domingo, 11 de octubre de 2015

Catalina


Sonó el timbre de la puerta, seguido de un toque muy suave con los nudillos. Era Mari, la vecina del otro lado del descansillo. Traía las cosas que le habían encargado: un paquete de detergente pequeño, cien gramos de carne picada para albóndigas, media pechuga de pollo en filetes, un litro de leche y dos paraguayas que añadió por su cuenta. Se lo dio todo a Gloria, la chica de Ayuda a Domicilio, que tenía concedida tres veces por semana. Pasó hasta el salón y dijo: Buenos días, señora Cata. No sé si luego vendremos pronto para pasarme un ratito con usted. Ya sabe que fue el cumpleaños del pequeño –se refería al nieto– y no pudimos ir a felicitarle porque estábamos fuera. Estoy haciendo una tarta para llevarla. ¡No sabe lo contentos que se ponen! Mañana preparo un bizcocho para nosotros y le traigo un pedazo. La mujer asintió con la cabeza. El ruido ensordecedor que subía desde el Taller de Reparación Mecánico MARTÍNEZ, ubicado en uno de los locales del aparcamiento, unido a que Mari se había dado la vuelta, impidió que escuchara lo que la anciana decía: Mari, no me encuentro bien, llame usted donde mi hermana… Pero enseguida cerró los ojos, tal y como hacía últimamente…
            Sobre la encimera, en una bandeja que Gloria estaba preparando para que después la mujer no estuviera mucho tiempo de pie, puso un vaso con agua, la medicación que le tocaba a la noche y tres galletas maría fontaneda, tapadas con una servilleta de papel. Dentro de la nevera, en un plato de postre, dejó una cuña muy finita de queso tierno, un poco de jamón cocido, como media loncha, y el yogur de ciruelas que tanto le gustaba. Recogió el plato de la comida para fregarlo, y comprobando que apenas había probado bocado. A punto de salir, con el abrigo y los zapatos ya puestos, se agachó para besarla en la frente y, acariciándole la barbilla, dijo con ternura: Tómese el jarabe después de cenar, abuela. Todavía no se le ha quitado del todo la tos. Y no duerma con la ventana del dormitorio abierta, que de madrugada refresca mucho. Le hizo otro guiño, pero Catalina no reaccionó, porque tenía la vista clavada en un punto del horizonte que solo ella veía. Suspiró profundo, como dándole a entender que era muy pesada con tanta advertencia y que se fuera ya. En cualquiera de los casos, y pese a la sequedad con que la anciana trataba a su cuidadora, sentía cariño por esa mulata de carnes apretadas, bonito rostro, simpatía radiante, honrada y muy puntual.
            Se levantó del sillón con mucho trabajo y, arrastrando los pies, fue detrás de la chica. Gloria estaba preocupada por la anciana, porque el deterioro se aceleraba por momentos. Así que pensó que lo mejor sería comentarlo en la reunión de grupo que tendrían por la tarde, para que la coordinadora de zona lo tuviera en cuenta. Antes de cerrar completamente la puerta, la joven, envuelta en ternura, le dijo, tocándole a la vez el brazo: Cuídese, Catalina… Echó las cuatro vueltas de llave que la incomunicaban con el resto del mundo… Necesitaba estirar las piernas, porque la piel, de tan tirante como la tenía, despedía fuego. Además, le vendría muy bien dormir; igual con eso se le pasaba el malestar que tenía como de bilis…
            Como no tenía intención de estar mucho rato acostada, solamente se echó una bata por encima. Ahuecó la almohada y notó que, a medida que abría el recuerdo, disminuía la presión de los párpados. Una por una recuperó la imagen de los suyos: de los que aún están y de los que ya se fueron… Se asomó, con distancia y respeto, al balcón de los primeros años de infancia, apuntalados, como estuvieron, de calamidades e inocencia, poblando de risas la calle mientras jugaba con las amigas a la rayuela, a las escondidas, o a saltar la soga, con el miedo siempre presente cuando, en la Guerra Civil Española, los obuses caían en su barrio de casas bajas, obligándoles a correr hasta el refugio, que a veces era una nave con sacos de harina almacenados. Evocó el silencio de tantas noches en vela junto a su madre y hermanas, tejiendo, a