domingo, 29 de septiembre de 2024

La otra Florida

2.

En 1976 a los hermanos Garber, Tracy y Andrew, que nacieron con cinco minutos de diferencia y cuya madre jamás aclaró cuál de los dos apareció primero, en venganza por haber quedado la joven parturienta delicada de por vida, les faltaba una década para convertirse en octogenarios. La mayoría de la gente de Chokoloskee eran pescadores, gente muy humilde que se ganaban el pan honradamente gracias al cargamento que después distribuían en los puntos de venta del condado de Collier. Casi ninguno se planteaba el momento del retiro, acogiéndose al dicho popular de que los lobos de mar pierden el equilibrio en tierra firme. Todo iba sobre ruedas, volcados en el quehacer diario y sin salirse de las rutinas que concluían con una cerveza de la marca Corona, antes de la cena, en el jardín trasero, frente a la bahía. Sin embargo, cuando el gobierno federal prohibió la pesca comercial en el Parque Nacional de los Everglades, la población tuvo que dedicarse a otras cosas fuera del marco de la legalidad. Por entonces, Florida era el puente de entrada de la droga que llegaba al país desde el norte de Sudamérica, así que, la mayoría de los trabajadores de esa zona concreta de Estados Unidos cambiaron la mercancía de peces por la de cocaína, marihuana o heroína, llegando a estar, en 1980, el ochenta por ciento de sus ciudadanos condenados por tráfico de estupefacientes. A los mellizos Garber aquello les cogió mayores para involucrarse en dicho negocio viéndose obligados a subsistir en precario.
          –¿Adónde has puesto los cartuchos de la escopeta?
          –¿Para qué los quieres? ¿Acaso piensas cazar a algún puma? –dijo ella bromeando, pero él seguía a lo suyo.         
                 –¿Qué manía de cambiar las cosas de sitio? –dijo malhumorado.
          –Yo no quito nada, viejo tonto –Tracy le notaba cada vez con más lapsus de memoria, no obstante, le restó importancia porque siempre fue muy despistado.
          –¡Los dejé aquí, en esta estantería, junto a la Biblia, y ahora no están! ¡Los necesito! –dijo, al borde de entrar en cólera.
          –En el garaje tienes lo que sirve y lo que no, mira ahí antes de echarme la culpa –respondió armándose de paciencia, él la hizo caso y empezó a hacer mucho ruido rebuscando entre las herramientas donde efectivamente estaban.
          Andrew conservaba el 1,78m de estatura sin un gramo de grasa en los 75 kilos que paseaba, recto de espalda, ojos azules muy atractivos, barba y bigote blanco, pelo por debajo de los hombros, con algún mechón rubio aún y sujeto a veces con un pañuelo pirata luciendo la bandera de las barras y las estrellas. El 7 de diciembre de 1941 en plena Segunda Guerra Mundial formaba parte de la Flota del Pacífico de Estados Unidos, cuando la Armada Imperial Japonesa atacó la base militar de Pearl Harbor, resultó herido y, aunque su buque no se hundió, sí vio cómo otros, con compañeros que no salieron vivos, se fueron al fondo del mar, eso le hizo replantearse muchas cosas y fue el final de su aventura con el Ejército. A su regreso, con 39 años recién cumplidos y bastante tocado mentalmente, se divorció de la esposa con la que apenas había compartido algo más allá de una patética noche de bodas.
          A Tracy la educaron como a tantas otras señoras de su época para encontrar marido y satisfacerle, parir hijos que luchasen por la patria sin calcular las hostilidades del mundo al que se les traía, remendar la ropa usada asignada a ellas y votar sin voz ni opinión al mismo candidato elegido por el cónyuge, pero ella no era la típica mujer que se quedaba en casa con la pata quebrada, eso no encajaba con su forma de ser, siempre fue bastante independiente, tenía arraigado el espíritu marinero igual que los miembros de su familia, algo que le costó en más de una ocasión oír el comentario despectivo de que era un marimacho, impertinencias que no le afectaban en absoluto, todo lo contrario, se crecía porque agachar la cabeza o sentirse desfondada por el qué dirán nunca fue con su persona. Durante el periodo de posguerra supo arreglárselas sola, asumiendo la responsabilidad como tantas otras hicieron de ponerse al frente de fábricas y negocios mientras que los hombres luchaban. Sin embargo, con todo lo dura que parecía le resultó difícil encarar la muerte repentina de su padre y su madre con ocho días de diferencia, una vez enterrados, el mismo día que nació Paul McCartney, excomponente The Beatles, se hizo a la mar y, a lo largo de dos meses y medio se quedó a la deriva, a muchas millas de la costa teniendo por horizonte encontrarse consigo misma. Tan pronto como regresó ya no se separó de Andrew.  