2.
En 1976 a los hermanos Garber,
Tracy y Andrew, que nacieron con cinco minutos de diferencia y cuya madre jamás
aclaró cuál de los dos apareció primero, en venganza por haber quedado la joven
parturienta delicada de por vida, les faltaba una década para convertirse en
octogenarios. La mayoría de la gente de Chokoloskee eran pescadores, gente muy
humilde que se ganaban el pan honradamente gracias al cargamento que después
distribuían en los puntos de venta del condado de Collier. Casi ninguno se
planteaba el momento del retiro, acogiéndose al dicho popular de que los lobos
de mar pierden el equilibrio en tierra firme. Todo iba sobre ruedas, volcados
en el quehacer diario y sin salirse de las rutinas que concluían con una
cerveza de la marca Corona, antes de la cena, en el jardín trasero,
frente a la bahía. Sin embargo, cuando el gobierno federal prohibió la pesca
comercial en el Parque Nacional de los Everglades, la población tuvo que
dedicarse a otras cosas fuera del marco de la legalidad. Por entonces, Florida
era el puente de entrada de la droga que llegaba al país desde el norte de
Sudamérica, así que, la mayoría de los trabajadores de esa zona concreta de
Estados Unidos cambiaron la mercancía de peces por la de cocaína, marihuana o
heroína, llegando a estar, en 1980, el ochenta por ciento de sus ciudadanos
condenados por tráfico de estupefacientes. A los mellizos Garber aquello les
cogió mayores para involucrarse en dicho negocio viéndose obligados a subsistir
en precario.
–¿Adónde
has puesto los cartuchos de la escopeta?
–¿Para
qué los quieres? ¿Acaso piensas cazar a algún puma? –dijo ella bromeando, pero
él seguía a lo suyo.
–¿Qué
manía de cambiar las cosas de sitio? –dijo malhumorado.
–Yo
no quito nada, viejo tonto –Tracy le notaba cada vez con más lapsus de memoria,
no obstante, le restó importancia porque siempre fue muy despistado.
–¡Los
dejé aquí, en esta estantería, junto a la Biblia, y ahora no están! ¡Los
necesito! –dijo, al borde de entrar en cólera.
–En
el garaje tienes lo que sirve y lo que no, mira ahí antes de echarme la culpa –respondió
armándose de paciencia, él la hizo caso y empezó a hacer mucho ruido rebuscando
entre las herramientas donde efectivamente estaban.
Andrew
conservaba el 1,78m de estatura sin un gramo de grasa en los 75 kilos que
paseaba, recto de espalda, ojos azules muy atractivos, barba y bigote blanco,
pelo por debajo de los hombros, con algún mechón rubio aún y sujeto a veces con
un pañuelo pirata luciendo la bandera de las barras y las estrellas. El 7 de
diciembre de 1941 en plena Segunda Guerra Mundial formaba parte de la Flota del
Pacífico de Estados Unidos, cuando la Armada Imperial Japonesa atacó la base
militar de Pearl Harbor, resultó herido y, aunque su buque no se hundió, sí vio
cómo otros, con compañeros que no salieron vivos, se fueron al fondo del mar,
eso le hizo replantearse muchas cosas y fue el final de su aventura con el
Ejército. A su regreso, con 39 años recién cumplidos y bastante tocado
mentalmente, se divorció de la esposa con la que apenas había compartido algo
más allá de una patética noche de bodas.
A
Tracy la educaron como a tantas otras señoras de su época para encontrar marido
y satisfacerle, parir hijos que luchasen por la patria sin calcular las
hostilidades del mundo al que se les traía, remendar la ropa usada asignada a
ellas y votar sin voz ni opinión al mismo candidato elegido por el cónyuge,
pero ella no era la típica mujer que se quedaba en casa con la pata quebrada,
eso no encajaba con su forma de ser, siempre fue bastante independiente, tenía
arraigado el espíritu marinero igual que los miembros de su familia, algo que le
costó en más de una ocasión oír el comentario despectivo de que era un
marimacho, impertinencias que no le afectaban en absoluto, todo lo contrario,
se crecía porque agachar la cabeza o sentirse desfondada por el qué dirán nunca
fue con su persona. Durante el periodo de posguerra supo arreglárselas sola, asumiendo
la responsabilidad como tantas otras hicieron de ponerse al frente de fábricas
y negocios mientras que los hombres luchaban. Sin embargo, con todo lo dura que
parecía le resultó difícil encarar la muerte repentina de su padre y su madre
con ocho días de diferencia, una vez enterrados, el mismo día que nació Paul
McCartney, excomponente The Beatles, se hizo a la mar y, a lo largo de dos
meses y medio se quedó a la deriva, a muchas millas de la costa teniendo por
horizonte encontrarse consigo misma. Tan pronto como regresó ya no se separó de
Andrew. Fueron tiempos muy convulsos
donde casi toda la Nación depositó la confianza en el presidente Roosevelt.