real la pieza, jerséis de bebé, para comer al día siguiente. Revivió momentos de aquella larga enfermedad que la mantuvo en jaque entre la vida y la muerte, y cuya consecuencia fue que nunca pudo tener hijos. Recordó también los primeros besos con aquel chico, huérfano de padres, criado por su abuela; un tipo sociable y enamoradizo, y con el que se casó a su regreso del campo de concentración, permaneciendo juntos más de cuatro décadas. Repasó las estrecheces que pasaron, pero reconociendo que, una vez superadas, vivieron a capricho, con su independencia, mimándose el uno al otro, viajando y disfrutando de los placeres que la vida pudo ofrecerles.
            Cuando Catalina enviudó, y su familia insistió en que se trasladara cerca de ellos, la mujer, amante de la soledad y huidiza respecto a los problemas ajenos, no dio su brazo a torcer, permaneciendo en el barrio de Canillejas, que tan entrañable le era. Eso sí, atrapada en el abandono de una oscuridad que la soberbia no le dejaba reconocer… El paso de los años, y las circunstancias que rodearon su vida, confirmarían que tomó la decisión menos acertada para todos, ya que, a veces, no compensa marcar distancia si las penurias son mayores. Pero cambiar a estas alturas, con casi noventa y tres años a sus espaldas, era absolutamente impensable. Lo peor es que el destino iba a colocarla en la jodida recta final que no tiene retorno…
            Se había quedado traspuesta. El bebé de los nuevos inquilinos del bloque de enfrente no paraba de llorar. Miró el reloj y, alarmada, vio que eran las seis menos cuarto de la mañana. Lo comprobó una segunda vez, porque no podía creer que hubiera dormido tanto. Pero sí… Aunque faltaba poco para que amaneciera, la necesidad de ir al baño le obligó a abandonar el lecho. Así que, con la lentitud con que la vejez convierte todo movimiento en un ejercicio interminable, procedió a llevar a cabo las rutinas de una mañana más. Ayudándose de la llave del armario se incorporó, crujiéndole los huesos. Acercó cuanto pudo el andador a los pies de la cama, iniciando un camino que ya no tendría retorno. La luz del pasillo, tenue y de bajo consumo, para gastar lo justo, alumbró la entrada al cuarto de aseo. Se aclaró los ojos y, tras orinar, se lavó las manos. Luego empezó a desandar algunos pasos con la intención de ir a la cocina, sacar de la nevera el vaso de leche y meterlo en el microondas. Pero al girarse perdió el equilibrio y… Estampó los huesos contra el suelo, golpeándose en la cabeza con el mármol de la encimera del lavabo… Cuando, segundos después, reaccionó –nunca pudo asegurar que hubiera perdido el conocimiento– y palpó el charco de sangre que se expandía por las baldosas, empezó a chillar… El paso del tiempo hasta que llegaron a socorrerla del “Servicio de Teleasistencia”, con la angustia por no poder levantarse, minó de impotencia su herido corazón. Alarmada por los gritos y el revuelo que el médico y los auxiliares formaron en la casa, la vecina de al lado llamó por teléfono a Mari, quien con su propia llave acudió de inmediato. A los diez días del suceso, ingresada en el hospital, le sobrevino, de madrugada, la muerte. Al otro extremo de la ciudad, a más de una hora de distancia, su hermana, enferma también, y rota de dolor, dijo a unos familiares que fueron a visitarla: Ha muerto como quiso vivir, sola.
            Meses después, en una cafetería del barrio de Salamanca, en Madrid, Mari –su vecina– y una de las sobrinas de Catalina que iba todos los lunes a verla, recordaban entre lágrimas, y muy apenadas, la testarudez de esa mujer de pelo lacio y cano, tacaña por miedo a quedarse sin dinero para el día de mañana –sin comprender que el día de mañana lo tenía encima– y empeñada en permanecer aislada del mundo real, enterrada en aquellas cuatro paredes de angustia y de agobio. Lástima –dijo una a la otra– que en el informe de la autopsia  no se diga que los últimos años de su vida fueron una cuesta arriba sin atajos ni desvíos. Un manojo de horas amodorradas de tristeza, y a la que un mal paso puso fin.

