1.
A Rafa Méndez, cuya amistad de más de 43 años.
a pesar de la distancia, se mantiene firme.
Gracias brother porque sin tu ayuda documental,
este texto no habría sido posible.
Cuando vemos imágenes o nos hablan
del estado de Florida lo primero que visualizamos son las espectaculares casas
de Miami donde plantan sus posaderas los magnates y las celebritys
famosas del momento, sin reparar en que ésta es una ciudad de contrastes y muy
dura respecto a los record de temperaturas extremas, alcanzadas año tras año,
pese a los negacionistas del clima que pregonan lo contrario. Los deportivos de
infarto conducidos por ciudadanas y ciudadanos de la alta sociedad, los glamurosos
yates donde se acuerdan grandes negocios, entre fiestas por todo lo alto y amplios
tipos de servicios para satisfacer los caprichos de cada cliente en particular,
las selectas tiendas de Coral Gables que superan a algunas de Beverly Hills o
Malibú, los rascacielos de infarto donde ni siquiera desde el último piso se
toca el cielo, la alocada vida nocturna en bares y discotecas o Walt Disney
World, en Orlando, por citar algunos ejemplos. Pero existe un recóndito
lugar llamado Chokoloskee, que es el polo opuesto, un pequeño pueblo de
pescadores de menos de 400 habitantes, ubicado en el borde de las Diez Mil
Islas, condado de Collier, y al que se accede desde Everglades City por Smallwood
Dr., una larga carretera que cruza la bahía. A través de las compuertas
entreabiertas de las casas que dan a las calles solitarias, se ven siluetas de
gente que siguen con la mirada a los automóviles que pasan de largo, a poca
velocidad, hasta transformarse en un punto diminuto e invisible. Una de las
atractivas peculiaridades de la zona, además de los restaurantes cuya cocina es
típicamente cubana, son aquellos otros que ofrecen al visitante barbacoa, gran
variedad de mariscos y un espectáculo bellísimo de delfines mientras hincan el
diente a un sabroso sándwich de puerco con guarnición. Los moteles de alrededor
aparte de ser sin duda lugares idóneos conectados al Parque Nacional y al Golfo
de México, poseen la especialidad de ofrecer a los turistas relajo, discreción
y emociones inolvidables en la puesta de sol.
–¿Qué
nos recomiendan hacer? –preguntaban los huéspedes en la recepción.
–Ahí
tienen toda la información disponible para vivir una aventura silvestre en el
barco del Capitán Craig, gran conocedor del lugar y de las historias sucedidas
aquí, con costumbres heredadas de sus antepasados –un frío empleado señalaba al
montón de folletos apilados en el mostrador y repetía la misma frase a cuantos
se acercaban a él.
–¿Y
podremos coger conchas, disfrutar del avistamiento de la espátula rosada, el
cormorán, los pelícanos…?
–Seguro
–respondía desganado.
Ernesto
Acosta, apodado el morenito, sufre el síndrome del ahogamiento.
Es un hombre tranquilo, de sesenta años, taciturno, agradecido a quienes le
enseñaron con dureza el oficio de pescador pese a no ejercerlo ya de manera
comercial; un ser que, aún sin plantearse grandes expectativas, es y ha sido
feliz con lo que tiene. En definitiva, un ciudadano cuyo propósito es pasar
desapercibido ante una población fundamentalmente de blancos ultraconservadores
que son “anti todo lo que venga de fuera”. En el brazo izquierdo lleva tatuada una
magistral luna llena y un nombre de mujer: Mirta. A través de la camiseta sin
mangas deja visible la hidratada musculatura curtida en el mar y una fea
cicatriz en el hombro derecho que a veces, en los cambios de estación, le
molesta como puntas de alfileres clavadas en la carne. A 3,7 millas, unos seis
minutos de Chokoloskee en coche, está la tienda de artículos y ropa de pesca EFC
Everglades Fishing CO, donde trabaja algunos días en semana. Cuando cae el
sol y a ras de agua apenas se oye el vuelo de las gaviotas avizoras portando en
el pico su festín, revisa el material y que todo esté listo para salir navegar
a la mañana siguiente: cañas, cinta métrica, carretes, anzuelos, botiquín de
primeros auxilios, comprobar muy bien que el chaleco salvavidas no esté rajado,
bengalas náuticas, red con mango y sedal de muy buena calidad. Una vez limpia
toda la superficie del suelo, se sienta en el borde de la barca, mira el
horizonte en su punto más alejado, de un solo trago bebe la mitad de una
cerveza, pone cerca suyo un cubo y extrae de él un hermoso ejemplar de robalo
para la cena. Con la parte posterior del cuchillo, y cogida la pieza por la
cola, lo descama con golpes largos y fuertes por ambos lados, a continuación
vuelve a enjuagarla para quitar lo que haya quedado pegado a la piel, corta las
aletas y una vez finalizado ese proceso inicia lo más complicado que es abrir
el pez desde el vientre hasta el cuello, con sumo cuidado de no perforar el
intestino. Entonces se procede a retirar vísceras, tripas y separar en lomos
para cocinarlo. Inmerso en dicha paz de brisa suave que acaricia y ahueca la
cima de las palmeras, con la voz de Antonio Machín a veces o Frank Sinatra
sonando en el viejo reproductor de cintas de cassette y apoyada en él la
estampa de la Virgen de la Caridad del Cobre que su abuela le regaló, remonta
la memoria cuarenta y ocho años atrás.