Chokoloskee distaba mucho de los teje manejes políticos de las grandes
ciudades, de los avales que, demócratas y republicanos, necesitaban para sus
campañas electorales, de las competiciones presidenciales que se llevaban por
delante a quienes estorbaban para sus fines lucrativos y sociales, ese pequeño
pueblo de pescadores se detuvo en el tiempo fuera del alcance de las bombas. No
obstante, al terminó de la batalla, Andrew y Tracy reanudaron sus hábitos y
aficiones: él arreglando todo tipo de motores a vecinos y ella tejiendo redes
por encargo para marineros de la comarca. Así los días solapaban una rutina con
otra hasta que el destino dio a sus vidas un giro de ciento ochenta grados.
Aquella
mañana el despertador de los mellizos Garber tocó a las 4:30 a.m. El día
anterior dejaron todo preparado para ir a navegar; ambos salieron de los
dormitorios equipados con pantalón y camisa Columbia PFG, de muy buena
calidad y gorra de Captains For Clean Water, descolorida por las
inclemencias del tiempo. En la cocina cada uno se ocupaba de prepararse un
desayuno contundente a base de huevos revueltos, pan de maíz con mantequilla,
jugo de naranja, tiras de tocino crujiente y abundante jarra de café americano.
Las primeras luces del espectacular amanecer las recibieron a través de las
ventanillas del vehículo, Johnny Cash sonaba por los altavoces y también Hank
William, que nació en septiembre de 1923, en Alabama, y murió en enero de 1953,
en Virginia Occidental, el chofer que le llevaba de gira paró a repostar y lo
encontró muerto, la autopsia determinó que fue a consecuencia de una
insuficiencia del ventrículo derecho del corazón, desde entonces se convirtió
en leyenda. Una vez llegados al punto exacto Tracy posicionó la camioneta en la
rampa y, muy despacio, fue marcha atrás hasta que el agua cubrió la barca dos o
tres pulgadas, entonces, Andrew, que estaba fuera, aflojó el winche y la
cadena de seguridad liberando el bote del remolque. Una vez terminado el ritual
amarró en el muelle y esperó el regreso de la hermana. Apenas tres o cuatro
personas más realizaban maniobras parecidas cuyo final era aparcar el vehículo
en la zona de estacionamiento, sacó del maletero la cesta con comida y se
aseguró de que el hielo de la nevera estuviese en condiciones de mantener las
botellas bien frías.
–Ten
cuidado no resbales, querida –empleó un tono sueve.
–Anda,
dame la mano y ayúdame a subir –contestó con cariño.
–Trae
las cosas que, con todo encima, pesas mucho –dijo riéndose a carcajadas.
–Zarpemos
ya, quiero estar de vuelta para ver el capítulo de “Hombre rico, hombre pobre”.
–Claro,
a mí también me gusta.
–Eso
será cuando no empiezas a roncar, ¡eh! –le guiña el ojo.
–No
es verdad, yo no ronco –aclara casi enfadado. Andrew se agarró fuertemente al
timón disimulando el leve mareo que acababa de sufrir. Concentrado, observó el
panel de control preguntándose para qué demonios servían tantos aparatitos.
Tracy, prismáticos en mano tenía ese característico gesto tan suyo.
–No
te acerques demasiado a esa zona de humedales –señaló con el dedo–, hay poca
profundidad y podemos quedarnos encallados. ¿Oyes lo que te digo? –aunque
asintió no prestó demasiada atención, tenía una idea fija e iba a llevarla a
cabo.
–¡Prepárate,
hermanita!, nos dirigimos al Golfo de México, vamos a pescar truchas moteadas.
–Pues
no me hace ni pizca de gracias, no quiero sobresaltos y sí tranquilidad.
–Disfruta
del viaje y deja que te guíe tu capitán, eso sí, avísame si hay bancos de arena
que hagan parar el motor.
–Sí,
ya sé, suelen estar a uno o dos pies de profundidad –no me dormiré.
