domingo, 8 de noviembre de 2015

Manuel y gota de agua

Gerardo Sánchez, residente en Ankara desde hacía más de cuarenta años, trabajaba en mantenimiento en el ferrocarril, aunque le quedaban pocos meses para concluir su vida laboral, y cumplir el sueño de regresar a su pueblo durante una larga temporada. Estaba soltero, y corría el rumor de que tenía una hija con la prostituta a la que visitaba una vez por semana a las afueras de la ciudad. Pero, como digo, tan solo era una murmuración sin pruebas visibles... A bastante distancia de allí, pasado Valencia de Alcántara, en la provincia de Cáceres, a menos de dos horas de Portugal, su familia, campesinos, gente sencilla, humilde y servicial, vieron por televisión, horrorizados, las duras imágenes que llegaban desde Turquía sobre el atentado perpetrado presuntamente por dos suicidas en un acto por la paz que se iba a celebrar junto a la estación de tren. Elisendo y Basilia, sus padres, ambos nonagenarios, que no entendían nada del polvorín de violencia que asolaba la vida cotidiana y la tranquilidad en aquella zona, y que jamás asumirían que el mayor de sus hijos emigrara tan lejos si la cosecha daba para alimentarse todos, llamaron por teléfono, titubeantes y azarados, a Manuel, su nieto mayor, un lumbreras en esto de las nuevas tecnologías, para saber lo que decían sobre la matanza en esa cosa del Internet.
           Antes de que la casa de los Sánchez se llenara con la familia, que empezaba a movilizarse, los vecinos de los alrededores en un perímetro de cinco kilómetros a la redonda fueron a visitarles para interesarse por Gerardo y acompañarles en esos momentos de trágica incertidumbre. Los ancianos, sentados muy juntos y cogidos de las manos, con los labios apretados como si amurallaran así los lamentos y los suspiros susceptibles de escaparse, se mostraban abatidos. El ruido de motores deteniéndose, de abrir y cerrar puertas y de fuertes pisadas que se acercaban con rapidez, resonaban en las afueras de la vivienda, en medio de la noche. La hija mediana y Manuel fueron los primeros en entrar para tranquilizar a los abuelos. Aunque todavía los datos eran confusos, –se barajaba la cifra de casi un centenar de muertos y más de doscientos heridos–, delante de ellos se mostraban optimistas de que Gerardo estuviera en perfectas condiciones. Pero, en realidad, en el fondo de sus corazones se temían justo lo contrario, puesto que, al ser uno de los cabecillas –dentro de su gremio– de la Confederación de Sindicatos de Obreros Revolucionarios de Turquía (DISK), iría a la manifestación, sin duda alguna.
           Basilia, de carácter templado, mujer de pocas palabras, y un tanto fría en caricias, sabía muy bien lo que era sobrevivir a un hijo, con lo antinatural que eso suponía, porque perdió a la niña que tuvo de su primer matrimonio. Sin embargo, algo le decía que Gerardo estaba vivo, porque, aún coincidiendo con el cambio de luna, como ocurrió en aquella ocasión, esta vez no había sufrido ningún retortijón de tripa. Elisendo, que se casó con ella también de segundas, la miraba de soslayo, sin imaginar la reacción que tendrían ambos, ahora que de mayor uno se vuelve más vulnerable. A todo esto, Manuel consultaba en el portátil las webs de los diarios más importantes del mundo, y dos pequeñas ventanas abiertas en una esquina de la pantalla: una, con la CNN; la otra, con la BBC.
           El Aeropuerto Internacional Esenboğa, situado 28 kilómetros al noroeste de Ankara, minutos después de conocerse lo ocurrido, se convirtió en la boca del lobo para la gente que esperaba el momento de embarcar. La información escasa que tenían, y contradictoria al mismo tiempo, creaba alrededor de los viajeros, con hilos de pánico, finos y punzantes, una tela de araña a lo desconocido. Damla –'gota de agua', en turco–, hija de Gerardo, que le esperaba para viajar juntos a Extremadura donde le presentaría a toda la familia, quienes no tenía idea de su existencia, pensó que el destino podría haberle dado a su padre una patada en las pelotas, ya que, otra cosa no, pero puntual era un rato, y ese retraso no le gustaba nada. La chica, cada vez más intranquila, aunque sin moverse del punto de encuentro que pactaron, no paraba de mirar el reloj.
           Damla, a diferencia de su madre, vivió apartada del prostíbulo, estudiando en los mejores centros con la ayuda incondicional de Gerardo. Aficionada, al igual que él, a los deportes de invierno, en cuanto podían subían a la menor ocasión a la estación de esquí del Monte Elmadag, pasando a veces más de un día; o paseaban por la ciudad contemplando los monumentos de las calles y los lugares emblemáticos. A menudo dedicaban una tarde a visitar alguno de los numerosos museos con los que cuenta la ciudad. Con frecuencia iban a merendar al barrio de Atpazarı, y hacían un alto en el Castillo de Anakara, donde se encuentra el Museo de las Civilizaciones de Anatolia, en el que disfrutaban descubriendo curiosidades de otras culturas. Gerardo se enorgullecía de todo lo que sabía la chica y las anécdotas tan graciosas que le contaba de la época paleolítica y del imperio Bizantino. Ella, por su parte, le tomaba a él de modelo para crecer como persona, y reforzar su personalidad, puesto que a su lado aprendió parte de los valores que tenía.