Fueron tiempos muy convulsos donde casi toda la Nación depositó la confianza en el presidente Roosevelt. Chokoloskee distaba mucho de los teje manejes políticos de las grandes ciudades, de los avales que, demócratas y republicanos, necesitaban para sus campañas electorales, de las competiciones presidenciales que se llevaban por delante a quienes estorbaban para sus fines lucrativos y sociales, ese pequeño pueblo de pescadores se detuvo en el tiempo fuera del alcance de las bombas. No obstante, al terminó de la batalla, Andrew y Tracy reanudaron sus hábitos y aficiones: él arreglando todo tipo de motores a vecinos y ella tejiendo redes por encargo para marineros de la comarca. Así los días solapaban una rutina con otra hasta que el destino dio a sus vidas un giro de ciento ochenta grados.
          Aquella mañana el despertador de los mellizos Garber tocó a las 4:30 a.m. El día anterior dejaron todo preparado para ir a navegar; ambos salieron de los dormitorios equipados con pantalón y camisa Columbia PFG, de muy buena calidad y gorra de Captains For Clean Water, descolorida por las inclemencias del tiempo. En la cocina cada uno se ocupaba de prepararse un desayuno contundente a base de huevos revueltos, pan de maíz con mantequilla, jugo de naranja, tiras de tocino crujiente y abundante jarra de café americano. Las primeras luces del espectacular amanecer las recibieron a través de las ventanillas del vehículo, Johnny Cash sonaba por los altavoces y también Hank William, que nació en septiembre de 1923, en Alabama, y murió en enero de 1953, en Virginia Occidental, el chofer que le llevaba de gira paró a repostar y lo encontró muerto, la autopsia determinó que fue a consecuencia de una insuficiencia del ventrículo derecho del corazón, desde entonces se convirtió en leyenda. Una vez llegados al punto exacto Tracy posicionó la camioneta en la rampa y, muy despacio, fue marcha atrás hasta que el agua cubrió la barca dos o tres pulgadas, entonces, Andrew, que estaba fuera, aflojó el winche y la cadena de seguridad liberando el bote del remolque. Una vez terminado el ritual amarró en el muelle y esperó el regreso de la hermana. Apenas tres o cuatro personas más realizaban maniobras parecidas cuyo final era aparcar el vehículo en la zona de estacionamiento, sacó del maletero la cesta con comida y se aseguró de que el hielo de la nevera estuviese en condiciones de mantener las botellas bien frías.
          –Ten cuidado no resbales, querida –empleó un tono sueve.
          –Anda, dame la mano y ayúdame a subir –contestó con cariño.
          –Trae las cosas que, con todo encima, pesas mucho –dijo riéndose a carcajadas.
          –Zarpemos ya, quiero estar de vuelta para ver el capítulo de “Hombre rico, hombre pobre”.
          –Claro, a mí también me gusta.
          –Eso será cuando no empiezas a roncar, ¡eh! –le guiña el ojo.
          –No es verdad, yo no ronco –aclara casi enfadado. Andrew se agarró fuertemente al timón disimulando el leve mareo que acababa de sufrir. Concentrado, observó el panel de control preguntándose para qué demonios servían tantos aparatitos. Tracy, prismáticos en mano tenía ese característico gesto tan suyo.
          –No te acerques demasiado a esa zona de humedales –señaló con el dedo–, hay poca profundidad y podemos quedarnos encallados. ¿Oyes lo que te digo? –aunque asintió no prestó demasiada atención, tenía una idea fija e iba a llevarla a cabo.
          –¡Prepárate, hermanita!, nos dirigimos al Golfo de México, vamos a pescar truchas moteadas.
          –Pues no me hace ni pizca de gracias, no quiero sobresaltos y sí tranquilidad.
          –Disfruta del viaje y deja que te guíe tu capitán, eso sí, avísame si hay bancos de arena que hagan parar el motor.
          –Sí, ya sé, suelen estar a uno o dos pies de profundidad –no me dormiré.
          –Eso espero.
          –Andrew, mira qué maravilla –dijo toda emocionada.
