Había
en esos ojos moribundos
un
amplio pedido de disculpas
y
una desesperada súplica de consuelo
que
se perdía en el vacío.
José
Rivera.
Bajó
el toldo hasta la mitad de la terraza para impedir
que la fuerza del sol afeara el barniz de los muebles. Acababa
de empezar en el calendario la tercera semana de mayo y, aunque
tardío, el primer calor de temporada entró de golpe. Apoyadas en la
mampara de la ducha dejó secando las zapatillas que se le habían
mojado con la presión del grifo, así que, con los calcetines grises
desgastados que usaba para estar en casa, recorrió los escasos
metros que le separaban de la cocina. Cogió del mueble una taza
grande de dos asas, y, procurando que no
le atropellara la impaciencia de los labios, sorbió con gusto el
consomé recién templado que seguramente le entonaría el cuerpo.
Días antes había comprado por Internet unas flores que todavía
lucían hermosas en el jarrón del dormitorio, dejando en el ambiente
un aroma agradable aunque indeterminado. Dio varias vueltas por la
habitación y a punto estuvo de tumbarse y abrir el libro que empezó
a leer la noche anterior: “Mañana no será lo que Dios quiera”,
biografía de Ángel González, un retrato lírico del gran poeta
escrito por Luis García Montero. Pero
prefirió sentarse en el comedor y escuchar a Miles Davis.
Seguramente eso le relajaría mucho más.
La
vida proporciona motivos pacíficos para hacerle la revolución a la
cobardía. Faltaba una semana para que se celebrara el juicio que
esperaba desde hacía tres años. Una travesía complicada de treinta
y seis largos meses, que apenas pudieron suavizar el remordimiento de
conciencia, ni el dolor del corazón. Y, aunque su mayor deseo era
que aquello terminara cuanto antes, según se aproximaba la fecha,
los nervios se le agarraban a las tripas como náufragos
desesperados. Pero quizá lo que de verdad le atemorizaba era no
tener valentía suficiente para mirar otra vez a la cara
de aquel niño que, pegado a la
cama de su padre, les recibió entonces sin asomo alguno de rencor.
Con la garganta reseca por la congoja a punto de estallar y,
acompañado por la música de Jazz, dejó puestas las llaves del
desván por si los sentimientos querían darse una vuelta y subir a
desahogarse mientras se ausentaba unas horas del presente.
Empezó
a beber por algo muy simple o muy tonto: porque la crecida de vacío
en su interior subía como las aguas de
un río desbordado, dijo la primera vez que habló en público en una
reunión de Alcohólicos Anónimos. Trabajaba en una empresa de
paquetería conduciendo una carretilla elevadora
para transportar palés. Cuando había mucha demanda y
necesitaban echar horas a destajo, el turno de noche se pagaba más
caro, con lo que, dada su necesidad de ingresos, él era siempre de
los primeros en apuntarse a la lista. Por esa época estaba
desesperado y fuera de control. Harta de limpiar los vómitos que le
provocaban las borracheras y de padecer junto a quien estaba dejando
de ser persona, acababa de abandonarle su mujer. Una tarde,
cuando terminaba la jornada laboral en el muelle, el encargado
le comunicó que había que cargar unos camiones antes de las tres de
la madrugada, hora programada para salir a carretera. Aceptó de buen
grado, pero quiso disponer antes de algún tiempo para cenar. Cuando
regresó quedaban solamente los tres compañeros asignados para
ayudarle. Tomó los mandos del vehículo y,
engañado por la confianza que merma el coñac en grandes
dosis, inició la tarea rutinaria con demasiada desidia.
Todo
iba saliendo sin incidencias. Habían terminado de cargar el
penúltimo tráiler y solamente faltaba uno
para concluir el trabajo. Metió las palas bajo una torre de embalaje
pesado, la elevó accionando la palanca
de mandos y aceleró bruscamente hasta llegar donde se suponía que
debía descargar los palés. Un pincho de tortilla y un café solo
fueron poca cosa para hacerle frente al vino y al coñac que tomó en
la cena. Con los reflejos disminuidos y el sueño plomizo que aparece
al filo de las cuatro de la mañana, la capacidad de reacción de su
mente estaba entorpecida. El golpe fue seco, rápido, sin ruidos.