           Establecer el orden en la terminal de pasajeros era difícil. El personal del mostrador de facturación, tan desbordado y perdido como los viajeros, no daba abasto. Gerardo seguía sin aparecer. Damla buscaba una conexión wifi a la que conectarse para enviar un WhatsApp a su padre y saber dónde y cómo se encontraba. La única red que no aparecía caída venía de la cafetería, donde habían instalado a las delegaciones del deporte estadounidense, árabe y europeo, que ese mismo día habían llegado de visita oficial. ‘Gota de agua se acercó ahí cuanto pudo. Había conseguido señal, aunque el servidor de la mensajería instantánea no enganchaba bien; así que optó por abrir el navegador y escribir un email, por si le fuera más sencillo. Pero uno de los policías que patrullaban por allí, colocado detrás de ella, le sugirió que apagara el teléfono, no sin antes desconectar, él mismo, los datos. La joven, a la que no le quedaban dudas de que Gerardo, por la razón que fuera, ya no llegaba, yéndose hacia la salida, le buscó las vueltas al guardia de seguridad y salió al exterior, donde logró que un taxista la acercara hasta las afueras de la ciudad.
           El olor a humo y carne quemada era insoportable. Los gritos y el llanto, también. Damla caminaba en dirección contraria a la gente que huía del lugar de los hechos llevándose los dedos a la boca, como en señal de lamento. Reconoció a uno de los compañeros de su padre acuclillado delante de dos cadáveres irreconocibles, enroscados uno con el otro. Al preguntarle si había visto a Gerardo, giró la cara, manchada de negro, levantó la vista y negó con la cabeza. Horas después, exhausta de tanto buscarle, consultó la lista de fallecidos. Con el dedo índice bajó por el desfiladero de los nombres y apellidos, hasta tropezarse con la ese de Sánchez...
           Cuando sonó el teléfono había amanecido. El rebaño de ovejas que cada día bajaba a pastar en sus tierras pasaba por la calle principal en ese preciso momento. Manuel, sentado cerca, lo cogió con prontitud. Su madre y la abuela se habían echado un poco. Los demás, en vista de que no tenían noticias nuevas, se habían retirado a sus casas. Así que en el comedor quedaban solamente el abuelo y él. A Elisendo, concentrado en liar otro cigarrillo para el nieto, le sobresaltó el timbre, cayéndose por la tela del pantalón el tabaco y el papel hasta acabar en el suelo. No le hizo falta escuchar palabra alguna, porque cuando levantó la cabeza el rostro del joven, pálido y desencajado, lo decía todo.
           Elisendo y Basilia recorrieron los 91 kilómetros que separan el aeropuerto de Badajoz de Valencia de Alcántara junto a sus otros hijos y el resto de la familia. La ceremonia para recibir el cuerpo sin vida de Gerardo, siguiendo los principios de los Sánchez, sería íntima y laica. Pero Manuel, que había viajado hasta Ankara, apareció solo, aunque con una explicación. Allí había conocido a Damla, su prima de rasgos árabes, y la encargada de entregarle el cuerpo sin vida de su tío. Sentados en el Parque Genclik, hablando ambos en un inglés exquisito, y dejándose llevar por el alboroto de un grupo de niños que jugaban al lado, Damla le contó cómo fueron las últimas horas de su padre, aquel extremeño de sonrisa espontánea, y celoso de su intimidad. Horas antes de encontrarse con su hija, Gerardo, que formaba parte de los convocantes al mitin para pedir la paz y el cese de los combates, y al que no podría asistir al tener el viaje programado con mucha antelación, quiso dejarlo todo a punto con sus compañeros. Iba apurado de tiempo, pero confiaba en llegar con el suficiente margen para que Gota de agua no se enfadara con él. Poco antes de las diez de la mañana, conversaba con un grupo de arquitectos y médicos de signo progresista, obreros de todas partes, estudiantes y mucha población civil que acababan de llegar para unirse a ellos, cuando una lluvia de trozos de metal, primero, y la metralla de la segunda explosión, después, convirtió la alegría y aires de libertad en la tragedia que se ha conocido...
           Damla y su madre, con la que apenas tenía contacto, identificaron el cadáver y lo enterraron enseguida, teniendo en cuenta las condiciones en que se encontraba. Gota de agua encontró entre las pertenencias de Gerardo el número telefónico de sus abuelos y el correo electrónico de su primo, lo que le posibilitó establecer contacto con ellos. Hacer entender a Manuel que el extremeño quería quedarse ahí una vez muerto no fue difícil. Pero ninguno de los dos jóvenes encontraba la razón por la que nunca había dicho que tenía una hija, ni a ésta una familia, hasta poco antes de planear el viaje. Pero eso era algo que ya no tenía arreglo. A lo que sí podían ponerle solución era al presente y al futuro. A iniciar la relación que nunca tuvieron sin que el paso del tiempo, o la distancia, enfríe la intención. Se despidieron, seguros de volverse a encontrar en otro espacio menos hostil, donde el aire esté más limpio, y los campos mejor sembrados. A Damla le resultaría complicado salir ahora de Ankara, por la inestabilidad que había traído el atentado, pero prometió a Manuel que, cuando los cerezos estuvieran a punto de dar su fruto, iría a casa de los abuelos, a llevarles una botella con arena de Bozcaada, la isla turca del mar Egeo donde a Gerardo le gustaba pasar los veranos con su hija: Gota de agua.

