El
autobús urbano de la línea 1 circulaba por la calle Cartagena a más
velocidad de la permitida, cuando el semáforo que está a la altura
de Francisco Silvela se puso en rojo, y el conductor, desprevenido,
tuvo que frenar en seco. Labîb Yılmaz –que significa sensato y
valiente–, El turco, como le llaman los amigos y compañeros,
y que venía de visitar a un conocido,
dueño de un bar en las cercanías de la calle Altamirano, iba
pensando la manera de decir en casa que dentro de pocos días
entraría a formar parte de un ERE. Trabajaba en el departamento de
contabilidad para una cadena de pescaderías con franquicias
repartidas por medio país. Hijo de un diplomático nacido en Siria,
y de una científica oriunda de Serbia, ambos vinculados al Instituto
Cervantes, en Damasco, hasta que cerraron la sede, vivió siempre al
margen, o muy protegido de los problemas reales que padecen otras
personas. Al agravarse la situación en Oriente Medio, sus padres
decidieron enviarle a estudiar a Europa, donde, desde Suecia hasta
Georgia, lo hizo en los mejores y más selectos sitios, cursando,
finalmente, Ciencias Económicas en la Universidad de Cambridge.
Aunque no terminó la carrera, más bien por cabezonería, sí que
encontró un empleo para repartir publicidad durante el día, y otro
de noche para llevar comida preparada a domicilio. Con eso, y la nada
deleznable asignación que recibía de sus padres, ajenos a su nueva
situación laboral, le daba para vivir desahogadamente. En el verano
de 2012, tras hacer turismo por la Costa Azul, y recorrer pueblos del
interior de Francia, llegó a Madrid, invitado –gracias a
los contactos que mantenía su familia– por el Ministerio de
Cultura. Asistió a cenas oficiales soportando conversaciones
obsoletas, a bailes de gala con esmoquin de alquiler y a una subasta
que le resultó, como poco: aburridísima. Se hospedaba cerca del
Congreso de los Diputados. Un domingo por la mañana, después de
haber corrido por el Parque del Retiro, entró a desayunar en una
cafetería cerca del hotel. Entendía y hablaba bastante bien el
castellano, por eso prestó atención a lo que hablaban las camareras
detrás de la barra respecto a una
charla que se celebraría en breve sobre vertidos residuales y sus
consecuencias a corto y largo plazo. Quiso saber más, así que
le ofrecieron la publicidad que había encima del mostrador.
Decidió que asistiría. Además de resultarle interesantísimo,
le dio la oportunidad de conocer a las personas que marcarían
su futuro más inmediato...
A
Olga Granados, que estudió para auxiliar de vuelo y se quedó en
tierra, la enviaron como azafata de la ETT que cubría diferentes
eventos programados en la ciudad. Esa tarde, en
la que El turco apareció
por el Palacio Municipal de Congresos
del Campo de las Naciones de Madrid, ella sustituía a una compañera
que se había puesto mala. Entregaba los programas, sonreía al
público e indicaba hacia dónde tenían que dirigirse, dependiendo
de lo que fueran a ver o escuchar. Labîb se fijó en su belleza
desde un primer momento; tanto que,
llegando a la parada del metro, mucho después de acabar la
conferencia, se hizo el encontradizo. Olga era una mujer
independiente, amante de su libertad por encima de todo, y
consecuente con sus actos y forma de pensar. Entre otras muchas
cosas, le abrió las puertas de las luchas callejeras,
despertando en él un instinto solidario hasta entonces
desconocido, que le llevó a repartir artículos de primera necesidad
a la población más desfavorecida, preservativos a las prostitutas y
jeringuillas desechables entre los adictos a la heroína. Tanto le
atrapó esa mujer, y la belleza del
Madrid que no pregunta y te acoge, que, sin contar con su familia,
una vez terminadas las supuestas vacaciones, buscó un alojamiento
barato por la zona de Cuatro Caminos, un piso compartido que le
habían recomendado.
A
las pocas semanas de comunicar en su casa la decisión tomada, y
comprobar que en su cuenta bancaria no se había realizado el ingreso
mensual, Olga le propuso, sin compromisos de ninguna clase, vivir
juntos. Bueno, excepto lo que surgiera, claro. Alguien le comentó
también que en la cadena de pescaderías SURESTE S.L.
buscaban personal cualificado. En un principio, la idea de
verse entre espinas y despojos de vísceras no
le seducía en absoluto. Pero una vez presentado su currículum y, a
pesar de no haber terminado la carrera, viendo que tenía una
preparación muy elevada, enseguida le llamaron del departamento de
contabilidad, donde, tras estar unos días a prueba, ingresaría
rápidamente en plantilla.
Olga
no le toleraría al turco deslices machistas –sabía que
venía de una cultura que sí lo era–, ni estaba dispuesta a tener
en casa a un tipo que, con dinero fresco en el bolsillo, se tomara la
libertad de organizar su hogar. Por esa razón, marcaba mucho la
distancia entre la relación íntima que mantenían esporádicamente
y la doméstica, con el fin de que la
testosterona no se le subiera a los sesos. Tenía una hija de ocho
años de una relación anterior. Una niña problemática y
desorientada a consecuencia de la educación tan diferente que
recibía de sus padres. Labîb cuidaba de ella como si fuera
biológicamente suya: juntos hacían los deberes, iban al cine,
jugaban a las adivinanzas, al ajedrez –el tablero de los cuadros,
que llamaba la pequeña– y, siempre que podían, normalmente
domingos alternos, disfrutaban por igual de una bonita mañana en el
parque, hiciera sol o estuviera nublado.
