La víspera del aniversario de
boda de sus padres (sesenta y cuatro años juntos) fue
a cenar con ellos, porque al día siguiente, cuando lo celebrara el resto de la
familia, él estaría volando rumbo a Helsinki, al frente de una comisión
española de cirujanos cardiovasculares desplazada
a la zona para asistir a un simposio mundial. Le gustaba visitarles a menudo,
lo pasaban en grande, y, además de hacerle compañía, le daban de comer muy
bien, cosa que agradecía, ya que, desde el divorcio, andaba escaso de ambas
cosas. Su madre seguía siendo el músculo de aquella casa, el sostén para los
nueve hijos, la complicidad para los nietos, y el refugio de hoy para el marido
que ayer fue mujeriego. Pero con el paso de los años, empezaban a aparecer
cambios visibles: desgana, apatía, desmemoria… El padre, ingeniero técnico de telecomunicaciones,
les enseñó desde niños a ser optimistas, positivos, emprendedores y decididos,
valores que después, en la etapa de adultos, servirían para relativizar
cualquier problema. La velada resultó entrañable, y aprovechó los pocos
momentos de silencio para estudiarlos a fondo, leyendo a través de movimientos
ralentizados posibles dolencias que ellos con mucha picardía intentaban ocultar.
Sumido en esos pensamientos, regresó a la realidad cuando su madre estaba
sacando, de un estuche de metal, un puñado de
pastillas que compartió con el marido. Entonces reparó en un ligero temblor que
aparecía a ratos en el labio inferior del padre. Recogió, o mejor dicho ayudó a
recoger la mesa, metieron los cubiertos en el friegaplatos, y, por no
contrariarles, cortó una porción del bizcocho que guardó en un recipiente
desechable en la mochila. Un rato más contándoles detalles del viaje y se iría, porque a las siete de la mañana lo iban a buscar
para llevarlo al aeropuerto. Cuando se levantó para ponerse el abrigo, vio a su
madre avanzar por el pasillo con mucha dificultad y
desaparecer tras la puerta de la alcoba, para
volver al poco con una especie de amuleto de la suerte, que se habían traído de
la India cuando hicieron el viaje por las bodas de oro. El hijo lo guardó en el
bolsillo delantero del pantalón, prometiéndole que
lo llevaría consigo porque para ella, eso de Helsinki, debía de estar al otro
lado del mundo.
Treinta minutos antes de la
medianoche empezaron a despedirse en el ascensor. Sabía lo que vendría a
continuación, porque era todo un clásico:
prolongar los abrazos, el consejo, las caricias… Todo con tal de ganar unos
minutos más con el pequeño de sus hijos y que éste viera lo fuertes que aún
estaban, pero la realidad decía todo lo contrario y a él se le afeaba el
remordimiento por dejarles solos, como si solapando su vida a la de ellos fuera
un remedio para desacelerar la vejez. Tenía por delante un largo camino a pie,
y un puñado de estaciones con doble trasbordo hasta llegar a su domicilio.
Caminaba aprisa, notando el peso de los libros que cargaba en la mochila.
Libros de medicina, de conferenciantes expertos en cirugía cardiovascular, y El niño republicano, de Eduardo Haro Tecglen, algo de literatura que
siempre le gustaba llevar. Alcanzó la boca del metro, se quitó el gorro de
lana, sacudió el relente de sus ropas y descendió escaleras abajo. En el vagón,
contándole a él, eran cinco personas. Una mujer de piel oscura entrada en años,
otra recién salida de su jornada laboral a juzgar por su cara de cansancio, y
una pareja de jóvenes pegados a la pantalla táctil de su iPhone, que
abandonaban tan sólo para besarse. El médico se sentó un poco alejado del resto
para concentrarse, sacó el Manual John
Hopkins de procedimientos en Cirugía cardíaca y un cuaderno para tomar
notas. Todavía faltaba para llegar a Legazpi, donde realizaría el primero de
los trasbordos, cuando irrumpieron en el vagón tres
mujeres desencajadas y un hombre con los ojos llenos de ira. Por sorpresa, las
empujó con brusquedad hacia donde estaban los demás viajeros, sacó una pistola
y apuntándoles indistintamente, dijo: “Hagan
lo que les digo y nadie sufrirá daños”.