–Eso
espero.
–Andrew,
mira qué maravilla –dijo toda emocionada.
–¿Dónde?
–¡Allí,
allí! –exclamó–, son delfines mulares.
–¡Ya
lo veo! Fíjate en el último, todavía tiene abierta la mordedura de algún
cocodrilo –no terminó de decirlo cuando una mandíbula de considerables
dimensiones hizo pinza y lo atrapó arrastrándolo con fuerza hasta el fondo,
quedando en la superficie una enorme mancha de sangre que se diluyó poco a poco
entre burbujas de espuma.
Corría
1976 y los mellizos Garber se sentían orgullosos de que la Unesco declarase
reserva de la biosfera al Parque Nacional de los Everglades y, en años
posteriores, Patrimonio de la Humanidad y humedal de importancia internacional.
Todavía se desconocían las consecuencias que el cambio climático tendría en
este privilegiado rincón del planeta con vida propia, ni que a finales del
siglo XXI gran parte del Sur de la Florida quedaría bajo el agua, o que el
crecimiento de los millones de habitantes, pobladores de la zona, empeñados en
ganarle espacio a la tierra, donde no lo hubo, contribuiría a gastar y
deteriorar recursos naturales, como sin duda lo hizo, el desvío de las aguas
del lago Okeechobee, por los abusos agrícolas en el terreno. En definitiva,
cuando se desconocían los riesgos, todo en conjunto alteraría el sistema.
Andrew
y Tracy eran personas de pocas palabras, menos aún mientras navegaban. Después
de varias horas habiendo picado tan sólo tres o cuatro peces, ella sacó los
bocadillos y, en un santiamén, los comió con apetito. Él, además de estar
desganado, también se sentía desmotivado, pero lo achacó a la potencia del Sol
que proyectada sobre el oleaje engañaba como el espejismo del desierto. Detuvo
la barca y se subió a la plataforma para ver dónde había más pesca, visualizó
alguna tortuga marina y otras especies cuyo nombre no recordaba, pensó en el
número infinito de vidas humanas que habrían perecido por allí. Cogió la caña,
la lanzó, se sentó y esperó con paciencia abrazado a la vieja caja de hojalata
donde guardaba los señuelos, aunque prefería usar carnada viva o muerta:
sardinas, cangrejos, salmonetes o camarones. Entonces, arrugó los ojos, colocó
bien sobre el puente de la nariz la gafa oscura y…
–Tracy,
¿aquello qué es? –señaló a unas millas a estribor.
–No
sé, pero por si acaso no te acerques –cogió los prismáticos y enfocó hacia la
dirección donde estaba el pedazo de lona flotante–. Parecen restos de una
embarcación, pero no estoy segura.
–Muy
bien, entonces salgamos de dudas –Andrew arrancó el motor y avanzó muy lento,
con la mirada fija en el objeto a identificar.
–Despacio,
más despacio, cuidado por ahí, gira un poco, un poco más –indicaba Tracy como
buena marinera.
Ernesto
Acosta, doce años, huérfano, natural de Puerto Escondido, Cuba, náufrago,
emigrante, desconcertado y tremendamente asustado recuperó la consciencia e
intuyó que de continuar tumbado sería presa fácil para los buitres que volaban
en círculo por encima de él. Palpó a ambos lados del cuerpo y recordó que ya no
quedaba nadie en la balsa, notó la lengua hinchada y pegada al paladar,
hormigueo en las manos, calambres en las piernas, labios agrietados, cara
ardiendo, además de un dolor bastante intenso localizado en el costado
izquierdo. ¡Tenía que sobrevivir!, se dijo, era una señal haber llegado con
vida y no podía rendirse, por eso el cerebro envió una orden a los brazos y
comenzaron a moverse, luego a los pies, a las pantorrillas, a superar la sensación
de vacío en la boca del estómago y así hasta lograr incorporarse un poco, con
trabajo, con la ayuda de un asa que aguantaba sin romperse. La piel enrojecida
fue la prueba definitiva de la cantidad de horas que llevaría a cielo
descubierto y, aunque por lo general las corrientes del Golfo de México
arrastran todo hacia el Atlántico, esta vez, milagrosamente, no pasó. Agudizó
el oído, algo se acercaba y lo más sensato sería volver a ocultarse por si era
el Cuerpo de Marines o la Guardia Costera para deportarlo, encontró algo con lo
que taparse, contuvo la respiración y recuperó de la memoria la imagen de los
suyos. De repente dos rostros desconocidos le observaban curiosos, pero el
agotamiento le devolvió a la cueva oscura donde la negrura de la noche eran gritos
de socorro de los ahogados, manos que se elevaban hasta desaparecer, bebés
flotando antes de hundirse, hombres y mujeres desesperados buscando a los
hijos, a las hijas, a los compañeros, a las compañeras, a las abuelas que en el
último momento decidieron acompañarlos en busca del sueño americano, a su padre
sumergirse en busca de su hermano Jorge, a su madre elevando por encima de la
cabeza a la pequeña Argelina… Entonces, notó el silencio abrumador, sin voces,
sin llantos, sin nada... ¡Todos habían fallecido menos él!
