domingo, 15 de julio de 2012

La espera

¿Quién no ha escrito sobre la vida? La literatura ha llenado páginas y páginas sobre ello. Lo que significa, lo que es, lo que arriesga, lo que implica, lo que da, y también lo que pierde cuando desaparecemos cada uno de nosotros. Hago esta reflexión mientras la mañana fluye por los alrededores de la Plaza de Cibeles, donde espero a un amigo para tomar el vermú en la terraza del Círculo de Bellas Artes, lugar que frecuento, solo o en compañía, al menos dos o tres veces en semana. La vida, y esto es incuestionable, es siempre un festín al que estamos invitados con su parte de vértigo, y una celebración en la que somos los protagonistas con sus días de luto… La vida luce su cara más bonita –esto no me lo puede negar nadie– cuando la suerte está de nuestro lado, y la más cruel o amarga cuando, olvidados por quienes nos quisieron, hacemos en soledad la inexorable travesía hacia la muerte. Pero, en general, y a pesar de la crueldad con la que golpea en determinadas ocasiones, la vida me sigue apasionando y apuesto por defenderla ante cualquier asomo de adversidad.
          Me encontraba una mañana sentado en un banco de la calle de Alcalá, cercano al Banco de España. Del asfalto salían bocanadas de fuego, pero, como siempre me ha gustado la zona, aguantaba. Bueno, por eso, y también, porque igualmente desde siempre me ha llamado mucho la atención el perfil adinerado –si es que lo hay– de quienes entran y salen de dicho edificio, inaugurado el 3 de marzo de 1891, y que, aproximadamente un siglo después, Joaquín Sabina, en la maravillosa voz de Ana Belén, hiciera famosa la zona por todo el mundo, del Banco Central hoy Instituto Cervantes, frente al lugar en el que me encuentro, escribiendo la hermosísima canción A la sombra de un león, que yo, constantemente, cuando paso por delante, tarareo. A pocos metros de mí había dos mujeres sentadas sobre unos cajones de plástico de los que hay en las fruterías. Una de ellas de unos treinta años, con físico y acento sudamericano; la otra en torno a los ochenta y diestra envidiable en el arte de la papiroflexia, pese a tener las manos deformadas por la artritis o el trabajo que, a buen seguro, habría desarrollado en el campo. Debido a la cercanía y, además, al tono fuerte de sus voces, pude escuchar la conversación, aunque más bien diría el monólogo, que mantenían: Anda que si no necesitara el dinero para mandarlo a mi país, aquí iba a estar yo, como una mema, en la puta calle, pasando frío o calor, y aguantándola a usted. De qué. Vamos por Dios. ¡Habrase visto disparate igual! La anciana, sin rechistar, daba forma entre sus dedos a una figura de papel aún por definir, y, girándose hacia mí, con la mirada extraviada y humedecida, me sonrió para continuar a lo suyo. A los pies de ambas, encima de un pedazo de sábana extendido en el suelo, tenían mecheros de propaganda a un euro, y las figuritas de papel que hacía la anciana y que regalaba  según la simpatía del comprador.
          El puente de complicidad que me tendió, aunque no pronunciara una palabra, me sirvió para observar el fondo de sus ojos, y comprender que algo muy simple la alegraría en ese justo momento: comprarle uno de los encendedores que, colocados sin orden ni estética, exhibían en el peculiar expositor. Saqué del bolsillo interior de mi chaqueta un purito don Julián y señalé uno cualquiera, al azar. Era de color azul y tenía un adhesivo pintado con playa, sombrilla y hamaca. Todo muy vulgar. La joven, de expresión absolutamente repelente, alargó el brazo dándomelo. Al depositar la moneda de euro en el medio roto cestillo de mimbre, la otra mujer me obsequió con un conejo de papel, que acepté cogiéndolo con máximo cuidado. Prendí el habano y retrocedí hasta mi sitio dispuesto a continuar filosofando en torno a la vida, aunque sin dejar de observarlas, ya que, de cuando en cuando, oía desafortunados comentarios, tales como: Que le quede claro que si estoy aquí es porque no tengo otra cosa mejor, eh, porque, vamos a ver, si no fuera por mí se le habría comido a usted la mierda… Y cuando la falta de respeto no venía a través de las palabras, lo hacía por la vía de los hechos. Lo pude comprobar, por ejemplo, cuando la zarandeó al estirarle el vestido por debajo de las rodillas o, también, al apartarle un mechón de cabello, rebelde, que se retorcía en caracol, resistiéndose a abandonar su posición de la frente. Entonces repitió la estrategia de girarse hacia mi lado, buscando complicidad, un respiro por donde escaparse y, tal vez, el refugio comprensivo de alguien que, incluso sin conocerla, le transmitiera alguna sensación de defensa. Pero, en ese preciso momento, yo estaba despistado con otras voces.
