Las fuertes lluvias
que aquella noche inundaron parte de las vías del ferrocarril podrían haber hecho descarrilar el tren de largo
recorrido que en menos de tres horas pasaría veloz por mi pueblo, donde, aunque
no trajera viajeros, hacía su habitual parada de diez minutos. Las mujeres y
los hombres, alertados por el continuo replicar de la campana de la iglesia,
despertaron sobresaltados y, vistiéndose con lo
primero que encontraron en los pies de la cama, salieron corriendo a la calle.
El teniente de alcalde en funciones, un tipo que hasta el momento no había
demostrado mucho entusiasmo por nuestras cosas, coordinó rápidamente el trabajo
para achicar el agua, y despejar así los raíles. Otros, por su cuenta, asumieron
la responsabilidad de alumbrar con potentes linternas toda la zona, y vigilar
por si acaso llegara otro expreso, algo que ocurría en contadas ocasiones.
Quedaban menos de ciento ochenta minutos, así que mis
paisanos, o aligeraban, o la desgracia saltaría en añicos delante de nuestras
narices. El perro forastero, que ya era de todo menos eso, y rondaba alrededor
de los establos mendigando comida, arrimaba el hombro, a su manera, con
potentes ladridos. Los niños no queríamos perdernos el espectáculo, así que nos
enfundamos también con guantes, gorros y bufandas. Y, apostados en el interior
de la estación gélida y casi en penumbras, aparecían en los cristales nuestros
rostros tallados con vaho.
Hasta donde la vista alcanzaba veíamos
los cerros con sus picos recortados en zigzag, y el reflejo de la luna acostado
en las partes más planas, dándonos a entender que no estábamos tan solos como
nos sentíamos. En una esquina del apeadero, confundida por las luces, apareció
la silueta encorvada de una mujer que caminaba a regañadientes con la cordura.
Temí lo peor. Un hilo de voz que apenas le salía de la garganta susurraba a los
cuatro vientos: Ramiro, Ramiro. ¿Dónde
estás, Ramiro?... Mi padre la alcanzó y la trajo donde estábamos los niños,
me hizo una seña con el brazo, me acerqué y me
entregó el testigo. Más furioso que avergonzado, más dolido que provocado,
aguanté los comentarios de mis amigos diciendo que estaba loca. Aunque, para
ser sincero, claro que me molestaba que los demás conocieran esa grieta abierta
en mi familia. Nos sentamos en un poyete, cogí fuerte su mano entre las mías y
le prometí que cuando fuera mayor encontraría a Ramiro y lo traería junto a
ella. Pero mi abuela, viviendo fuera de la realidad o mejor dicho dentro de la
suya, hablaba: …por alimento… …minar… te
requiero… Al cabo de mucho tiempo comprendí que aquellas palabras sueltas
pertenecían a los versos del poema “Elegía”, que Miguel Hernández le escribiera
a Ramón Sijé, a quien tanto quería… “Daré tu corazón por alimento/...Quisiera minar
la tierra hasta encontrarte/...Del almendro de nata te requiero...”.
Quince minutos antes de distinguirse
la locomotora y sonar la bocina en señal de llegada, la situación estaba
completamente controlada. En el andén solo quedaba el jefe de estación, el
terreno estaba limpio de agua y cada cual secaba los huesos empapados y
entumecidos al abrigo de sus chimeneas. Esto dio para algunas especulaciones y
comentarios: qué podría haberse hecho y no se hizo, cómo debió mejorarse el
trabajo en cadena, quién fingió dolor de riñones para escaquearse, porqué al
empezar a llover con intensidad no tocaron las campanas... Después, las voces,
como todo en general, se fueron apagando. Años más tarde, a mi pueblo le
quedaban tan sólo montículos de piedras, los caminos cubiertos de maleza y una
asamblea de silencio llena de fantasmas. Salimos de allí cumpliendo los deseos
de volar que tuvieron nuestros antepasados, generosos con nosotros al dejarnos
por herencia su espíritu aventurero y un puñado de pretensiones que nos ayudaron
a prosperar.
