La realidad está cargada de mil
singularidades
que merecen ser observadas con los ojos
de la poesía.
Luis García Montero
Recuerdo perfectamente aquel
día como si fuera ahora mismo. Aún quedaba algún foco de la gastroenteritis que
había pasado y seguía floja. Así que no tuve más remedio que anular la
asistencia al preestreno de una película de producción canadiense, donde uno de
mis amigos, actor secundario, tenía un papel de escasas diez frases, aunque
fundamentales para el desenlace final de la trama. Pero no era ese el único
motivo de disgusto para mí, ya que los directivos de la empresa donde trabajo
propusieron que fuera yo la ponente de la representación que iría al Congreso Internacional de Distribuidores y
Fabricantes de Sistemas Informáticos, lo que, como es de suponer, mandó a
tomar por saco las mini vacaciones que había preparado a la playa para ese
mismo fin de semana. En su lugar me tocó preparar un completo dossier, capaz de
atraer a nuevos clientes que engordasen las cuentas de la compañía, sacudidas
por el cólera de esta crisis que se está llevando tantas cosas por delante.
Antes
de que llegara el taxi que debía llevarme al hotel cercano al sitio donde se
iba a celebrar el evento, ya tenía preparado en el iPad la presentación de la última campaña, que hicimos con cierto
éxito, y unas palabras minuciosamente escogidas que exponían con absoluta
claridad la política de la empresa y sus intereses, que distaban mucho de los
míos sin lugar a dudas. Me hice una raya muy suave en los ojos, puse un toque
de nada en los pómulos y algo de color en los labios. Escogí un conjunto de
ropa cómoda: tejanos desgastados, camiseta negra de algodón a la caja, camisa
de pana en color gris, unos tenis muy blancos y la mochila con flecos que
siempre aportaba un punto hippie a mi atuendo. Aún faltaban algunos minutos
para partir, y pensé que la mejor manera de desarmar al aburrimiento sería
poniéndolo en manos del Love me do de
The Beatles: esos cuatro tipos de pelo largo que se quedan de guardia en mi
casa cuando yo falto.
Igual
de travieso que si fuera un niño chico a la hora del recreo con pan y chocolate
derritiéndose en los bolsillos, el sol empezaba a jugar al escondite con el
suelo de las calles de Madrid. Los carriles del Paseo de la Castellana en ambos
sentidos estaban cubiertos de automóviles, y, aunque la distancia que yo tenía
que hacer era relativamente corta, y el contador ya marcaba un importe de
veinticinco euros, no puse ninguna resistencia al exagerado rodeo que estaba
dando el taxista para llegar al Paseo de la Habana. Todo lo contrario. Iba con
tiempo suficiente, estaba encantada de la ruta, feliz de los atascos, y además
me apetecía muchísimo contemplar las sombras de la ciudad escabulléndose entre
las luces atardecidas a orillas del bullicio. Porque, para ser sincera, no
tenía ninguna gana de llegar a mi destino, de hablar y sonreír a los
compañeros, a los jefes, al público asistente. ¡Con lo bien que podía estar
ahora mismo tumbada panza arriba en contacto con la arena de alguna playa del
sur!
Por
mis arraigados principios acerca de la igualdad de las personas, me incomodó
bastante que el portero de uniforme y gorra de plato, se lanzara a abrirme la puerta
del coche con ese peso de inferioridad que tienen algunas personas cuando
delante de sus semejantes no apartan la vista de los zapatos. En recepción,
además de encargarse de mi equipaje para subirlo a la habitación y de
informarme sobre las instalaciones disponibles: clave de wifi, horario de
gimnasio, servicio de lavandería…, también me proporcionaron la acreditación
personal que debía llevar siempre visible durante esos días.