El
7 de agosto de 1976, veintitrés días antes de que el huracán Liza azotase la
capital de Baja California Sur, en México, y a falta de tres meses para que
Jimmy Carter, candidato demócrata a la presidencia de los Estados Unidos de
América derrotase al republicano Gerald Ford, el joven matrimonio Acosta de 34
y 32 años respectivamente, oriundos del poblado de Puerto Escondido, en Cuba,
tomaron la decisión de emprender una peligrosa travesía cuyo destino final era
alcanzar la costa estadounidense, acompañados de sus dos hijos varones, Ernesto
de 12 y Jorge de 10, y Argelina, una preciosa niña de 6 añitos, alegre y con
mofletes sonrosados. Ajenos a los planes de futuro que los adultos reservaban
para ellos, se dejaban mimar por las abuelas y los abuelos que, haciendo un
grandísimo esfuerzo, aguantaban las lágrimas, la pena, la desazón, el pánico a
lo desconocido, a los monstruos y fantasmas que en mitad de la nada pueda
depararles el viaje y lo que es peor: a la posibilidad de no verlos crecer.
Puerto Escondido, pertenece a la provincia de Mayabeque, y se ubica en un
entorno bellísimo arropado por montañas y mar, a más de 75 kilómetros al este
de La Habana. Las mantas de coral disfrute de buceadores y buceadoras, los
atractivos atardeceres, sus arenas blancas, el oleaje que rompe contra el
acantilado y un sosegado ambiente rural colman de armonía a sus habitantes,
pero cuando de adolescente dejas de contemplar cualquier paisaje la memoria lo
borra de la retina, tal vez como un acto reflejo para no hacerse daño
emocionalmente. Las jornadas previas a la partida fueron de despedidas sin
parecerlo, uno a uno, los más allegados, les manifestaron infinito cariño,
recomendaciones para que nadie les engañase, consejos de supervivencia,
técnicas para no naufragar y la certeza de abrir el camino a otros compatriotas
dispuestos a arriesgar la vida y seguir sus mismos pasos. El más pequeño de los
tíos, por parte de padre, aunque no se daban las circunstancias adecuadas en
dicho momento, se quedó con ganas de irse también, sin embargo, les arrancó la
promesa de enviarle una carta de invitación para que le concediesen la visa y
viajar a USA.
–Escúchame
bien, mi hijito –le dijo al sobrino–, ustedes, en cuantito estén instalados me
mandan aviso y voy para allá. Búsquenme el trabajo que sea, ¿oíste?, el que sea.
–No
te apures mi hermano –respondió el abuelo Acosta–, son de ley y así lo harán.
–¡Esperen!
¡Esperen! ¡No se vayan! –gritó una conocida subiendo la cuesta corriendo–. Tomen
esta carta y busquen a mi hijo, por favor, hace meses que no sé nada de él.
–Florida
es muy grande, mujer, y hay muchos cubanos, a saber dónde estará –respondió el
papá de Ernesto.
–Háganlo,
por favor –insistió con lágrimas en los ojos, ellos asintieron.
–Prométanme
cuidarse y no discutir –dijo la mamá de Ernesto a los cuatro viejitos que les
despedían arropados por la desolación y a la vez por la alegría de que por fin
iban a alcanzar el sueño americano, coronándose como los primeros miembros de
la familia en conseguirlo.
–Niños,
guardad estas estampas –se las dieron las ancianas– y acordaos que nosotros, el
pueblo cubano, desde los campesinos a los estudiosos, adoramos a la virgen que
eligió un lugar cerca de Santiago de Cuba llamado El Cobre. Cuentan que, en una
mina de allí, estaban maltratando a los esclavos que extraían el cobre y quiso
quedarse para proteger a los mineros.