No recuerdo el momento en que empecé a recopilar lo que sabía sobre Ramiro y
mi abuela, pero todo lo fui anotando en hojas sueltas que, por fecha de
creación, archivaba en una funda de plástico, pensando que así, cuando pudiera
dedicarle tiempo suficiente, me sería fácil recomponer su historia de amor,
traición y desengaño… ¡A saber! Más tarde llegaría a la conclusión de que las
piezas de este puzle no podría encajarlas, salvo que investigara más allá de lo
que me habían contado y, desde luego, sacara mis
propias conclusiones. Una era que dentro de las aspiraciones de Julia García,
mi abuela, nunca estuvo limitarse a parir hijos, cuidar del ganado y deslomarse
en el campo hasta que se fuera el sol. Se decía en el pueblo que era alocada,
que soñaba con tener otra vida en el mundo que presuponía al otro lado de los
cerros. Lo que no imaginó, estoy seguro de ello, es que su existencia fuera
casi gris, y que enamorarse significara inmolar sus proyectos.
Mientras duró la Guerra Civil
Española, mujeres y hombres de todos los rincones del país, perseguidos por
mantener libre e independiente la causa que defendían, tuvieron que esconderse
arriba en las montañas, pensando que no estarían mucho y que los compañeros, en
nombre de la libertad, destronarían a los gerifaltes del régimen. Pero la cosa
duró lo que sabemos y muchos se quedaron a vivir dentro de la naturaleza; otros no lo consiguieron, y los hubo también que, desafiando a la suerte, bajaron ante la necesidad de
ver a los suyos. En ninguno de estos perfiles encajaba Ramiro Buendía, al que
conocían como el guerrillero. En la primavera
de 1938 Julia García acababa de cumplir dieciséis años. Su madre, mi bisabuela,
cosió y bordó una enagua para que la estrenara. La virulencia de la contienda impedía
moverse por la provincia para comprarle un regalo a la niña. Cerca de ellos se libraba de manera contundente una
de las batallas contra las fuerzas sublevadas del bando franquista. Estábamos
en zona roja. Un domingo que los tiros y bombardeos ofrecieron calma chicha, mi abuela y sus amigas se atrevieron a llegar a los
huertos por si quedaba algo de la cosecha que ya daban por perdida. En mitad
del monte, tendido en el suelo, boca abajo, encontraron a Ramiro. Le
zarandearon con la punta del pie para asegurarse de que no estaba muerto. Entonces,
el guerrillero se giró sobre sí y, con los ojos aún entornados, vio delante de él a la
mujer más hermosa del mundo.
Ramiro Buendía iba de paso. En
Francia le esperaba un grupo de republicanos que operaban desde el exilio para introducir
a quien quisiera en la URSS.
–Un número importante de ellos no regresaría nunca, bien porque perdieron la
vida, bien porque se instalaron definitivamente allí. Otros lo harían tras la
muerte del dictador–. Pero Julia retrasaría un
poco su marcha. Era alta, con el pelo castaño claro, muy delgada. Huesuda, que
diría su madre. Los ojos verdes, o casi grises, según la posición de la luz.
Tenía las manos encallecidas por las labores del campo y la piel muy tostada
por lo mismo. Gracias a su simpatía, zalamería y desparpajo, el guerrillero no tardó en ganarse los
favores de mi bisabuela, que le trató como a otro miembro de la familia. Ramiro
dormía en un cuartucho pegado al corral, con una puerta trasera que salía justo
cerca del río, lo cual, en caso de necesidad, facilitaría mucho la huida. Cuando todos dormían, Julia encendía la
candela que ardía dentro de los pantalones de Ramiro. Ninguno de la casa
sospechaba nada salvo su madre que andaba con la mosca detrás de la oreja. ¿No le notas a la niña que le han crecido
mucho los pechos? –Le decía al marido–, pero éste se daba la vuelta y a
roncar.