          La intervención de la policía en esa ocasión fue crucial. De no haber sido así, de no haber reducido allí mismo a los ladrones, a una pareja de extranjeros con dos chicos adolescentes les habrían agredido para robarles todo cuanto llevaban encima: bolsa, cámara de video en miniatura, y las mochilas repletas de recuerdos y de regalos, suceso que se produjo a la entrada de metro de Banco de España, a un solo  palmo de nosotros. Total, que uno sale entero de su casa, del hotel o de la fonda donde nos hospedemos, y puede que regresemos con la cabeza abierta y el billetero afanado, si tenemos en cuenta que la suerte es una hebra muy frágil a punto de romperse y conectada directamente con el destino. Hice intención de comentar con las mujeres lo sucedido, pero las lágrimas de la abuela me pararon en seco: ¿No le tengo dicho que cuando se esté orinando lo pida? Hala, otra vez a cambiarla de arriba a abajo. Hay que joderse. Aquellas palabras me dolieron a mí más que a ella, ya curtida ante comentarios de este tipo. Sin pensarlo dos veces fui hacia los guardias que había por allí, para ponerles en conocimiento del maltrato que acababa de presenciar. Sin embargo, cuando quise darme cuenta, ellas ya no estaban: el trajín de la gente en día laborable las había engullido.
          Busqué en cada rincón, en cada baldosa, en cada esquina, y nada. Nunca estuvieron, o se las tragó el asfalto. Ni rastro de los mecheros, de las figuritas de papel, de las banquetas de plástico o del trapo sucio que alfombraba el pequeño espacio ocupado por su negocio. Era como si yo no hubiera vivido aquello, sino que hubieran sido personajes sacados de mi imaginación; tal vez secuencias sueltas de películas que, de cuando en cuando, pasan por la sala de mi memoria y entremezclan diálogos. Pero lo sentía tan real que,  incluso cuando encontré a mi amigo, esperándome en la puerta del Círculo, hice la firme promesa para mis adentros de volver en breve, con más tiempo, y encontrarlas. Y lo hice. Vaya que si lo hice, y no una vez ni dos, sino…, he perdido la cuenta, pero fueron bastantes. A diferentes horas durante todo un mes me dejé caer por allí, con un cigarrillo entre los dedos como reclamo, pero que si quieres... Pregunté en el quiosco de prensa, y a los guardias civiles que ya me iban conociendo, pero nadie supo darme una pista, por pequeña que fuera. Era como si aquella vivencia hubiera sido irreal, aunque yo sabía muy bien que no, porque aquellas mujeres existieron. Tan seguro como que ahora mismo es de noche.
          Tres décadas después, y habiendo trasladado mi residencia a las afueras de Madrid, convertido en un viejo solitario, cascarrabias y maniático, recuerdo con absoluta nitidez aquel episodio aislado. Y lo hago hoy, con especial cariño y cierta nostalgia, esta mañana fría de finales de octubre, que bien podría ser de primeros de diciembre; esta mañana de nubes rotas y sol tímido, de vencidos y ganadores, de vejez y emigrantes, de vermú y lunáticos que pueblan las calles con lo más valioso que uno puede llevar encima: el estandarte bien alto de la dignidad. Lo recuerdo hoy, como digo, especialmente, mientras echo migas de pan a las palomas, recostado en el poyete  de la Plaza del pueblo y oyendo la música inconfundible del agua de la fuente cayendo por el caño. Y lo recuerdo porque ahora estoy seguro, convencido, de que aquel barrunto fue un mecanismo de defensa puesto en marcha por el subconsciente. Una preparación de lo que me esperaría a mí mismo. Sí, eso es. Eso es porque es a mí, ahora, a quien se me dice, que cuando tenga ganas de beber lo pida y no dé lugar a derramar parte del agua por el suelo de la cocina; claro, como aquí está la tonta de turno para limpiarlo.
          Nadie sabe, en la actualidad, hasta qué punto comprendo a aquella mujer y con qué facilidad puedo ponerme en su pellejo, sin que ello me ocasione grandes esfuerzos. Comprendo el silencio, la estrategia de supervivencia dejando las cosas estar, las pocas ganas de llevar la contraria. Comprendo su halo de ausencia. Y entiendo, ahora entiendo, que no conduce a ningún sitio rebelarse  contra lo que ha de ser, y que muchas veces no merece la pena  sufrir o retorcerse de rabia. Ahora lo comprendo. Aquella mujer existió: fue la cara y la circunstancia de muchos en su misma situación, anteriores y posteriores, hembras o varones... Treinta años después, como digo, he sido yo el que ha aprendido a hacer pajaritas de papel, y el que las va regalando, sin ton ni son, a todo aquel que no se burle  de mí, a todo el que me mire con un resquicio de cariño y simpatía. 