–¿Qué
hacemos, Tracy? –preguntó Andrew levantando la manta que cubría al muchacho.
–Lo
primero rescatarle antes de que sea demasiado tarde y esa cosa se hunda –señaló
la lona tocándola. Entre los dos lo pasaron a la barca acomodándolo en el suelo
lo mejor posible.
–¡Aguanta,
enseguida estamos en casa! –exclamó él poniendo rumbo al muelle y, una vez en
la rampa, trasladaron al chico a la camioneta.
–No
te distraigas, vámonos, está muy débil –expresó tajante temiendo que se les
muriera ahí mismo.
La
habitación de invitados olía a naftalina, Andrew le dejó sobre la cama y buscó
en los cajones un pijama que pudiera servirle, le quitó la ropa y dejó en la
mesita, a la vista, junto a la lámpara de luz, la bolsa estanca donde
supuestamente estaría la documentación del menor. Tracy había curado muchas
quemaduras en la piel y colocado varios huesos fuera de su sitio, sabía cómo
bajar la fiebre, realizar el masaje cardiaco, diferenciar un lumbago de la
ciática, hacer un torniquete y asistir un parto, todo a personas adultas,
rurales, fuertes, pero nunca a alguien de tan poca edad, sin embargo, procedió
a desinfectar las heridas de las manos y vendarlas, le lavó la espalda, alivió
con pomada los hombros y procuró mantenerle hidratado con paños de agua fría.
–Qué,
¿cómo va? –preguntó.
–Parece
un gran luchador, no en vano ha llegado hasta donde ha llegado.
–Desde
luego, lo raro es que no desembarcarse en Cayo Hueso adonde toman tierra la
mayoría de los cubanos y mira por dónde nos ha tenido que tocar a nosotros el
premio.
–¡Mira
que eres bruto! Pobrecillo, con las calamidades que habrá pasado –dijo ella al
borde de las lágrimas–. No creo que haya hecho el viaje solo, vendrían muchos
más balseros.
–Tenemos
que informar a las autoridades, lo sabes, no puede quedarse de manera ilegal,
sin papeles, nos traería problemas, podemos ir a la cárcel por esconder a un
emigrante.
–No
nos precipitemos, de momento, lo importante es que salga adelante, después, ya
veremos.
–Tracy,
que nos conocemos.
–Claro
que nos conocemos, estaría bueno a estas alturas.
Y
así fue cómo cambio la vida de los mellizos Garber que, de tener hábitos muy
simples, ser sencillos pescadores, miembros de Chokoloskee Family Church Of
God, adonde rezaban cada domingo y simpatizantes del ala más conservadora
del Partido Republicano, se convirtieron en los protectores de aquel muchacho
capaz de haber atravesado incluso un continente entero con tal de haberse
cruzado con ellos.
Es increíble como haces sugerente un tema tan duro y tedioso para muchos de tanto tratarlo sin solución.
ResponderEliminarHacen falta muchas Tracy
Leyendo esta entrega recuerdo a los muertos del Mediterráneo, simplemente números sin obituarios. Felicitaciones, has enganchado una vez más.
ResponderEliminarConseguiste saltarme las lágrimas del corázon
ResponderEliminarYo no escribo tan buenos comentarios como los anteriores, pero admiro tu trabajo. Gracias por enseñarme
ResponderEliminarConozco muy bien esa travesía y aseguro que es espeluznante
ResponderEliminarTema doloroso y desgraciadamente actual, que parece no tener solución. Gracias por emocionarme y hacerme pensar. Besos
ResponderEliminarDesde luego preciosa, eres única, me vuelves a enganchar con esta aventura tan actual. Sigue así encanto
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