarme a la boca mientras trabajo− y el chaquetón, porque, aunque era cerca, el día había refrescado mucho.
          Examiné minuciosamente el sifón del inodoro, las piezas de cola y desagüe del plato de ducha, así como las abrazaderas en las tuberías visibles del fregadero. Tenía más que localizada la avería, pero hice toda esa exploración para estar más tiempo; hasta que, frotándome la barbilla, me dirigí hacia el grifo del lavabo, saqué la manilla, solté el vástago con la llave inglesa y extraje la goma dañada que cambié por otra nueva. Mientras lo hacía, le dije al caballero que, no tardando mucho, tendría que llamar a un fontanero −yo no estoy acreditado− para que sustituyera la válvula de cuña por las actuales que hay de bola. Es decir, la llave de paso. Esperé a que me pagara en el comedor, que mantenía a media luz con las persianas medio subidas. Sobre una de las sillas, colocado, creo yo, con suma delicadeza, reconocí el abrigo y el sombrero del hombre misterioso. En la mesa, llena de documentos que parecían oficiales, había además un cuaderno de cuadrícula, de hojas amarillas escritas a mano, y algunos pósit cuya cinta adhesiva solapaba otras notas. A punto de soltar las riendas de la curiosidad y descifrar parte de la diminuta caligrafía, su voz me sobresaltó. Aquí tiene su dinero. De acuerdo, muchas gracias. Trabajando en domingo ¿eh? −dije, señalando a los papeles −: la vida no para ¿verdad? Pues no, no para. ¿Cuánto hace que vive usted en el barrio, Isidro? Rascándome la cabeza le conté que llevaba aquí desde chico, que mis padres se instalaron cuando yo tenía tres años y que nunca me había movido del universo de nuestras calles, por diversos motivos, pero ante todo por la familiaridad entre vecinos, nada habitual en los barrios dormitorio que pueblan la periferia de la cuidad. Entonces, conocería a la dueña de este piso, ¿me equivoco? ¿A la señora Felicia? ¡Pues claro que sí! Una gran persona, solitaria y como escondida casi siempre tras una cortina tupida con tristeza, pero muy buena gente. Me ofreció tomar asiento. De fondo sonaba la voz inconfundible de Carmen McRae, cantante de jazz con la que siempre que la escucho, y sin saber el porqué de esta asociación, pienso que, de un momento a otro, aparecerá Rita Hayworth, sacándose el guante sensual, al tiempo que agita la melena pelirroja−. Desconocía sus motivos para saber de la mujer, pero me rogó que le hablara de ella. Hombre, mucho, lo que se dice mucho, no le puedo contar, salvo las cuatro palabras que se cruzan si coincides en la tienda, o lo enternecedora que parecía, siempre en silencio, en la reunión de la Asociación de Vecinos. Me parecía frágil, y a la vez fuerte, pero jamás profundicé con ella. Murió hará unos cinco o seis años, lo recuerdo perfectamente porque era el día de mi cumpleaños. Volvía de tomar unas copas con unos amigos y encontré a media vecindad en la calle. Por lo visto, la señora Felicia abrió la puerta sin preguntar, confiada que sería la vecina. Trataron de robarle el poco dinero que tenía la mujer y dijeron que, del mismo susto, le dio un infarto delante de los atacantes, quienes huyeron sin otro botín más que el de su cargo de conciencia. Desde entonces, este piso ha permanecido cerrado hasta la llegada de usted.
          Miré el reloj. Se había hecho muy tarde, estaba hambriento y quería irme a casa, pero Félix, cuyos rasgos, así de cerca, no me eran desconocidos, insistió en compartir un guisado de albóndigas que estaba para chuparse los dedos. Felicia era mi madre biológica −dijo, de sopetón−, nunca supe de su existencia, hasta hace unos meses que recibí la citación para la lectura de un testamento, donde me nombraban heredero universal de quien aseguraba que me había parido. Dicha noticia, como supondrá, demolió la construcción de toda una vida sobre unos débiles cimientos que hoy se tambalean. Mis padres adoptivos me lo dieron todo: cariño, estudios, seguridad, educación, templanza, valores −sus palabras de agradecimiento no podían ser más claras−, sin embargo, obviaron contarme la verdad de mis orígenes −por miedo a perderle, pensé. O sencillamente porque a veces las personas preferimos no remover las cosas y dejarlas como están−. Me crié lejos de aquí, en otro país, con otras costumbres, otro idioma y otra cultura. Puedo asegurar que fui un niño feliz, con una infancia tranquila y sin notar lagunas en lo afectivo. Supongo que mis padres adoptivos y mi madre biológica mantuvieron contactomás aún al cabo de los años que volvimos aquí ya que, Felicia, dejó instrucciones muy claras de cómo localizarme. Es tremendo lo que me cuenta, señor Félix. Si le soy sincero, nunca imaginé cuando le observaba con curiosidad, cada domingo, desde la cafetería Océano Continental, indeciso de entrar o no al portal, que fuera usted el hijo de Felicia, y por eso ahora comprendo la tristeza de ella, la languidez con la que hablaba y esa mirada de envidia sana a los críos que jugaban en el parque.