–Sí,
abuela –Ernesto la abrazó–, Nuestra Señora de la Caridad del Cobre. –Con el
paso de los años Ernesto comprendió que aquella historia era leyenda en vez de
realidad.
–No
se olviden de nuestras costumbres, nuestra gente, nuestra cultura, nuestra
idiosincrasia. No nos olviden que las consecuencias políticas las paga siempre
el pueblo, las personas humildes y sencillas, y caminen con la cabeza bien alta
llevando el estandarte del sentir de la isla allá por donde vayan. –Entre sus
recuerdos de entonces, absolutamente nítidos, permanece la sensación de
tristeza viendo la vulnerabilidad de los que se quedaban en Puerto Escondido, a
la vez que ejercían el carácter extrovertido predominante en la isla y, sobre
todo, la misión de pasar el testigo de amor que ha ido, de generación en
generación, a la patria de uno. Muchos años después, rememorando ese último
día, cayó en la cuenta de que la carta entregada por aquella madre desesperada
nunca llegó a su destino.
–Muchachos,
aunque echen raíces en otro lugar, las que están arraigadas a la tierra de aquí
os acompañarán hasta el final de la vida –dijeron los hombres. Recordadlo.
–Lo
haremos –respondió el padre de Ernesto con los ojos llenos de lágrimas
fundiéndose en un abrazo interminable con sus progenitores.
Unas
cuadras más allá, en un almacén abandonado y sin tabiques, un número
incalculable de personas terminaron de construir en secreto una balsa con
hierros, espuma de poliestireno, cuerda, lona, tablones de madera, piezas de
viejos motores aún en buen uso y, aunque para la mayoría supuso invertir todo
el dinero conseguido vendiendo sus pertenencias, lo hicieron entusiasmados con
la esperanza de embarcar hacia la tierra prometida. Durante dos interminables
meses en casa de los Acosta se acumularon cajitas con pastillas para el mareo,
tranquilizantes infantiles, dos galones de agua natural que no sabían si
podrían llevarse, algunas galletas y tres bolsas estancas, una por cada niño,
con su documentación correspondiente y algunos dólares. En esa época Cuba era
dependiente del Campo Socialista, pertenecía al Consejo de Ayuda Mutua
Económica (CAME), había muchas cosas en las bodegas y el pueblo estaba
mantenido por la Unión Soviética. Pero, de alguna manera, la antesala del
bloqueo internacional afectando de lleno a la economía y al comercio, se
vislumbraba con dureza por lo que muchas familias, en su afán de prosperar y
darles mayores oportunidades a los suyos, optaron por emigrar de la manera que
fuese. A pesar de haber discutido bastante cuál sería la mejor hora de partida
para no ser interceptados por la Guardia Costera, finalmente, entre nervios y
empujones, partieron de noche.
–Quizá
sería mejor que los niños fuesen dormidos, pueden asustarse y cundir el pánico
poniéndonos al resto en peligro –se oyó decir al fondo por alguien del grupo.
–No
estoy de acuerdo, prefiero que vayan despiertos por si hay una emergencia –respondió
una de las madres.
–Como
queráis, pero después no digáis que no os lo advertimos –contestó malhumorado–.
¿Queda alguien por pagar? –unas tímidas manos sacaron unos billetes enrollados
en cilindro y los entregaron.
–¿Cuántos
somos en total? –preguntaron sospechando que al final irían más de los que tal
vez aguantaría la balsa.
–Eso
no importa. En menos de una hora los quiero en la playa, quien se retrase se
queda aquí –soltó, dando media vuelta.
Treinta
y siete adultos y ocho menores se hacinaron en un espacio estrecho e incómodo,
las primeras millas fueron un manojo de minutos apacibles con el gusanillo de
la novedad carcomiendo las tripas, los más pequeños no se soltaban del cuello
de las madres o los padres, los adolescentes gestionaban su autonomía sujetos a
las débiles asas que al primer tirón fuerte se partirían. El llanto del único
bebé a bordo, demandando su toma de
leche, se esparcía por el universo, la joven lactante iniciaba el
protocolo sacándose el pecho cuando, de repente, el bote fue golpeado por una
ola de más de 6 metros de altura, viró y por un instante enmudecieron los
gritos de socorro, las voces, los manotazos de unos a otros, el instinto de
salvación saltando por encima de quien sea, la angustia de encontrar flotando
un trozo de lo que fuera donde agarrarse, la impotencia de los mayores, rezando
unos, maldiciendo otros, al percatarse de que iban sin chaleco por falta de
presupuesto, un ruido ensordecedor los elevó a las alturas y, antes de tragárselos
el mar…
–¿Dónde
está mi esposo? ¡Raúl! –voceaba una mujer entrada en cólera.