Un año después de aparecer, al final
del verano de 1939, con el barrido que el bando nacional estaba haciendo por la
zona, Ramiro decidió ponerse a salvo, prometiéndole a Julia que, cuando todo
estuviera resuelto y se instalara definitivamente la paz, vendría a por ella
para irse a vivir juntos. Pero, de momento, lo mejor para todos era que no le
encontrasen allí. Así que, además de adherir en
ella la fogosidad del amor justo en el centro del paladar, también la dejó preñada –el
guerrillero nunca lo supo–. Y, justo antes de despedirse, trenzados en un
abrazo con fecha de caducidad, deslizó en el bolsillo de la mujer unos
documentos envueltos en papel de periódico. Así fue como mi abuela Julia se
convirtió en madre soltera hasta el final de sus días. Sacó a su hijo adelante
pasando todas las penurias imaginables. La secuela de los años de posguerra y
de hambre despertó en su organismo una tuberculosis mal curada que derivó en
enfermedad crónica. Sin embargo, eso no le impidió trabajar hasta que las
fuerzas le abandonaron. Cuando el hijo empezó a hacer preguntas comprometidas,
su madre le dio el envoltorio y le dijo que ahí estaba todo cuanto tenía que
conocer del hombre que la había fecundado.
Por primera vez mi padre iba a tener
acceso al otro cincuenta por ciento de sus raíces. Tuvo sumo cuidado de no
romper el papel por no dañar también lo que hubiera dentro. Halló una cartilla
de racionamiento a nombre de Ramiro Buendía de la Hoz. Mi bisabuelo le
explicó que el régimen la estableció por una orden ministerial del 14 de mayo
de 1939 para abastecer a la población con productos básicos y de primera
necesidad –nunca hubo suficientes para todos–. Posteriormente descubrí por mi
cuenta que al principio fueron familiares, discriminando a la mujer, hasta que
en 1943 se sustituyeron por otras individuales, desapareciendo por completo en
mayo de 1952. Nunca supimos por qué el
guerrillero tenía una familiar. Junto a este documento, que hoy conservo
como pieza de coleccionista, había también un carné de la CNT y un puñado de billetes de
veinticinco pesetas emitidos en la Segunda República.
Mi padre pasó página a aquel
episodio con absoluta frialdad. No quiso saber más porque no le interesaba el
paradero de quien consideraba un miserable por haberles abandonado y engañado.
Pero la abuela no pensaba lo mismo. Ese fue su primer y único amor y no estaba
dispuesta a perder su recuerdo. La promesa que le hice en el interior de la
estación, cuando la lluvia, jamás se apartó de mi cabeza, ocupando un lugar destacado en la lista de las cosas
pendientes. Salí del pueblo antes de que éste se
hiciera con las riendas de mi persona; mis
padres lo hicieron cuando enterraron al último de los suyos. En la ciudad, con
gran esfuerzo por parte de todos, y una perspectiva de vida muy diferente,
oposité para el personal laboral de la Administración Pública.
Me destinaron a uno de los ayuntamientos de la periferia que estaba patas
arriba al haber cambiado el equipo de gobierno.
Me afilié a Comisiones Obreras por
varios motivos que no vienen al caso. Esto me sirvió para contactar con un ex
militante del Partido Comunista al que conté la
historia de mi abuela Julia y Ramiro, el
guerrillero. Me contó que tenía referencia de otros casos similares, así
que pensé que efectivamente podría darme norte en mi afán de búsqueda. Todas
las pistas encontradas conducían al otro lado de la frontera: en el Registro
Civil Consular figuraba que contrajo matrimonio en 1940, en la ciudad de
Toulouse. Pero justo ahí se perdía su rastro.
Cogí vacaciones de invierno y me fui a Francia.
No fue difícil contactar desde allí
con familiares de asilados en aquella época. Mujeres y hombres que construyeron
sus vidas en el país vecino para tratar de darle a los suyos un futuro mejor.
