lunes, 8 de febrero de 2016

Ocurrió en Malasaña

El centro de Madrid estaba colapsado. Los trabajadores de las empresas concesionarias encargadas de realizar la limpieza municipal habían convocado manifestaciones reivindicando mejoras salariales, así como la paralización de los despidos inmediatos que se rumoreaban, y que de ser ciertos pondría el futuro de muchas familias en peligro. Ese día tenía una cita importante, y me encontraba retenida en la Glorieta de Bilbao, entre las calles de Sagasta y Fuencarral. Conecté la radio para que se me hiciera más corta la espera. Por el retrovisor vi que mis labios necesitaban una mano de carmín, pero los nervios agarrados al estómago no me dejaban perfilarlos con perfección.
          Faltaban tres semanas para que diera comienzo la entrega de premios ‘El Teclado’. Una gala sencilla, de bajo presupuesto y organizada por la agrupación de autores −escritores y periodistas− freelance. Entre los galardonados de las diferentes categorías estaba una vieja gloria de la televisión extranjera. Era la primera vez que celebrábamos algo así; la excusa perfecta para destinar los fondos que recaudáramos a personas que, habiendo estado vinculadas profesionalmente con el mundo de las artes, ahora, por diversos avatares de la vida, se encontraban por debajo del umbral de la pobreza. Mi trabajo consistía en entrevistarme con los candidatos para adelantarles lo fundamental de la ceremonia, las razones que nos movían, la butaca que se les asignaba y el orden en el que subirían al escenario.
          Carlos Pueblo −ya retirado− había sido un famoso presentador de las noticias en la BBC. Nacido en Las Grajeras, a 11 kilómetros de Alcalá la Real, provincia de Jaén, acabó sus estudios en Granada y Madrid. Después, por mediación de uno de nuestros más influyentes comunicadores, trasladó su residencia a Londres, donde estuvo hasta que regresó con 76 años −de eso hace cinco−, entre otras cosas para recuperar la nacionalidad que perdió al adquirir la británica. Me citó en el café de Ruiz, en el barrio de Malasaña. Pedí lo mismo que tomaba él: un té granizado de canela, especialidad de la casa. Aunque pronto se llenaría de clientes, fieles a las buenísimas cervezas artesanales que servían, la mesa que eligió para la ocasión, redonda y arrinconada, parecía ensamblada, con nosotros también, como atrezzo de un reservado. Carlos Pueblo tenía un aspecto bastante común. Conservaba casi todo el pelo, ahora cano, que llevaba muy rapado. Estatura normal: ni alto ni bajo. Brazos cortos, manos con manchas en la piel y venas muy marcadas, uñas cuidadas, sin padrastros, dentadura blanca y perfecta −propia o implantada, no sé muy bien− y una barriga desproporcionada al resto de su conjunto, que le obligaba a llevar los pantalones con tirantes elásticos. Traje en tono canela, corbata y pañuelo verde musgo y zapatos de ante, en crema oscuro, le daban un aspecto anticuado, acorde con su persona.
          Al principio de la conversión, con esa facilidad tan suya de saberse superior al resto, me hizo sentir como si yo fuera una escritora del tres al cuarto con tintes de periodista trepa, lo cual traté de desmontar destacando la dignidad y el respeto por el trabajo que realizo y por las personas que lo ejercen. Por eso, haciendo oídos sordos a sus salidas de tono, empecé a explicarle en qué consistía nuestro proyecto y los motivos que nos embarcaban en semejante singladura… Repentinamente levantó las manos, haciendo que yo me callara de golpe. Al instante sacó una chequera de piel y una estilográfica de las que nunca había visto tan cerca y, mirándome por encima de la gafa, me preguntó cuánto queríamos por dejarle en paz. ‘Habrá de perdonarme, señor Pueblo, pero nosotros no funcionamos así −dije−. Somos un grupo de gente que, a través de este evento, y contando con la generosidad de personas que se prestan a colaborar gratuitamente, como espero haga usted, ayudan para que la recaudación de taquilla vaya a parar a compañeras y compañeros del mundo de la cultura cuya situación actual, por reveses de la vida, se encuentra por debajo del umbral de la pobreza’. ‘Oiga, eso es muy bonito y muy idílico, pero a mí no me incumbe, ni es mi problema. ¡Bastante que usan mi nombre como gancho…!’. ‘Y no sabe cuánto se lo agradecemos −continué−…’. Me miró incrédulo, sorprendido y desafiante, y llamó al camarero. Pidió dos cócteles, cuyo sabor trajo a mi memoria un viaje recorriendo México en una caravana donde me hinché a tomar margaritas.
          Habló del hándicap del idioma que tuvo que superar los primeros meses de estancia en Inglaterra. Como también educar su estómago −acostumbrado al puchero casero− al cornish pasty −empanada con relleno de carne y vegetales−, a mucho beicon y al custard −parecido a las natillas−, y a desacostumbrar su organismo a la tradición tan nuestra de la siesta. Las copas vacías se amontonaban sobre la mesa; las suyas, claro, porque la mía seguía siendo una. Extendimos la conversación por los vericuetos de su carrera, hasta que, como la cosa más natural del mundo, dijo: ‘Yo facilité los datos y detalles para realizar uno de los secuestros más largos que hubo en este país. Nunca salió a la luz. La familia lo mantuvo en secreto por miedo a que tomaran represalias contra el cautivo, y porque las órdenes a seguir eran esas’. Aquello cayó sobre mí como jarro de agua fría. Se me puso mal cuerpo, la cara muy pálida y un dolor tremendo en el costado izquierdo, como cuando estoy de muy mala leche. Me repugnaba tener al lado a aquel témpano de hielo, al que más tarde califiqué como alguien que sufre alexitimia. Mas no me quedó otro remedio que realizar el esfuerzo de separar mis opiniones personales, por lo que realmente nos interesaba: que acudiera a la gala. ‘¿No preguntas quién fue, chica? −prosiguió− ¿Ni siquiera te alcanza la curiosidad de conseguir un off the record con el que después puedas presumir con tus amantes en la cama? −Se carcajeaba− De joven, en tu lugar, habría sobornado para conseguirlo’. ‘Seguro que sí, señor Pueblo, pero da la casualidad de que no somos iguales, no nos mueven los mismos intereses y, afortunadamente, contamos con instintos contrarios’. ‘Te equivocas, querida. En estos momentos también corrompes tus principios éticos con silencio, el mismo que frena tus ganas de mandarme a tomar por culo, pero no puedes hacerlo porque te intereso, soy vuestro diamante en bruto, la herramienta que dará publicidad a eso que estáis preparando. No es tanta la bajeza que nos separa como la que nos une…’.
          La Plaza Tirso de Molina estaba acordonada por los antidisturbios. Acababan de hacer una redada por la zona, y se complicaba bastante acceder al teatro Nuevo Apolo, donde nosotros hacíamos el espectáculo. Después de varias explicaciones pude hacerlo gracias a que iba acreditada como prensa. En la puerta esperaban otros compañeros y buena parte del público. Fuimos entrando ordenadamente. Me notaba nerviosa. La butaca de Carlos Pueblo permanecía vacía, y la duda de si vendría volaba por encima de mi paciencia. Faltaban diez minutos para comenzar cuando por fin le vi, diminuto en el asiento y con la tripa entre las piernas. Cuando apagaron las luces, abrieron el telón en cortina y el cañón de seguimiento, con su potente luz, fue hasta uno de los extremos del escenario para buscar a la primera persona que intervendría, respiré hondo…
          Horas antes había declinado el ofrecimiento para presentar a Carlos Pueblo, y hacerle entrega del premio de honor a toda una vida. No soportaba tenerle delante, y no reunir los arrestos suficientes para romper el mito, desenmascararle en público, acabar con mis remordimientos y decirle a la cara que ni su nombre, su posición y su dinero eran suficientes para callarme. Pero se me fue la lengua a un desierto seco y callado que me convertía directamente en cómplice de un delito que, aunque prescrito, no resuelto nunca, ni aparecido el cuerpo del empresario navarro, vivo o muerto, era un clarísimo atentado contra la humanidad. Y yo viviría con ello el resto de mis días, sin haberlo buscado; una mancha que enturbiaría mi calidad como persona.
          Meses después, el director de un periódico digital, amigo mío, me hizo llegar una carta. Carlos Pueblo se dirigía a mí en tono correcto. Me autorizaba a publicar su historia, porque le quedaba muy poco de vida. Saqué seis reportajes que calaron muy bien en la opinión pública. Recibí muchas muestras de agradecimiento y de apoyo, tanto de la profesión como de los lectores. Entré a formar parte de la plantilla donde publiqué, lo cual garantizaba que empezaría a pasar menos calamidades, pero nada de eso era suficiente para desempañar la gasa de tristeza que enturbiaba mi mirada y que solo desaparecería conmigo…