          –¿Dónde?
          –¡Allí, allí! –exclamó–, son delfines mulares.
          –¡Ya lo veo! Fíjate en el último, todavía tiene abierta la mordedura de algún cocodrilo –no terminó de decirlo cuando una mandíbula de considerables dimensiones hizo pinza y lo atrapó arrastrándolo con fuerza hasta el fondo, quedando en la superficie una enorme mancha de sangre que se diluyó poco a poco entre burbujas de espuma.
          Corría 1976 y los mellizos Garber se sentían orgullosos de que la Unesco declarase reserva de la biosfera al Parque Nacional de los Everglades y, en años posteriores, Patrimonio de la Humanidad y humedal de importancia internacional. Todavía se desconocían las consecuencias que el cambio climático tendría en este privilegiado rincón del planeta con vida propia, ni que a finales del siglo XXI gran parte del Sur de la Florida quedaría bajo el agua, o que el crecimiento de los millones de habitantes, pobladores de la zona, empeñados en ganarle espacio a la tierra, donde no lo hubo, contribuiría a gastar y deteriorar recursos naturales, como sin duda lo hizo, el desvío de las aguas del lago Okeechobee, por los abusos agrícolas en el terreno. En definitiva, cuando se desconocían los riesgos, todo en conjunto alteraría el sistema.
          Andrew y Tracy eran personas de pocas palabras, menos aún mientras navegaban. Después de varias horas habiendo picado tan sólo tres o cuatro peces, ella sacó los bocadillos y, en un santiamén, los comió con apetito. Él, además de estar desganado, también se sentía desmotivado, pero lo achacó a la potencia del Sol que proyectada sobre el oleaje engañaba como el espejismo del desierto. Detuvo la barca y se subió a la plataforma para ver dónde había más pesca, visualizó alguna tortuga marina y otras especies cuyo nombre no recordaba, pensó en el número infinito de vidas humanas que habrían perecido por allí. Cogió la caña, la lanzó, se sentó y esperó con paciencia abrazado a la vieja caja de hojalata donde guardaba los señuelos, aunque prefería usar carnada viva o muerta: sardinas, cangrejos, salmonetes o camarones. Entonces, arrugó los ojos, colocó bien sobre el puente de la nariz la gafa oscura y…
          –Tracy, ¿aquello qué es? –señaló a unas millas a estribor.
          –No sé, pero por si acaso no te acerques –cogió los prismáticos y enfocó hacia la dirección donde estaba el pedazo de lona flotante–. Parecen restos de una embarcación, pero no estoy segura.
          –Muy bien, entonces salgamos de dudas –Andrew arrancó el motor y avanzó muy lento, con la mirada fija en el objeto a identificar.
          –Despacio, más despacio, cuidado por ahí, gira un poco, un poco más –indicaba Tracy como buena marinera.
          Ernesto Acosta, doce años, huérfano, natural de Puerto Escondido, Cuba, náufrago, emigrante, desconcertado y tremendamente asustado recuperó la consciencia e intuyó que de continuar tumbado sería presa fácil para los buitres que volaban en círculo por encima de él. Palpó a ambos lados del cuerpo y recordó que ya no quedaba nadie en la balsa, notó la lengua hinchada y pegada al paladar, hormigueo en las manos, calambres en las piernas, labios agrietados, cara ardiendo, además de un dolor bastante intenso localizado en el costado izquierdo. ¡Tenía que sobrevivir!, se dijo, era una señal haber llegado con vida y no podía rendirse, por eso el cerebro envió una orden a los brazos y comenzaron a moverse, luego a los pies, a las pantorrillas, a superar la sensación de vacío en la boca del estómago y así hasta lograr incorporarse un poco, con trabajo, con la ayuda de un asa que aguantaba sin romperse. La piel enrojecida fue la prueba definitiva de la cantidad de horas que llevaría a cielo descubierto y, aunque por lo general las corrientes del Golfo de México arrastran todo hacia el Atlántico, esta vez, milagrosamente, no pasó. Agudizó el oído, algo se acercaba y lo más sensato sería volver a ocultarse por si era el Cuerpo de Marines o la Guardia Costera para deportarlo, encontró algo con lo que taparse, contuvo la respiración y recuperó de la memoria la imagen de los suyos. De repente dos rostros desconocidos le observaban curiosos, pero el agotamiento le devolvió a la cueva oscura donde la negrura de la noche eran gritos de socorro de los ahogados, manos que se elevaban hasta desaparecer, bebés flotando antes de hundirse, hombres y mujeres desesperados buscando a los hijos, a las hijas, a los compañeros, a las compañeras, a las abuelas que en el último momento decidieron acompañarlos en busca del sueño americano, a su padre sumergirse en busca de su hermano Jorge, a su madre elevando por encima de la cabeza a la pequeña Argelina… Entonces, notó el silencio abrumador, sin voces, sin llantos, sin nada... ¡Todos habían fallecido menos él!