Todos con los que hablé coincidieron en lo mismo: era muy probable que Ramiro
adoptara una falsa identidad y que ni siquiera pasara a la URSS. Nunca sabré con
seguridad si el guerrillero pisó las
mismas calles que yo en ese momento, si estampó sus sueños al borde de la
cuneta, si fue feliz o desgraciado, honrado o maleante, pero de lo que estaba
seguro era de que el olfato suspicaz, que salta con fuerza desde el interior de
cada uno, me decía que los nombres de Julia y Ramiro, el guerrillero, estarían grabados a punta de navaja en algún rincón
del Jardín Japonés de Toulouse. Antes de marcharme, en el escaparate de una
librería antigua, y delante de las obras completas de Blas de Otero, vi
escritos unos versos suyos puestos como reclamo: “Aquí tenéis, en canto y alma, al hombre/aquel que amó, vivió, murió por
dentro/y un buen día bajó a la calle: entonces/comprendió: y rompió todos sus
versos”. Según lo leía emocionada y las lágrimas calaban mis mejillas, supuse
que en aquel manojo de palabras tan bien conjugadas se
concentraba la pasión y el sufrimiento de mis abuelos.
Ahora, apoyado en el alféizar de
estas reflexiones, pienso uno a uno la sucesión de los hechos: recuerdo mi
pueblo, la noche de lluvia, el perro ladrando, los vecinos achicando agua y
nerviosos por si aparecía el tren antes de tiempo, ocasionando alguna desgracia, la campana de la iglesia, a la
abuela Julia en camisón, desorientada y gritando: Ramiro, Ramiro, ¿dónde estás, Ramiro?, a mi padre resignado acariciándola
el pelo y a mí, que entonces no entendía nada y creía saberlo todo, soñando con
convertirme en el héroe de hojalata, que algún día seguiría los pasos del
forajido hasta dar con él trayéndolo de vuelta a casa. Pero la realidad,
siempre cruda y a veces mordaz, volvió a dejar los huesos del guerrillero, allá donde estuvieran. “Volverás al arrullo de las rejas/de los enamorados labradores…”.
Una vez más, como nos tienes acostumbrados (se te echaba de menos), conduces al lector hacia la sensibilidad con la historia de unos abuelos que podríamos identificar como nuestros.
ResponderEliminar«Aquí tenéis, en canto y alma, al hombre/aquel que amó, vivió, murió por dentro/y un buen día bajó a la calle: entonces/comprendió: y rompió todos sus versos»… Hoy, algunos como yo, soltarán una lágrima.
ResponderEliminarConforme avanzaba en la lectura iba aguantando la lágrima....Precioso relato.
ResponderEliminarLo consigues una y otra vez... Despiertas mis emociones con suma facilidad y yo, agradecido, me sumerjo en ese mundo maravilloso de los sentimientos al descubierto. Gracias, querida Mayte, por "resucitarme" a la vida con tus relatos. Es fácil quererte.
ResponderEliminarChica, no sé qué decirte, siempre me dejas sorprendidal. Narras tus experiencias,relatos que no se sabe si son vividos por ti o es tu imaginación. Los cuentas con tanta claridad y conocimiento que...Me ha gustado mucho hasta me veía yo en las vías, es que te metes en el relato.
ResponderEliminarUna vez más, una historia de película, con sus idas y vueltas en los distintos tiempos: de un pasado, a otro anterior y luego un relato sucesivo, y llegada al presente. Ya digo: podría valer para un guión de cine; por los personajes, por la historia, por las emociones, por la relación con la historia general del país,... Fenomenal historia. Un abrazo.
ResponderEliminarEnhorabuena Maite. Es un bello texto y emociónate, has reflejado los sentimientos de los personajes con una carga emocional muy grande, llegando al corazón del lector. Un beso
ResponderEliminarEn este relato pones de relieve una vez más la importancia de la memoria en nuestras vidas. Se notan tus tránsitos personales recientes en las palabras que escribes en estos últimos tiempos. Me has sorprendido al poner a Miguel Hernández como clave para entender la historia que cuentas. El trasfondo de la Elegía a Ramón Sijé, los remordimientos que acompañan al poeta, que ha terminado una etapa intelectual con el amigo, a quién termina perdiendo en el tiempo, son el escenario adecuado para contar la historia de estos abuelos protagonistas, como tantos otros, de tiempos que cercenaron tantas vidas, como la lluvia impetuosa con la que inicias tu escrito. Esa lluvia y los cadáveres de tantos abonan el renacer de la vida.
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