Con
cierta frecuencia, coincidimos en la cola del supermercado. Íbamos con nuestras
respectivas familias, y fue allí donde nos enamoramos, un primero de
septiembre, a la caída de la tarde, el primer día de los veinte que estaríamos
de vacaciones, y que marcarían un antes y un después en nuestras vidas. Un
alumbramiento y una ruptura, en mitad de la superficie comercial; todo por una porción
de sandía.
El
chalé que alquilamos a través de la agencia de viajes no era tal. No tenía aire
acondicionado, ni garaje subterráneo, ni piscina individual. Era, simplemente,
una casa de campo, pequeña y funcional, práctica y acogedora. Un palacio para
tres personas que prometieron pasárselo en grande. No lejos de nosotros, había
uno de esos complejos residenciales, con todo lujo de prestaciones, para que el
veraneante no tenga necesidad de salir fuera a divertirse: piscina olímpica,
chiringuito, pista de tenis, de petanca, socorrista… Moles de rascacielos que
abundan en casi todas las costas españolas, y que tanto afean los paisajes,
antaño vírgenes, de nuestras playas. Nuestros hijos, de diecisiete y dieciocho
años, respectivamente, se hicieron grandes amigos. Presentía, no me pregunten
por qué, que aquel verano, de septiembre del dos mil diez, sería el último que
pasaríamos juntos como familia porque nuestro hijo apuntaba maneras para
iniciar el vuelo en solitario. Pensaba todo esto mucho antes de saber que la
que cambiaría sería yo. La que alzara el vuelo, muerta de miedo y esperanzada
de aventura, de pasión, de gozo…, y de miedo, sería, como digo, yo. Sería yo la
que al regreso rompería con todo, recogería mis cosas, y cerraría, con este
acto, la etapa de mi matrimonio que, mientras
duró, fue maravillosa. Sería yo la que buscaría consuelo en otros brazos, la
que migraría hasta los besos de otros labios, la que volvería a experimentar la
sensación de hormigas en el estómago cuando él me mirara.
Ese
primer día, sin deshacer las maletas, y porque nos resistíamos a perder ni uno
solo de los minutos de descanso que nos habíamos ganado con tanto esfuerzo,
saqué un biquini negro y un pareo del mismo
color y discreto estampado de rosas amarillas, y fui al encuentro de mi marido
y de mi hijo. Eran cerca de las dos de la tarde y la orilla del mar parecía una
pintura contemporánea, de múltiples colores. Aun así, desde lo alto de la
escalerilla del paseo marítimo, pude localizarles enseguida, porque el sitio
elegido, cercano a las rocas, era como una pequeña cala mucho más tranquila,
donde la gente hacía nudismo o no, con absoluta libertad.
Llegué
a la altura donde estaban. Mi hijo tenía los auriculares puestos y leía una de esas revistas de informática que tanto
le apasionan. Mi marido parecía oír la radio por el móvil, aunque en realidad dormía. Yo
llevaba en la cabeza la lista de las cosas que necesitábamos que comprar:
azúcar, galletas, embutidos… Cogí la toalla, la extendí en la arena, me quité
el pareo, lo doblé con cuidado, lo puse como de almohada, miré de reojo a mi
hijo y me quedé sin la parte de arriba del
traje de baño, tumbándome boca abajo. Cuando desperté de la pequeña siesta, mi
marido rozaba la parte exterior de uno de mis pechos con la yema de los dedos.
Una sensación de desagrado, en forma de escalofrío, me recorrió la espalda de arriba
a abajo. Algo, dentro de mí, había dejado de funcionar.
Mientras
calculaba menús poco laboriosos en la sección de congelados, dejé que los míos
desentrañaran la difícil decisión de cuántas latas de Coca Cola y cerveza necesitarían
durante nuestra estancia allí. Entonces, delante de una columna próxima a las
cajas, vi que alguien de frutería, posicionado bien visible, ofrecía porciones
de sandía, cortadas a dados, en una bandeja de acero inoxidable. En ese
instante me invadió la sed, y al ir a coger uno de los pinchos, mi mano chocó
con otra que trataba de hacerse con el mismo pedazo. Se disculpó. Me disculpé.
Y ya no pudimos abandonar el fondo de nuestros ojos. A la mañana siguiente, las
dos familias, sin conocernos, nos convertimos en vecinos al aire libre. Es
decir, estuvimos juntos en la playa. Pronto su hijo y el mío se hicieron
amigos, su mujer y yo buenas conversadoras, y él y mi marido, pareja de tenis.
Por primera vez en muchos años, tomé el sol con las dos piezas del bañador
puestas. Algo me decía que de no haberlo hecho así, habría comprometido, en
presencia de todos, la mirada de él.
Cuando
su mujer y mi marido se empeñaron en encargar una paella para seis en el
restaurante del complejo donde ellos se
hospedaban, nosotros ya estábamos locamente enamorados. Aunque hacíamos grandes
esfuerzos por disimularlo, a cada segundo que pasaba resultaba más complicado
mantenerlo en secreto. No daba una a derechas y las cosas se me caían de las
manos. Antes de la comida, decidí darme una ducha, no me encontraba cómoda con
la mezcla de bronceador y agua salada en la piel. Sugerí que se adelantaran
ellos a coger la mesa. Así lo hicieron. Acabé el aseo y con una buena capa de
crema hidratante bien extendida, desandé los pasos del camino, y lo encontré allí,
esperándome, agazapado entre los árboles para que no lo viera nadie. Cogiéndome
por la cintura, me atrajo hacia sí, besándome fogosamente. Aquel beso hizo
tambalear por completo los cimientos que hasta entonces me habían sostenido.