Todo ocurrió tan deprisa que se
quedaron noqueados y sin capacidad de reacción. Separó a la chica violentamente
del novio, y, poniéndole el revólver en la sien, pidió un teléfono para comunicar con el
exterior. La mujer de piel oscura le ofreció el suyo, pero el secuestrador la
ninguneó, y le dijo al médico: “Tú, llama
a la policía y diles que quiero que paren el metro dentro del túnel, que tengo
rehenes y que si no hacen lo que les digo, moriréis todos. ¡Vamos coño!”.
Obedeció y, diez minutos más tarde, recibieron una llamada de la dirección de
Metro advirtiendo de lo peligroso que sería
detener el convoy en una vía que no estaba muerta, pero las súplicas de las mujeres
no dejaban otra salida. El convoy se detuvo y
el médico recordó lo que dice Elvira Lindo, en su último libro Lugares que no quiero compartir con nadie:
“Defenderse es un buen síntoma, sí”, pero él era cobarde, lo reconocía, e
incluso acarició la idea de detener el tiempo,
echar marcha atrás, y volver al salón de sus padres donde, con fruición,
comería otro pedazo de bizcocho. Sin embargo, estaba allí. Atrapado en las
tripas de la ciudad, en mitad de la nada y en manos de un demente, un paria, un suicida. De
nuevo establecieron comunicación con el exterior. Ésta vez, el jefe superior de
la Policía de Madrid atendió personalmente la
llamada. El secuestrador montó todo aquello porque era portador del VIH en fase terminal y quería que encontraran a
su ex, la llevaran allí y la convencieran para que le diera una segunda
oportunidad. Si no lo hacían, la primera en
caer sería la mujer negra. Facilitó todos los datos que tenía sobre el paradero
de su ex novia, pero cabía la posibilidad de que hubiese cambiado de domicilio.
Empezaba a ponerse violento.
Habían transcurrido más de tres horas y no tenían noticias. Los minutos pasaban
lentamente. La espera se hacía insostenible. Una hora
después, el sonido del teléfono les sobresaltó, y, por las contestaciones que daba
el secuestrador, comprendieron que no estaba siendo fácil la búsqueda y, por
consiguiente, pedían un poco más de tiempo. No dijo palabra, se giró hacia el
joven de la iPhone y le descerrajó un tiro en el pecho. Impactado, el médico
corrió en su auxilio, pero nada pudo hacer
porque el disparo fue mortal. “Ahora me
tomaréis en serio. Moveos, hostia”, y colgó. A eso de las diez treinta de
la mañana llamaron de nuevo. Tenían a la ex con ellos. Era
una yonqui destruida casi totalmente
por la heroína. El secuestrador accedió a
negociar con un mediador. Al principio se mostró incrédulo pero, finalmente,
consintió que avanzaran el convoy hasta la siguiente estación,
donde aguardaba un dispositivo policial.