Nota: Agradecimiento al abogado -y amigo- Pedro Bermejo Moya por el asesoramiento jurídico.

8 comentarios:

  1. Has dirigido muy bien el guión. Buen enfoque, preciosa fotografía, profundos personajes y..., una creadora que llegará lejos.

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  2. Te felicito por tu texto. Creo que es una nueva visión del tema. Aprender siempre es positivo. Gracias por tus párrafos. Un saludo.

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  3. Maite Pisonerofebrero 07, 2016

    Una historia íntima muy pegada a los tiempos que corren (y muy bien medida, se ve que dominas las "distancias cortas").

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  4. Miguel Ángelfebrero 07, 2016

    Parece que hasta las personas con cierta integridad tienen que ¨tragarse algún sapo¨ de vez en cuando. Un abrazo, Mayte.



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  5. Pedro Bermejo Moyafebrero 07, 2016

    Has tocado una vez más las bajezas del ser humano....

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  6. Jesús Aguilarfebrero 08, 2016

    Arrancas tu historia poniendo de relieve una huelga de trabajadores de limpieza, buena metáfora en dos sentidos, uno, la acción propia de limpiar, que se obstaculiza con frecuencia y dos, el contexto en que estos trabajos se vienen subcontratando hoy en día, añadiendo espacios oscuros donde conseguir desviar beneficios.
    Necesitamos limpieza porque el paso del tiempo deja una capa de polvo que desdibuja los ideales, las purezas, esas que se erosionan al contacto con los elementos.

    La conciencia es el lugar reservado para depurar los despojos que van quedando como consecuencia del vivir. Buen planteamiento en tu relato. El consagrado descargando la suya con la autorización para que todo se sepa y la autora que aprovecha el tren del éxito, al reconocer que la conciencia sólo desaparece con uno mismo. Brillante.

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  7. Me encanta como describes situaciones, sentimientos, hechos...
    Excelente narradora.
    Saludos desde Málaga, Mayte

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  8. Felicidades amiga Mayte por tu excelente relato.., un beso

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