Aparecimos juntos, acalorados, con el nerviosismo de dos adolescentes. Sin embargo, nadie lo notó ni se extrañaron al
vernos. Pero yo ya no era la misma que se fue, ahora tenía una razón, un
motivo, una reciprocidad…
Salir
a tirar la basura se convirtió en una necesidad que intensificaba nuestros
encuentros. Toda excusa, por disparatada e inverosímil que fuera, servía, si
culminaba finalmente en abrazo, si convertía la poca luz del descampado en luna
llena o aportaba el aliento que empezaba a faltarnos cuando estábamos todos. ¿Qué
haríamos al acabarse las vacaciones? ¿Mantener una doble vida? Así las cosas,
entre tentar a la suerte de los secretos y ponernos en peligro, pasaban los
días y el tiempo volaba en nuestra contra. Una mañana, según amanecía, salí
sigilosa de la casa para encontrarme con él en la playa. Paseábamos con los
brazos entrecruzados por la espalda, las cabezas muy juntas, y esa risa tonta
que tanto afloja las tripas. Algunos metros más allá, llegamos a las rocas, y
nos sentamos a conversar un rato. Mi hijo, que siempre fue muy despierto e
intuitivo, nos había seguido. En esa singular situación, lo último que hubiese
querido oír era su voz. Sin embargo, ahí estaba, plantado frente a nosotros. A
la vez que yo perdía altura, el mundo bajo mis pies crecía y crecía, dando paso
al sinsabor brumoso que por lo general suele dejar el remordimiento. Busqué la
huída, la capacidad de cavar un hoyo y que el fondo del mar me absorbiera. Pero
no hizo falta, porque la madurez con la que nos
miró, y la falta de reproche que posteriormente tuvo hacia a mí, me dieron la
fuerza que necesitaba y el punto que uniría para siempre toda mi existencia:
pasado, presente, futuro… Podría haber reaccionado de otra manera, ya que se
desmoronaba su familia, pero, a pesar de su juventud, mi hijo comprendió que lo
que yo sentía por aquel hombre, aquel hombre de mirada segura, de manos serenas
y de palabras amorosas, era tan grande que nada ni nadie podría ya cambiarlo.
El regreso a la ciudad fue, mirándolo bien, un alivio.
Me sinceré con mi marido al poco de llegar. Cómo le dices a la persona que ha
compartido contigo los últimos veinticinco años que le has dejado de querer
porque todo en la vida es provisional. Que te has enamorado locamente de otro.
Que planeas marcharte de casa, y que nuestro hijo, porque así lo ha decidido
él, pasará temporadas iguales con cada uno. ¿Cómo le dices, pues, todo esto,
porque ya no tienes más remedio que hacerlo, buscando la mejor manera, aun
sabiendo la magnitud del daño que vas a hacerle? Acabado el invierno, aunque no
las lluvias, en un restaurante que no conocía, nos citamos para firmar los
papeles del divorcio. Llegué tarde. Moverse por la ciudad a las ocho de la
noche, con el tráfico que hay, es un infierno. Temí que el padre de mi hijo
estuviera malhumorado, que concentrara en ese encuentro puntual, todo el dolor
que le había causado, arrojándolo hacia mí con creces, Pero me equivoqué.
Completamente. Poco después de romper nuestros matrimonios, la mujer de él y mi
ex marido mantuvieron algunos encuentros de ocio con los chicos. Una cosa llevó
a la otra: el desconsuelo al cariño, el abandono a la compañía, encontrando el
uno en el otro la ilusión que nosotros les habíamos arrebatado. Se enamoraron y,
solamente entonces, nos comprendieron. Con el tiempo y buena voluntad por parte
de todos, aunque bien pueda parecer poco creíble, hemos conseguido ser una gran
familia, atípica, pero familia al fin y al cabo.
Playa de Castelldefels...
ResponderEliminarMayte,has vuelto con energia.Buena familia te has inventado-o no-.Ojala las rupturas sentimentales tuvieran finales parecidos a este.Un beso.
ResponderEliminarParece claro que la pasión puede despertarse en cualquier situación. Rompiendo rutinas. Hay que estar atentos.
ResponderEliminarDesenlace curioso que, supongo, en ocasiones se habrá dado.
Un fuerte abrazo.
Un relato curioso, más común de lo que creemos con un final muy deseable aunque menos frecuente que la situación que lo desencadeno.
ResponderEliminarTan bueno como siempre Mayte. Un beso.
Estupendo relato, Mayte, con material casi, casi para una novela corta, ¿no? Se ve que lo has trabajado bien...
ResponderEliminarPues no se muy bien que me sugiere este relato.... Primero he pensado en la pasión Turca, pero el final no me cuadra. Que todo en la vida es provisional lo dicen los budistas...y tienen razón. Que hay que hacer caso el corazón lo manifestó, ¿quien fue? ah si! fue Sussana Tamaro en " Ves donde el corazón te lleve". El corazón, las pasiones...y no el "seny" como dicen los Catalanes son los que mueven el mundo. Cómo somos de contradictorios y sorprendentes los humanos!!!
ResponderEliminarBesazos
¿Y si te digo que en muy bonito? Es que este adjetivo tan manido a veces es lo que mejor define lo que me ha hecho sentir.
ResponderEliminarPor un momento creí que estaba leyendo a "Corin Tellado".Me ha transportado a mis años adolescentes.
ResponderEliminarUn beso fuerte.