          Se levantó, desapareció y regresó antes de darme la ocasión para pensar que me sentía incómodo, cansado, con ganas de estirar las piernas y prepararme, lata de cerveza a mano y cuenco con aceitunas, para ver el partido de fútbol, un derbi de los clásicos. En una bandeja, Félix traía varias bolsas de manzanilla, una jarra de medio litro con agua hirviendo y dos tazas de las grandes. Como anfitrión dirá que dejo mucho que desear al no ofrecerle algo caliente tras la comida. Perdóneme, es que... No se apure, en realidad ya me iba, es tarde y no tengo costumbre de tomar café o infusiones a estas horas. Claro, lo entiendo, soy un egoísta por haberle entretenido, me pongo a hablar de mis cosas y pierdo la noción del tiempo. Si le parece, le espero el próximo domingo que coincida impar. A lo mejor arreglo el piso y me traslado, ya no me queda nadie y la verdad es que entre estas cuatro paredes encuentro mucho sosiego. Si decido hacerlo y le interesa, parte de la obra que esté a su alcance, es suya. Perfecto, llámeme cuando sea y lo vemos. Apenas bajé cinco escalones del primer tramo de escaleras cuando reconocí la música de Verdi. Entonces pensé en Ernestina, en los poemas que aprendí de pequeño y no he olvidado, en la delicadeza que sentí en la piel cuando, aprobado el Bachillerato, la tía me ofreció ir con ella a Nueva York y visitamos el MoMA.
          Creo que en las palabras de Félix no había rencor, tan solo la necesidad de encontrar una explicación, ya no a sus orígenes, sino a las razones que empujaron a Felicia para tomar la decisión de poner a su hijo en manos de unos desconocidos y perderse la oportunidad de verle crecer a su lado. Sus padres adoptivos, cuando supieron de la existencia de la carta, se negaron en rotundo a hablar del tema, hasta el extremo de darle este ultimátum: Si remueves la mierda, y algo nos dice que lo vas a hacer −dijeron−, prepárate a rebozarte tú solito en el fango, porque de seguir adelante con el despropósito de lo que para nosotros es una traición y viajar a Madrid, olvídate de lo que has significado en nuestras vidas. Ten, léelo atentamente y después, valoras y decides. Dijeron unos padres −el hombre más que la mujer− despechados. Junto con la partida de nacimiento, le dieron un documento oficial donde se especificaba que, en caso de reclamo por parte de la madre biológica o elección del hijo a buscarla, quedaba desheredado de todos los bienes que tuvieran las personas que le habían criado. Ahí descubrió que su identidad era falsa, que no se llamaba Casto de la Vera, sino Félix López; que no nació en una clínica privada sino en la Maternidad del Hospital Universitario La Paz, recién inaugurado en 1964 −tenía cuatro años más de los que pensaba−; que Felicia y el cuñado de su abuelo −adoptivo− fueron amantes, y que toda su vida era como un espejo al revés. La mujer que le había criado como suyo confesó, ante los ojos atónitos del marido, que había sido ella quien mantuvo contacto con la madre del chico a la que informaba puntualmente de todo.
Desde que vive aquí la vida de ambos es menos solitaria: paseamos, intercambiamos lecturas, compramos en el supermercado, arreglamos grifos y asistimos a conciertos. Pasado el invierno, con los colores de la primavera matizados, un domingo impar a finales de abril, saboreando el riquísimo café con crema del Océano Continental, aguardaba a que viniera Félix. Esa tarde teníamos entradas para ver a un tipo que decía que canta como John Lennon. Cuando la noche se echó encima −no me atreví a llamar por teléfono ni a su puerta− y supuse que Félix, por la razón que fuera, no vendría, cogí un par de cervezas, abrí una bolsa de patatas fritas y conecté el televisor. A la mañana siguiente comentaban en el barrio que vieron de madrugada salir al hijo de la señora Felicia con maletas. Regresé a mi casa cabizbajo. En el buzón encontré una hoja de cuaderno amarilla. Reconocí la letra de Félix. En ella me decía que regresaba a su vida de ficción, a su antiguo nombre, su entorno y al abrigo de la única familia que conocía. También que me ha dejado un vinilo de Bessie Smith −cantante de blues que fue muy popular en los años 20 y 30− y que imaginara que caminábamos juntos por Broadway, enfundados en un abrigo gris de espiguilla estrecha y un sombrero con caída a lo Humphrey Bogart.