12 comentarios:

  1. Nena, cada vez contextualizas mejor las historias. Vas por el buen camino. La de hoy me ha gustado muchísimo. Besos.

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  2. Gerardo pagó el precio que a veces se paga por exigir "paz y libertad " Gerardo un auténtico democráta y Mayte una gran Narradora y Escritora, "con mayúsculas".

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  3. Sentimientos a raudales y perfecta la narración. Cada vez mejor, amiga. Gracias por tan hermoso regalo dominical. Besos.

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  4. Miguel Ángelnoviembre 08, 2015

    Despertar conciencias e imaginación, a partir de hechos de la actualidad. Un beso.

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  5. Excelente narración, aunque triste por la pérdida de Gerardo,
    Gota de agua ¿se quedará sola?..., ¿visitará a sus abuelos?..., pero, esa es otra historia..., un beso Mayre.

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  6. Una lectura imprescindible. Una joya, Mayte, este relato sobre un emigrante extremeño en Turquía asesinado en el atentado en la estación de transportes de Ankara. Con tu estilo de impávida sencillez, Mayte, llegas a las fibras del sentimiento y de la reflexión. Cada vez, mejor.
    Ignacio Fontes. M., 0911115.

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  7. Jesús Aguilarnoviembre 10, 2015

    Has elegido como escenario para escribir este relato un lugar lejano y convulso, al tiempo que pones como contrapeso un escenario familiar y rural que nos suena a cercano. Es verdad, nuestro mundo se hace pequeño porque los medios de comunicación nos acercan a todos los rincones, pero en lo que escribes pones de manifiesto la distancia, las distancias que hay en las realidades, los puntos de vista tan diferentes. En la historia pones a Gerardo como el eje sobre el que giran dos mundos muy diferentes, quizás una metáfora de la realidad de Turquía, encrucijada de culturas que no terminan de entenderse mutuamente. Es un personaje desaparecido, a quién se ha hecho saltar por los aires. Desde ambos lados de la historia, que localizas geográficamente con precisión, hay un gran deseo de que aparezca, frustrado al fin.
    Valiente la propuesta desde los jóvenes -Manuel y Damla-, en los que de alguna manera depositas la esperanza de poder entenderse y la necesidad de cruzar puentes. Arriesgas en la historia que cuentas y dejas claro que merece la pena reivindicar los encuentros y no las intransigencias, mucho más cómodas para salir del paso.

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  8. Siempre me saben a poco tus cortos relato. Aunque pienses que soy pesado, ¿para cuando una novela?
    Abrazos desde Málaga

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  9. Magnifico relato..........Los atentados terroristas y los muertos inocentes de otras partes valen mucho menos que los de París,por ejemplo.
    Un beso.

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