domingo, 26 de febrero de 2012

Solamente un recuerdo

La historia que voy a contar es muy común entre los mortales; nada tiene de original. Sucede desde que el mundo es mundo y sus habitantes alcanzamos una edad sensata para entablar relaciones. Pero no se hagan ilusiones porque no voy a descubrir nada nuevo, especial o diferente. Todo lo contrario. “Chico conoce a chica, o chico conoce a chico, o chica conoce a chica, o comoquiera que cada cual opte por vivir su sexualidad”. Se enamoran, viven juntos, se comen a besos, creen tener un proyecto de vida y, cuando una de las partes se desinfla sin motivo o con todos a la vez, se tiran los trastos a la cabeza, si te he visto no me acuerdo, reparten lo comprado en Ikea, y se reclaman el rosario de la madre. Se produce la ruptura, se separan y uno de ellos queda tan tocado que decide caminar de espaldas al amor el resto de sus días. Aunque para ser sinceros, esa es la postura fácil, la cobarde, la que no arriesga, la comodona. Dicho lo cual, y a sabiendas que de historias parecidas están los poemas llenos, cuento la mía.
          Cuando conocí a Alonso —el gran amor de mi vida— acababa de descubrir muchas cosas que me tenían eufórica. Los orgasmos, los porros, las manifestaciones contra la guerra de Irak, el ridículo que sentí por mi país cuando Aznar soltó aquello de estamos trabajando en ello, con acento tejano, y los támpax. Pues sí, han leído correctamente. Esos rollitos de material absorbente que se introducen dentro de una cuando tenemos la regla. (Es que vengo de una familia católica de extrema derecha y, como comprenderán, meterse ese tipo de cosas no estaba bien visto). Quería vivir, disfrutar mi soledad, no tener compromisos y pasar página a tanta presión y severidad ejercida por parte de mis padres. Mi hermano mayor, hippy, ateo y de izquierdas de toda la vida, tenía un bar de copas a medias con un amigo por la plaza de Cascorro. Allí me prepararon una fiesta por todo lo alto. Cumplía veintiún años. Acudí, convencida de encontrar solamente un pequeño grupo de gente, pero cual fue mi sorpresa al comprobar que no cabía ni un alfiler en el antro. Saludé casi uno por uno a los conocidos, y los que no lo eran, el socio de mi hermano, dotado para las relaciones públicas, me los iba presentando. En cuanto pude me escabullí hacia el cuarto de baño. Entonces le vi. Ajeno a todo, acodado en la barra, observando y sin quitarme los ojos de encima. Me llamo Alonso, dijo. Era un hombre alto, extrovertido, atractivo… Muy guapo, diría yo. Me senté en un taburete a su lado, le ofrecí un cigarrillo, que encendió, mientras indicaba con un gesto al camarero que rellenara su copa y pusiera otra de lo mismo para mí. Bebimos, mucho o poco, según se mire. Remamos juntos por la orilla de la conversación amena y fluida. Reímos, coqueteamos y, cuando el ambiente se convirtió en un molesto griterío, huimos con disimulo. Confieso que no estaba borracha, aunque sí tenía un ligero mareo. Fuimos a su casa. Tenía un ático en la Gran Vía de San Francisco con las vistas más maravillosas de Madrid que yo jamás había visto. Me enamoré desde el primer minuto; se enamoró desde el primer momento. Me enseñó a querer e intentó sin éxito alguno que respetara el espacio del otro, admirando a la persona querida, pero mi tozudez y desconfianza hicieron de nuestra relación un vaivén y a veces un infierno los cinco años que duró.
          Los cinco años que duró era raro el día que no me despertaba con un beso en la boca, una caricia en los hombros, un te quiero al oído y haciendo el amor a primera hora de la mañana. Como dejé entrever antes, yo siempre quería más y sufría y le agobiaba y me ahogaba y veía sombras donde sólo había luces, e infidelidades sin pruebas y me reprochaba y le sacaba de sus casillas y volvía la duda y él se reconciliaba y yo de nuevo discutía… Y así me fue que, por insegura y arrogante, una tarde de septiembre, cuando regresó del trabajo, me dijo que hiciera las maletas y me marchara. Se acabó, sentenció tajante. Así lo hice. Recogí mis cosas y salí por la puerta, segura de que, a partir de ese instante, nada, absolutamente nada, podría cicatrizar mi herida.
          Ha pasado el tiempo, y hoy, por alguna extraña circunstancia, tengo necesidad de volver a los mismos sitios de entonces. Todo ha cambiado. El local en el que mi hermano levantó su negocio es ahora un bazar de venta al por mayor, donde chinos, indios y marroquíes salen con grandes bolsas que portan con trabajo. Todo ha cambiado. Ahora, de la azotea del ático, pende un cartel que pone: “Abogados penalistas”. Todo ha cambiado. Recorrí las calles, algunas de ellas apenas intransitables porque la otra cara de la globalización pide pan en las aceras. Caminaba con lentitud, sin prisa. Dudé un momento entre bajar a Cibeles o subir a Callao. Opté por lo segundo y el azar quiso ponerme en el Postigo de San Martín, donde hallé una tienda de discos antiguos con solera.  Encontré uno de Bob Dylan cuya dedicatoria resultaba ilegible ya por el paso del tiempo. Lo compré. Llegué a casa, me serví una copa de vino y acabé con toda la botella. Conecté el equipo de música, levanté la tapa del tocadiscos, quité el protector de plástico a la aguja, limpié con un paño blanco el vinilo y dejé que cantara Dylan imaginando que la respuesta a todas mis preguntas está en el viento. Empapada en sudor, me acerqué al balcón. Todo estaba tranquilo, y presidido por una luna llena, triste, plena, redonda y hermosa, parecida a esa otra que había la noche que conocí a Alonso. Los primeros rayos de luz entraron por el mirador de la salita, me dolían los riñones, había pasado la noche tirada en el sofá de mala manera y la resaca me impedía abrir con claridad los ojos. A tientas, corrí a la ducha, pero ni siquiera ésta  pudo despejarme. Sonaba el teléfono, o la puerta, no sabría precisar. Envuelta en una toalla grande, apagué el equipo de música y preparé café. No me quedaban fuerzas para enfrentarme al pasado, ni era saludable seguir haciéndolo. Debía aprender a disfrutar el presente. Me puse unos tejanos y un jersey gordo de cuello vuelto. Conecté el ordenador y, a modo de terapia, o, como dice Almudena Grandes, por ahorrarme una pasta en el psicoanalista, comencé a narrar esta historia.