12 comentarios:

  1. No sé si la historia es real o producto de tu imaginación, pero de lo que no me cabe duda es de que está llena de sentimiento. Besos, nena.

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  2. Jesús Aguilaroctubre 11, 2015

    Decirte que me encantó tu relato de esta mañana. El comienzo me recordó a Beethoven y su quinta sinfonía, el destino llamando a la puerta.
    Propones y describes unos personajes que apuntan muy bien la realidad que vive Catalina:
    Mari.- la vecina. De esas que necesita saber quien vive a su alrededor, que ocurre tras los tabiques que la circundan, pero que no escatima en solidaridad. Esa mezcla tan humana y humanitaria al tiempo, propia del hábitat de la escalera, que quedó atrás.
    Gloria.- La generación de allende los mares que ha colonizado los desiertos que se han ido creando por la erosión de social.
    El taller mecánico.- que añade el ruido de fondo productivo, eficiente ante todo, pero que no deja escuchar esa queja que augura el desenlace.
    Catalina.- Mujer que se instala en la soledad, posiblemente porque siempre estuvo mirando fuera. Que se atrinchera ante las muestras de cariño, para no verse implicada de nuevo en futuras pérdidas.
    Es hermosa la ventana que abres en el crepúsculo, cuando la anciana se acomoda y conecta su sueño, el recorrido de lo que fue. Esa ventana se cierra con el llanto de un niño, genial. La vida siempre se abre paso. En el mundo no estamos nosotros solos, el reloj sigue marcando el tiempo.
    El tono del relato es muy entrañable, consigues darle el ritmo preciso para destacar la tragedia, con alarde de ternura.

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  3. Me parece un texto muy tierno y nos regleja una realidad, todos estamos en un mundo superpoblado, pero estamos solos.

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  4. A veces no podemos impedir que personas a las que queremos decidan vivir huyendo de la vida. Tu relato refleja la vida misma......

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  5. De nuevo abres el abanico de los sentimientos. Como siempre, personaje complejo, entrañable y cercano, rodeado de seres humanos que sienten y padecen.
    Cuando “abres el recuerdo”, eres generosa. Describes a la perfección las situaciones y estados anímicos, las añoranzas y los sueños, la vida…
    Dominas el relato con maestría y obligas a priorizar su lectura a cualquier otra tarea. Y lo más importante, me sigues emocionando.
    ¡Eres muy buena, querida y admirada Mayte!

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  6. Elisa Bejaranooctubre 11, 2015

    Maite, me parece un relato precioso y escrito con mucho cariño. Me gusta mucho.

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  7. Como todos los tuyos, vivo. J.G.

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  8. Que buen relato, lo has descrito todo de tal forma, que haces que nos adentremos en los personajes y lo vivamos desde el corazón. Besos

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  9. Precioso relato.Reslataría esta maravillosa frase: "Ahuecó la almohada y notó que, a medida que abría el recuerdo, disminuía la presión de los párpados."
    Lourdes

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  10. Me cuesta escribir mi opinión, sin dejar de pensar en lo duro y bonito que es compartir los sentimientos con los demás al leer relatos como este. Enhorabuena

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  11. Manuel Veraoctubre 14, 2015

    En el tiempo que se tarda en caer en los brazos de Morfeo,describes toda una vida de 93 años en unas cuantas lineas.Eres genial,Mayte.
    Un beso.

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  12. Excelente, Mayte, aunque me hubiese encantado que tu relato fuese mucho más extenso.
    Cuando comienzo a leerte, ya estoy disfrutando con tu escrito. A ver cuando te animas y escribes una novela.
    Un abrazo desde Málaga

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