Cuando se quiso dar cuenta, alarmado por
los otros compañeros, vio los pies de uno de ellos debajo de la
tonelada de desdicha irreversible que acababa de caerle encima.
Encontró
las paredes del muelle más frías que nunca, el cielo más negro que
nunca, la soledad más agresiva que nunca, la impotencia más injusta
que nunca... Escondió la cara entre las manos cuando se declaró
único responsable a la policía allí presente. Pidió
voluntariamente que se le realizara la prueba de alcoholemia;
todos
sabían que daría positivo. Por la puerta entraron
el
encargado y el director general,
muy
apenados y muy serios. Llegó la UVI móvil. Las esperanzas eran
pocas y el pronóstico muy desfavorable. No sabía qué hacer,
de
modo que se quedó pegado a uno de los laterales, con la sensación
de estar viendo imágenes de televisión, como si aquello no fuera
con él ni hubiese sucedido por su culpa... Al día siguiente le
despidieron y lo comprendió. La empresa puso en funcionamiento toda
la maquinaria legal para no verse mezclada y que aquel lamentable
accidente le salpicara lo menos posible. Algún tiempo después,
impulsado por los compañeros,
fueron
al hospital. Un niño de ojos grandes y mirada melancólica abrió la
puerta de la habitación justo en el momento en que ellos entraban.
Retrocedió y se quedó muy pegado junto al cuerpo en estado
vegetativo de su padre. Aquella carita inocente bastó para empujarle
a seguir un tratamiento de desintoxicación. Se lo debía al padre, a
la criatura, a su familia y, por encima de todo: A sí mismo.
A
esas horas no iba mucha gente en el metro. Contó con los dedos de la
mano las estaciones que le faltaban hasta llegar a Plaza de Castilla:
Siete en total. Caminó bajo la lluvia
fuerte de primavera con las manos metidas en los bolsillos, con la
lengua pegada al paladar, con el corazón en un puño... Cuando
cerraron la puerta de la sala del juzgado y las posibilidades de
escapatoria se redujeron a cero, liberó de los hombros el peso que
había soportado durante estos años
difíciles de llevar. Ignoraba qué pasaría de ahora en adelante, o
cual sería el futuro que les esperaría a cada uno de ellos, pero de
lo que sí estaba absolutamente seguro era de que el remordimiento,
que tal vez seguiría con él el resto de sus días, en breves
momentos, quedaría visto para sentencia.
Desde luego: Cómo llegas al centro del corazón, nena. Gracias por recordarme que la sensibilidad no ha caído en peligro de extinción.
ResponderEliminarUn relato real como la vida misma, pero contado para hacernos disfrutar con su lectura.
ResponderEliminarY despuès què?... es una pregunta que pocos se hacen. Còmo retomar la vida, o còmo encarar una vida que quizà nunca se ha conocido. Què interesante reflexiòn, Mayte. Difìcil es ponerse en la piel del otro, pero ello no quita para intentarlo. Me gusta que me hagas pensar.
ResponderEliminarUn relato duro y bien escrito como todos.
ResponderEliminarMe parece muy acertado el punto de vista desde el que escribes, el de un juicio. Hay en el fondo de este problema una actitud de juicio personal muy importante. Pones el dedo en la llaga al hacer un paralelismo entre ambos, el juicio material que cuentas y el juicio interior que uno desea que acabe. Acentúas las pérdidas y la sensación de aislamiento cuando pones al protagonista pegado al lateral de la ambulancia, tratando de hacerse invisible. Contrastas el sentimiento de culpabilidad con la mirada inocente del niño. Buen trabajo, Mayte. Por último destacar una frase del relato: "La vida proporciona motivos pacíficos para hacerle la revolución a la cobardía". Ahí pones de relieve el fondo del problema, las adicciones no son más que una conducta con las que aliviar los "malos tragos", los momentos en los que nos gustaría hacer paréntesis. Son conductas aprendidas como analgésico al dolor en muchas ocasiones y se requiere mucho valor para cambiarlas por otras conductas más saludables.
ResponderEliminarMayte, últimamente me encantan mucho más tus relatos. Este es precioso y magníficamente escrito. No te puedo decir nada más.
ResponderEliminarImpresionante!! Felicidades Mayte, como siempre, fenomenálmente escrito y emocionando!
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