11 comentarios:

  1. Los recuerdos por lo general casi siempre están muy vivos.

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  2. Qué historia tan buena y tan triste, Mayte. Tan real. Que incluso daría para una novela corta, ¿verdad? Enhorabuena.

    Ovidio Parades

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  3. En el fondo, la vida es tan simple...las personas somos muy complicadas y a menudo nos la cargamos. ¡A por ls novela Mayte!

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  4. Miguel Ángelfebrero 26, 2012

    En esto del amor, efectivamente, hay todo tipo de historias.
    Las hay que duran toda la vida. Otras unos años. Otras...Y es que la larga convivencia, sin dejar un cierto espacio libre al otro, acaba por matar la pasión. En todo caso hay que superar la fase de duelo y estar disponible para un nuevo encuentro. Bueno; no sé a que viene esta parrafada. El caso es que, como siempre, Mayte, nos haces reflexionar
    sobre las cosas de la vida: extraordinarias unas veces, del día a día otras. Besos.

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  5. Pues a lo mejor si que la respuesta está en el viento......
    I es que no se puede ir contra la vida.
    Está la historia de esta chica interesante.
    Besos narradora policromática.

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  6. Si,el buscar siempre mas donde no hay, induce a traer desconfianza y recelos. Mejor no pensar lo que no queremos que pase, porque parece que lo atraemos. Dicen que somos lo que pensamos.

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  7. Quíen no ha tenido dudas de la pareja cuando se está enamorado(a), otra cosa es la obsesión por querer tenerlo(a) en exclusividad como en tu historia relatas, eso suele pasar sobre todo cuando no hay hijos en la pareja para distraer el pensamiento y tenerlo ocupado. Sigue deleitándonos con tus historias.Un beso

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  8. Maite escribes mejor que muchos que pubrican libros. Mencantó la historia y yo la veo magia.

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  9. Buenísima Mayte..muchas gracias por compartir esta historia...Marta (EOPrim)

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  10. Con tus palabras haces que sintamos como reales esos momentos, esos lugares, esos recuerdos.
    Me ha sabido a poco, por supuesto que ésto tiene que continuar. Esta historia acaba de empezar.

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  11. Que distinto sería si le abriésemos las puertas a la vida y dejáramos que fluyera libremente, limitándonos tan solo a vivirla, no a manipularla y a complicarla como casi siempre solemos hacer...
    Un beso, amiga.

    Ana.

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