Entraron muy despacio en la
estación hasta que el metro se detuvo. Había
tiradores por el recinto. Se abrieron las
puertas y salieron todos, excepto el médico,
que aún presionaba inútilmente la herida en el cuerpo muerto del muchacho. En
el andén, custodiada por dos agentes, una mujer flaca, desaliñada y con
síndrome de abstinencia, repetía una y otra vez: “pero que yo no he hecho nada. Joder,
que estoy limpia”. El secuestrador, plantado frente a ella, no la
reconoció. Miró a su alrededor y comprendió que no había escapatoria, que su
novia nunca más sería su novia, y que todo estaba perdido. Cuando observó que uno de los tiradores le tenía a tiro, retrocedió
hacia el interior del vagón sin soltar a la chica que, aterrorizada y temiendo
por su vida, se había orinado encima. Entonces el médico reaccionó —defenderse es un buen síntoma, sí—, y, sin pensarlo dos veces, se abalanzó sobre el secuestrador, haciéndole soltar a la muchacha. Pero
el galeno, con ese gesto heroico suyo para liberar a la chica, no pensó
que se interpondría entre el secuestrador y el tirador cuando éste apretó el
gatillo. De modo que aquel hombre bueno, que ya nunca llegó a Helsinki, ni
comería el bizcocho de su madre, ni volvería a tocar el amuleto de la suerte
que llevaba en el bolsillo, cayó herido de muerte. El secuestrador dejó caer el
arma al mismo tiempo que esbozaba una sonrisa de derrota. Dos agentes lo
redujeron en el suelo, lo esposaron y sacaron de allí a empujones ante la
mirada de los presentes, llena de desprecio e incredulidad. Cuando llegó el Summa nada pudieron hacer por la vida
del médico, que había entrado en parada. Se formó mucho revuelo. Los medios de
comunicación trataban de hacer su trabajo, pero los agentes impidieron que tomaran imágenes de los fallecidos. Algunos familiares de
las víctimas pedían información, pero de momento, nada podían decirles. Días
más tarde, unos padres rotos de dolor, donaban el cuerpo de su hijo a la ciencia, tal y como
él habría querido.
El día que se celebraba el juicio
amaneció el cielo todo raso. El padre del médico, con
dificultades respiratorias por una bronquitis que arrastraba desde hacía unas
semanas, se empeñó en asistir pese al rotundo desacuerdo de los suyos.
Fuera de la sala, la expectación crecía por momentos entre los medios
acreditados para cubrir la noticia, que intentaban conseguir las primeras
declaraciones de los familiares de las dos víctimas en el secuestro del metro.
Poco antes de aglomerarse la gente para abuchear al preso, éste había llegado
en furgón policial notablemente desmejorado, y asistido por un enfermero que no
se separaba de él. Una vez dentro, los padres del médico, rotos de dolor,
aunque con una templanza envidiable, se enfrentaron a la durísima prueba de
mirar a la cara al presunto asesino
de su hijo, un hombre cuya enfermedad lo tenía en las últimas y por quien no
tuvieron ningún sentimiento de venganza ni de rencor.
Me gusta la historia medio policiaca que has hecho en esta ocasión, este día tan emblemático del 11 de marzo. Un beso.
ResponderEliminarUn relato muy visual. Parece que estás viendo la película. Guionistas y directores lo tendrían muy fácil. Con los toques de humanidad de siempre, una historia de cierta acción, con un comportamiento generoso. Un abrazo.
ResponderEliminarLo has expuesto muy bien, como si se tratase de una novela de detectives (coloquialmente llamado "polar" en Francia o, a veces "rompol" es un tipo de novela, cuya trama se basa en la atención de un hecho o, más precisamente, una trama, y la investigación un hizo pruebas metódica, más a menudo por una investigación policial o una investigación de detective privado. Tu género policial tiene seis invariantes, a mi manera ver, el crimen o delito, el motivo, el delincuente, víctima y el procedimiento de investigación. Tu novela a mi parecer cubre muchos tipos de novelas, entre ellas novelas, novelas de suspenso y el thriller. Si la acción se lleva a cabo por lo menos un siglo atrás, que razonablemente se puede describir la historia de la ficción detectivesca. Una vez más, lo has bordado…..escritora….no dejes, tienes un potencial muy importante. Saludos......
ResponderEliminarUn relato muy bueno, Mayte. Se nota la dedicación. Muy visual, como dicen un poco más arriba. Enhorabuena.
ResponderEliminarOvidio Parades
Dentro de nada te veo escribiendo novelas de bolsillo, se nota que disfrutas escribiendo pues cada vez lo hace más extenso. Muy bíen bajo mi humilde opinión.
ResponderEliminarUn beso
No podía ser de otra forma, espléndido Mayte, ya espero tu siguiente trabajo.
ResponderEliminarUn saludo y un besazo.
Ana