A la
entrada del salón donde habían instalado el catering, saludé a la azafata, que
conocía de otras batallas similares, y que parecía tan desganada y aburrida
como yo. Poco a poco aquello se fue llenando de gente hambrienta. Hombres y
mujeres que se creían poderosos con ropa de camuflaje, aunque perdían la
compostura cuando les ponían una tajada delante que llevarse a la boca, dando
la impresión de no haber probado bocado en siglos. Algunas de aquellas caras
las tenía ya muy vistas, otras no. El jefe de nuestro departamento de marketing me llamó desde uno de los
extremos. Años atrás habíamos tenido una aventura, y, aunque procuro separar lo
privado de lo profesional, me molestaba coincidir con él más a menudo de lo que
quisiera. Me presentó a un pez gordo.
Un japonés con mucha pasta que venía dispuesto a invertir en el negocio. De
todas formas, como no era obligatorio quedarse a conciliar en la degustación,
ni me apetecía convertirme en la presa del cazador que quería meterse en mi
cama, pedí que me subieran la cena al dormitorio.
Descansé
estupendamente, y tomé un copioso desayuno que me ayudaría a realizar bien mi
trabajo. Porque, ya que estábamos, mejor dejar el listón alto que darle carnaza
a las habladurías. El congreso arrancó a las diez en punto de la mañana, y lo
hizo con la intervención, a mi juicio un poco larga, de uno de los mejores
creadores de hardware que existen en la actualidad. Y aquí apareciste tú. Tengo
que decir que al principio pasaste desapercibido, supongo que eras uno más
entre tanto público asistente. En el membrete de los papeles que manejabas sin
atender a nadie, vi el nombre de la multinacional que le hacía la competencia
al pagador de mis facturas. Uno a uno los ponentes se pasaban el testigo. A
primera hora de la tarde llegó mi turno. Defendí el desarrollo que pensábamos
introducir para un mayor rendimiento de los ordenadores lo mejor que supe. Hice
un discurso escueto pero cargado de contenido, brevedad que seguramente
agradecerían quienes estaban tan cansados como yo. Cuando regresé a las gradas,
me senté intencionadamente a tu lado y aquello fue como poner la mesa y empezar
a conocerte.
El
restaurante del hotel, que no cerraba mientras un solo cliente permaneciera
dentro, se mantuvo abierto hasta las cinco de la madrugada por nuestra culpa.
Hablamos de política, de viajes, de cine, de libros, de música, de
exposiciones… Y todo lo arropamos con la pasión recién estrenada de dos seres
que empezaban a sentirse menos solos, más comprendidos y apoyados. La verdad es
que no tuvimos consideración alguna por el maître
y dos de los camareros a quienes el sueño a punto estuvo de tumbar. Esa noche
no dormimos y la siguiente casi que tampoco. Por primera vez en mucho tiempo
estaba feliz de volver a creer en las personas, se me habían relajado los humos
del carácter y me proponía no estropearlo también contigo.
De
allí salimos a la vida con prisa de amante, y no nos separamos hasta que la
enfermedad acabó contigo, arrancándote de mi lado. Hoy, envejecida desde
entonces por la putada de la muerte, y sentada a la fresca en la gruta de la
memoria, escribo estas líneas pensado en ti, y en todas aquellas pequeñas cosas
que han quedado sin materia por tu ausencia. Sé muy bien que hay que seguir con
las obligaciones, y que lo cotidiano se tiene que estabilizar, y que a pesar de
haberme quedado casi vacía me siguen eligiendo para preparar ponencias, donde
intento dar el cien por cien de mí. Sin embargo, me pone enferma la sola idea de
pensar que siempre habrá una butaca vacía a mi lado. Supongo que para esta
singularidad que tampoco es menor, también sería necesario usar los ojos que
refiere Luis García Montero, porque seguramente así, y teniendo en cuenta que
no te voy a olvidar, la nostalgia me hará menos daño.
Precioso y sentido, Mayte. Dolido y acertado. Tocando el corazón, como todos. Besos, nena.
ResponderEliminarNo me esperaba tan estupendo final.Tus relatos siempre tocan el corazón.
ResponderEliminarBonita conclusión. Rúbrica de una buena historia.
ResponderEliminarPrecioso relato, Mayte
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