domingo, 11 de mayo de 2014

La suerte de sentirme querida




La realidad está cargada de mil singularidades
que merecen ser observadas con los ojos de la poesía.
Luis García Montero

Recuerdo perfectamente aquel día como si fuera ahora mismo. Aún quedaba algún foco de la gastroenteritis que había pasado y seguía floja. Así que no tuve más remedio que anular la asistencia al preestreno de una película de producción canadiense, donde uno de mis amigos, actor secundario, tenía un papel de escasas diez frases, aunque fundamentales para el desenlace final de la trama. Pero no era ese el único motivo de disgusto para mí, ya que los directivos de la empresa donde trabajo propusieron que fuera yo la ponente de la representación que iría al Congreso Internacional de Distribuidores y Fabricantes de Sistemas Informáticos, lo que, como es de suponer, mandó a tomar por saco las mini vacaciones que había preparado a la playa para ese mismo fin de semana. En su lugar me tocó preparar un completo dossier, capaz de atraer a nuevos clientes que engordasen las cuentas de la compañía, sacudidas por el cólera de esta crisis que se está llevando tantas cosas por delante.
Antes de que llegara el taxi que debía llevarme al hotel cercano al sitio donde se iba a celebrar el evento, ya tenía preparado en el iPad la presentación de la última campaña, que hicimos con cierto éxito, y unas palabras minuciosamente escogidas que exponían con absoluta claridad la política de la empresa y sus intereses, que distaban mucho de los míos sin lugar a dudas. Me hice una raya muy suave en los ojos, puse un toque de nada en los pómulos y algo de color en los labios. Escogí un conjunto de ropa cómoda: tejanos desgastados, camiseta negra de algodón a la caja, camisa de pana en color gris, unos tenis muy blancos y la mochila con flecos que siempre aportaba un punto hippie a mi atuendo. Aún faltaban algunos minutos para partir, y pensé que la mejor manera de desarmar al aburrimiento sería poniéndolo en manos del Love me do de The Beatles: esos cuatro tipos de pelo largo que se quedan de guardia en mi casa cuando yo falto.
Igual de travieso que si fuera un niño chico a la hora del recreo con pan y chocolate derritiéndose en los bolsillos, el sol empezaba a jugar al escondite con el suelo de las calles de Madrid. Los carriles del Paseo de la Castellana en ambos sentidos estaban cubiertos de automóviles, y, aunque la distancia que yo tenía que hacer era relativamente corta, y el contador ya marcaba un importe de veinticinco euros, no puse ninguna resistencia al exagerado rodeo que estaba dando el taxista para llegar al Paseo de la Habana. Todo lo contrario. Iba con tiempo suficiente, estaba encantada de la ruta, feliz de los atascos, y además me apetecía muchísimo contemplar las sombras de la ciudad escabulléndose entre las luces atardecidas a orillas del bullicio. Porque, para ser sincera, no tenía ninguna gana de llegar a mi destino, de hablar y sonreír a los compañeros, a los jefes, al público asistente. ¡Con lo bien que podía estar ahora mismo tumbada panza arriba en contacto con la arena de alguna playa del sur!
Por mis arraigados principios acerca de la igualdad de las personas, me incomodó bastante que el portero de uniforme y gorra de plato, se lanzara a abrirme la puerta del coche con ese peso de inferioridad que tienen algunas personas cuando delante de sus semejantes no apartan la vista de los zapatos. En recepción, además de encargarse de mi equipaje para subirlo a la habitación y de informarme sobre las instalaciones disponibles: clave de wifi, horario de gimnasio, servicio de lavandería…, también me proporcionaron la acreditación personal que debía llevar siempre visible durante esos días.