          –¿Qué hacemos, Tracy? –preguntó Andrew levantando la manta que cubría al muchacho.
          –Lo primero rescatarle antes de que sea demasiado tarde y esa cosa se hunda –señaló la lona tocándola. Entre los dos lo pasaron a la barca acomodándolo en el suelo lo mejor posible.
          –¡Aguanta, enseguida estamos en casa! –exclamó él poniendo rumbo al muelle y, una vez en la rampa, trasladaron al chico a la camioneta.
          –No te distraigas, vámonos, está muy débil –expresó tajante temiendo que se les muriera ahí mismo.
          La habitación de invitados olía a naftalina, Andrew le dejó sobre la cama y buscó en los cajones un pijama que pudiera servirle, le quitó la ropa y dejó en la mesita, a la vista, junto a la lámpara de luz, la bolsa estanca donde supuestamente estaría la documentación del menor. Tracy había curado muchas quemaduras en la piel y colocado varios huesos fuera de su sitio, sabía cómo bajar la fiebre, realizar el masaje cardiaco, diferenciar un lumbago de la ciática, hacer un torniquete y asistir un parto, todo a personas adultas, rurales, fuertes, pero nunca a alguien de tan poca edad, sin embargo, procedió a desinfectar las heridas de las manos y vendarlas, le lavó la espalda, alivió con pomada los hombros y procuró mantenerle hidratado con paños de agua fría.
          –Qué, ¿cómo va? –preguntó.
          –Parece un gran luchador, no en vano ha llegado hasta donde ha llegado.
          –Desde luego, lo raro es que no desembarcarse en Cayo Hueso adonde toman tierra la mayoría de los cubanos y mira por dónde nos ha tenido que tocar a nosotros el premio.
          –¡Mira que eres bruto! Pobrecillo, con las calamidades que habrá pasado –dijo ella al borde de las lágrimas–. No creo que haya hecho el viaje solo, vendrían muchos más balseros.
          –Tenemos que informar a las autoridades, lo sabes, no puede quedarse de manera ilegal, sin papeles, nos traería problemas, podemos ir a la cárcel por esconder a un emigrante.
          –No nos precipitemos, de momento, lo importante es que salga adelante, después, ya veremos.
          –Tracy, que nos conocemos.
          –Claro que nos conocemos, estaría bueno a estas alturas.
          Y así fue cómo cambio la vida de los mellizos Garber que, de tener hábitos muy simples, ser sencillos pescadores, miembros de Chokoloskee Family Church Of God, adonde rezaban cada domingo y simpatizantes del ala más conservadora del Partido Republicano, se convirtieron en los protectores de aquel muchacho capaz de haber atravesado incluso un continente entero con tal de haberse cruzado con ellos.

7 comentarios:

  1. Es increíble como haces sugerente un tema tan duro y tedioso para muchos de tanto tratarlo sin solución.
    Hacen falta muchas Tracy

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  2. Leyendo esta entrega recuerdo a los muertos del Mediterráneo, simplemente números sin obituarios. Felicitaciones, has enganchado una vez más.

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  3. María Doloresseptiembre 29, 2024

    Conseguiste saltarme las lágrimas del corázon

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  4. Yo no escribo tan buenos comentarios como los anteriores, pero admiro tu trabajo. Gracias por enseñarme

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  5. Conozco muy bien esa travesía y aseguro que es espeluznante

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  6. Tema doloroso y desgraciadamente actual, que parece no tener solución. Gracias por emocionarme y hacerme pensar. Besos

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  7. Desde luego preciosa, eres única, me vuelves a enganchar con esta aventura tan actual. Sigue así encanto

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