8 comentarios:

  1. Tus últimos relatos, más largos que los anteriores, regalan al lector una calidad visual que atrapa. Nena, sigue, sigue, sigue...

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  2. Nieves Sánchez Selasenero 24, 2016

    Tu relato me sigue gustando. Siempre hay algo que te sorprende. Estamos en el momento que los hermanos manchan las sábanas en casa de los tíos y de una manera muy sutil nos encontramos con el niño ya independiente. Te enganchas sin darte cuenta. Sigo admirando tu imaginación encontrando siempre algo de realidad.

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  3. Miguel Ángelenero 25, 2016

    Aquí la música, entre otras cosas, crea una atmósfera especial, tanto la llamada "clásica" como el jazz. Otro ejemplo de la variedad infinita de vidas humanas; en este caso, dos vidas, más otras que que actúan como fondo. Un abrazo, Mayte.

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  4. Mayte, admiro la imaginación y los conocimientos varios que tienes. Besos

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  5. Lluís de la Encinaenero 26, 2016

    Un alto en el caos para deleitarme con el adictivo relato de Mayte Mejia Bejarano, con sus personajes desvalidos y a la vez fuertes --cada uno pidiendo su novela-- y su peculiar estilo que aúna la ternura con la sencillez del hielo (se me ocurre). Un buen rato con una buena lectura.

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  6. Un relato muy tierno, y con un gran mensaje, pero la introducción de la música en la narración te hace sentir la sensación de percibir la melancolia de el Jazz. Un beso. Enhorabuena

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  7. A veces, resulta difícil traducir en palabras los sentimientos que nos embargan. Compartir este regalo que nos brindas, hace que mis sentimientos se desborden. Gracias una vez más por estas gotas de magia, por obsequiarnos tantas sonrisas y emociones.

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  8. Me encantó tu relato, Mayte.
    Así, poco a poco, vas escribiendo relatos más extensos, hasta que te decidas a escribir una novela. Seguro que antes de terminarla tienes lectores para ella. Aquí tienes uno, andlú y ávido de lecturas buenas como lo que tú escribes.
    Un besote desde Málaga.

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