A la entrada del salón donde habían instalado el catering, saludé a la azafata, que conocía de otras batallas similares, y que parecía tan desganada y aburrida como yo. Poco a poco aquello se fue llenando de gente hambrienta. Hombres y mujeres que se creían poderosos con ropa de camuflaje, aunque perdían la compostura cuando les ponían una tajada delante que llevarse a la boca, dando la impresión de no haber probado bocado en siglos. Algunas de aquellas caras las tenía ya muy vistas, otras no. El jefe de nuestro departamento de marketing me llamó desde uno de los extremos. Años atrás habíamos tenido una aventura, y, aunque procuro separar lo privado de lo profesional, me molestaba coincidir con él más a menudo de lo que quisiera. Me presentó a un pez gordo. Un japonés con mucha pasta que venía dispuesto a invertir en el negocio. De todas formas, como no era obligatorio quedarse a conciliar en la degustación, ni me apetecía convertirme en la presa del cazador que quería meterse en mi cama, pedí que me subieran la cena al dormitorio.
Descansé estupendamente, y tomé un copioso desayuno que me ayudaría a realizar bien mi trabajo. Porque, ya que estábamos, mejor dejar el listón alto que darle carnaza a las habladurías. El congreso arrancó a las diez en punto de la mañana, y lo hizo con la intervención, a mi juicio un poco larga, de uno de los mejores creadores de hardware que existen en la actualidad. Y aquí apareciste tú. Tengo que decir que al principio pasaste desapercibido, supongo que eras uno más entre tanto público asistente. En el membrete de los papeles que manejabas sin atender a nadie, vi el nombre de la multinacional que le hacía la competencia al pagador de mis facturas. Uno a uno los ponentes se pasaban el testigo. A primera hora de la tarde llegó mi turno. Defendí el desarrollo que pensábamos introducir para un mayor rendimiento de los ordenadores lo mejor que supe. Hice un discurso escueto pero cargado de contenido, brevedad que seguramente agradecerían quienes estaban tan cansados como yo. Cuando regresé a las gradas, me senté intencionadamente a tu lado y aquello fue como poner la mesa y empezar a conocerte.
El restaurante del hotel, que no cerraba mientras un solo cliente permaneciera dentro, se mantuvo abierto hasta las cinco de la madrugada por nuestra culpa. Hablamos de política, de viajes, de cine, de libros, de música, de exposiciones… Y todo lo arropamos con la pasión recién estrenada de dos seres que empezaban a sentirse menos solos, más comprendidos y apoyados. La verdad es que no tuvimos consideración alguna por el maître y dos de los camareros a quienes el sueño a punto estuvo de tumbar. Esa noche no dormimos y la siguiente casi que tampoco. Por primera vez en mucho tiempo estaba feliz de volver a creer en las personas, se me habían relajado los humos del carácter y me proponía no estropearlo también contigo.
De allí salimos a la vida con prisa de amante, y no nos separamos hasta que la enfermedad acabó contigo, arrancándote de mi lado. Hoy, envejecida desde entonces por la putada de la muerte, y sentada a la fresca en la gruta de la memoria, escribo estas líneas pensado en ti, y en todas aquellas pequeñas cosas que han quedado sin materia por tu ausencia. Sé muy bien que hay que seguir con las obligaciones, y que lo cotidiano se tiene que estabilizar, y que a pesar de haberme quedado casi vacía me siguen eligiendo para preparar ponencias, donde intento dar el cien por cien de mí. Sin embargo, me pone enferma la sola idea de pensar que siempre habrá una butaca vacía a mi lado. Supongo que para esta singularidad que tampoco es menor, también sería necesario usar los ojos que refiere Luis García Montero, porque seguramente así, y teniendo en cuenta que no te voy a olvidar, la nostalgia me hará menos daño.

4 comentarios:

  1. Precioso y sentido, Mayte. Dolido y acertado. Tocando el corazón, como todos. Besos, nena.

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  2. ManuelVeramayo 11, 2014

    No me esperaba tan estupendo final.Tus relatos siempre tocan el corazón.

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  3. Bonita conclusión. Rúbrica de una buena historia.

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