–¿Y
mi niño? Estaba aquí. ¿Quién lo tiene? –se oyó decir a otra persona angustiada.
–¡Mami,
mami, mami…! –zarandearon a ese chaval hasta sacarlo fuera de la balsa.
–¡Qué
Dios nos proteja! –succionados hacia el fondo del mar desaparecieron
rápidamente. La oscuridad aterradora y el silencio infinito detuvieron el
tiempo para los dos únicos tripulantes que quedaron a la deriva durante varios
días, una mujer embarazada que llevaría fallecida desde el principio y Ernesto
Acosta de 12 años, el morenito. El espejismo de la luz de la mañana
causando el efecto óptico de “tierra a la vista”, la lengua como lija, el sol
apretando los pliegues la piel ya muy tostada, la inmensidad del horizonte sin
fin y la lucha para liberar uno de sus pies de un peso insoportable, le
devolvieron la conciencia. A pesar de tener todos los huesos doloridos se
incorporó como pudo, trató de enfocar la vista turbia, apartó el cuerpo inerte
empujándolo con la pierna libre y, cuando fue consciente de la tragedia giró la
cabeza de lado a lado buscando a su hermano y hermana.
–¡Jorge!
–Le dolía el pecho de llamarle.
–¡Argelina!
–Se le partió el alma pensando en el susto de la pequeña.
–¡Mami!
¡Contesta, por favor! –pero lo último que recuerda haberla escuchado decir fue:
“Átate con la cuerda por la cintura, hijo mío”.
–¡Papi!
–no estaba ninguno, tampoco había enseres probablemente porque la balsa debió
ser arrastrada lejos de donde se produjo el siniestro. Se sintió a punto de
desfallecer, aunque también se obligó a pensar con frialdad entendiendo que no
sobreviviría al ataque de los buitres o los tiburones que huelen la sangre
llevando un cadáver consigo. Puesto de rodillas, pasó los brazos por debajo de
las axilas e intentó levantarla un poco del suelo, una, dos, tres, cuatro
veces, hasta que, en vista de la imposibilidad de hacerlo, sacó fuerzas de
donde no las tenía y, ayudándose con un estruendoso alarido, consiguió
arrojarla al Atlántico. Recostó la cabeza encima de la bolsa de estanca, cerro
los ojos, cruzó las manos sobre el pecho y dejó que la corriente decidiese por
él…
Me va a gustar mucho,tiene una pinta estupenda, gracias Mayte
ResponderEliminarSiempre me sorprenden tus inicios y la capacidad que tienes describiendo aquellos detalles que a la mayoría se nos escapa. Me gusta como lo enfocas. Deseando leer el siguiente
ResponderEliminarGracias por invitarnos a un nuevo viaje literario. Promete ser una gran aventura!
ResponderEliminarHombre Maite, empiezas fuerte, en menuda aventura nos estás metiendo, pero ya estoy deseoso de saber lo que les pasa a los pobrecitos” que quedan. Besitos cariño.
ResponderEliminarTítulo sugerente para un contenido que se sale de los patrones turísticos. Muy bueno.
ResponderEliminarNada mejor para quitar la morriña del verano que tus relatos y éste me da que va a engancharme como lo hicieron los anteriores, o más dado el comienzo.
ResponderEliminarCoño Canella tremendo comienzo !! Que bien escribes 😘😘
ResponderEliminarEste nuevo viaje tiene muy buena pinta. Engancha desde el principio, me quedo con muchas ganas de seguir leyendo, la historia promete. Enhorabuena! Gracias. Besos
ResponderEliminarLa espera se me ha hecho larga y el capítulo corto, pero ya estoy enganchado y dispuesto a aprender.
ResponderEliminarDamos la bienvenida al otoño y qué mejor manera que iniciando una nueva aventura. Ya hemos empezado esta aventura y con ganas de descubrir todo lo que nos tienes preparado. Gracias por tu nueva entrega.
ResponderEliminarSobrecoge, tantas similitudes con lo que vivimos cada día. Engancha. He empezado hoy no creo que tarde mucho en leerme los otros dos. Beso grande.
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