8 comentarios:

  1. Buena reflexión, como siempre.
    Un abrazo.

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  2. Manuel Verajulio 15, 2012

    El futuro pasa cada dia por delante de los ojos y no lo vemos.Exelente.
    Un abrazo.

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  3. Miguel Ángeljulio 15, 2012

    Parece que a los humanos, al menos en una gran mayoría, nos cuesta, de jóvenes, ponernos en la piel de los que son más mayores que nosotros, comprender sus sentimientos. Parece que la empatía es una cualidad extraña para muchos. Debe haber un fallo de diseño en nuestra especie. Me ha gustado mucho el detalle, original, de la papiroflexia. Besos.

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  4. Otra historia para recordar cuando pase por ese rincón de Madrid. Me gusta especialmente que situes tus relatos en lugares tan concretos. Cuando vuelva a Madrid, pasaré por ahí y me acordaré de esta historia.
    Abrazote,
    Lourdes

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  5. De vez en cuando viene bién ponernos en la piel de nuestros mayores y reflexionar. Como siempre, muy enternecedor.
    Un beso

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  6. Siempre bonito y profundo. Gracias. Te quiero Mayte

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  7. Ovidio Paradesjulio 20, 2012

    La vida. Otro trozo de vida atrapado en palabras. ¡Cuántas cosas descubrimos observando! Todo, en realidad, como saben bien los mejores poetas. Muy bien escrito, Mayte.

    Ovidio

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  8. Siempre me fascinan tus relatos, pero este en concreto me ha emocionado, recuerdo que mi padre me contaba una historia cuando era pequeña.
    Un hombre y un anciano iban andando por la calle, cuando el anciano vio un banco y se sentó en el a descansar, de repente le callerón unas lágrimas y su hijo le pregunto:
    ¿Porque llorar padre?, veras lo bien que estaras en la residencia, ademas iremos a verte a menudo.
    El anciano le contestó.
    No hijo no lloro por eso, lloro porque hace muchos años mi padre tambien se sentó en este banco cuando yo le llevé a un lugar parecido.
    Gracias por regalarnos estos relatos impagables.
    Pilar Pérez Martín

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