Cuando
bajó del autobús y se encaminó hacia el final de Suero de Quiñones
con López de Hoyos, donde vivían, ya tenía decidido que se iba de
casa sin comunicar la pérdida inminente de su empleo. Lo hacía,
–así lo argumentó–, porque la relación que mantenían
se fundamentaba básicamente en lo sexual, y él buscaba ya un
compromiso mayor… Al principio no cambió mucho el trato con la
niña, pero poco a poco, según fueron pasando los meses y cumplido
el primer año, se fue distanciando, hasta
que dejó de ir a verla a la salida del
colegio… Ahora, Olga era consciente del compañero que, en todos
los sentidos, había perdido. La única persona por la que su hija
demostraba una complicidad especial. Una mañana la encontró sentada
sobre la mesa de la cocina, con las manos en el regazo y llorando
desconsoladamente. Al preguntarle qué
le pasaba, la niña pidió a su madre
que por favor buscara a Labîb, pero Olga no halló el valor
suficiente para hacerlo...
Las
noches de invierno para las personas que viven al raso son como
cuchillos de hielo sin trayectoria determinada. El movimiento
ciudadano donde Olga colaboraba hacía
rutas por los barrios más necesitados. Sin embargo, en el centro
turístico de la ciudad también había personas durmiendo a la
intemperie. Esa noche de clima duro, con fuerte viento polar, al
grupo de Olga le tocó hacer ronda por Gran Vía y Sol. Sobre
las tres de la madrugada, los voluntarios
estacionaron los vehículos en la Plaza Provincia, frente al
Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación, y se dirigieron
a los soportales de la Plaza Mayor. Primero iba quien explicaba el
trabajo que realizaban, ofrecía los servicios oficiales de los que
disponían e insistía en que fuesen a
los albergues. A veces lo conseguía, aunque eran las menos... A
continuación daba paso a los compañeros que llevaban el café con
leche −los dulces no alcanzaban para todos−. Olga estaba
distraída con la tapadera de un termo que no podía abrir. Cuando al
fin lo consiguió, derramando parte del
líquido, llenó uno de los vasos de plástico casi hasta el borde y
lo puso al alcance de unas manos
temblorosas que iban en busca de su piel... Los ojos azules y
profundos de El turco, desbordados
de lágrimas, se parecían a la fatiga que el Mediterráneo trae
desde alta mar, para bañar con su espuma la arena dolida de las
playas abandonadas. Lo dejó todo en el suelo y le ayudó a
incorporarse. Labîb sacudió de sus ropas el polvo del fracaso, se
cubrió las manos con los guantes de esquiador que la niña le
regalara en uno de los cumpleaños y abrazó a la única mujer por la
que sentiría amor en toda su vida...
Se
besaron, y utilizaron palabras que acarician y aclaran las ideas,
hasta que la luz del día les devolviera a la realidad de cada uno: a
ella, a recoger a la niña, que estaba
con los abuelos, para llevarla al
colegio; a él, a los mercadillos de la mendicidad, cada vez más
empobrecidos. Se despidieron. Olga,
con el sabor del fracaso en los labios por no habérselo
podido llevar a casa; El turco, con
la seguridad de que nunca más la volvería a ver... Su hija la
esperaba con el abrigo puesto en el rellano de la escalera y echó a
correr hacia ella cuando la vio. Había pasado una noche regular, con
dolor de barriga y un vómito que le vino de madrugada; seguramente a
consecuencia del bollo de chocolate que se comió antes de la cena,
así que pensó que lo mejor sería no llevarla a clase.
El
parque al que normalmente iban con Labîb estaba solitario. Corría
el rumor de que unos atracadores rondaban la zona intimidando a la
gente. Pero la niña, segura de que El turco
aparecería en cualquier momento, insistía en ir hasta allí.
Su madre, incapaz de explicar que el hombre tenía que seguir su
camino en libertad, y ella preservar su corazón para que nadie lo
dañase, cedió y, durante mucho tiempo, en domingos alternos, ambas
se adentraban por la maleza, precavidas, hasta sentarse en el banco
donde aprendieron que sensato y valiente, en otro idioma,
significa Labîb Yilmaz, apodado: El turco.
Me asombra la capacidad que tienes para situar a tus personajes en cualquier punto del Planeta, y lo bien que se desenvuelven en tu riquísimo UNIVERSO de palabras. Nena, me quito el sombrero. De verdad te lo digo. Besos.
ResponderEliminarEl ritmo es genial Mayte. He disfrutado de ese pellizco de vida que tiene cada uno de tus personajes. Un abrazo
ResponderEliminarClaro, todas las historias no tienen final feliz , pero aún así me ha encantado .Un beso
ResponderEliminarCada vez me emocionas más y mejor. Eres una gran escritora y se me hacen imprescindibles tus relatos. Te camelo, amiga Mayte.
ResponderEliminarEs una historia muy real llena de amor, y paseas a los personajes por las calles de Madrid, y diotas a éstos de una gran dulzura.
ResponderEliminarComo ya te dije en alguna ocasión, me asombra la variedad de temas, personajes, situaciones,... de tus historias. Y suelen ir pegadas o relacionadas con algo actual: en este caso, aunque con otro enfoque, con los sirios que salen de su país. Muy bien escrita. Un beso.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho. Tienes la capacidad de evocar todas las geografias, historias e Historias, las sensibilidades de las distintas criaturas de este mundo global. Integrado todo en un formato ideal, con un lenguaje exquisito. Felicidades!!!
ResponderEliminarEres una escritora narradora excelente. Siempre me gustaría que tus relatos fuesen más extensos. ¿Para cuándo una novela?
ResponderEliminarAbrazos