domingo, 15 de septiembre de 2024

La otra Florida

1. 

A Rafa Méndez, cuya amistad de más de 43 años.
a pesar de la distancia, se mantiene firme.
Gracias brother porque sin tu ayuda documental,
este texto no habría sido posible.
 
Cuando vemos imágenes o nos hablan del estado de Florida lo primero que visualizamos son las espectaculares casas de Miami donde plantan sus posaderas los magnates y las celebritys famosas del momento, sin reparar en que ésta es una ciudad de contrastes y muy dura respecto a los record de temperaturas extremas, alcanzadas año tras año, pese a los negacionistas del clima que pregonan lo contrario. Los deportivos de infarto conducidos por ciudadanas y ciudadanos de la alta sociedad, los glamurosos yates donde se acuerdan grandes negocios, entre fiestas por todo lo alto y amplios tipos de servicios para satisfacer los caprichos de cada cliente en particular, las selectas tiendas de Coral Gables que superan a algunas de Beverly Hills o Malibú, los rascacielos de infarto donde ni siquiera desde el último piso se toca el cielo, la alocada vida nocturna en bares y discotecas o Walt Disney World, en Orlando, por citar algunos ejemplos. Pero existe un recóndito lugar llamado Chokoloskee, que es el polo opuesto, un pequeño pueblo de pescadores de menos de 400 habitantes, ubicado en el borde de las Diez Mil Islas, condado de Collier, y al que se accede desde Everglades City por Smallwood Dr., una larga carretera que cruza la bahía. A través de las compuertas entreabiertas de las casas que dan a las calles solitarias, se ven siluetas de gente que siguen con la mirada a los automóviles que pasan de largo, a poca velocidad, hasta transformarse en un punto diminuto e invisible. Una de las atractivas peculiaridades de la zona, además de los restaurantes cuya cocina es típicamente cubana, son aquellos otros que ofrecen al visitante barbacoa, gran variedad de mariscos y un espectáculo bellísimo de delfines mientras hincan el diente a un sabroso sándwich de puerco con guarnición. Los moteles de alrededor aparte de ser sin duda lugares idóneos conectados al Parque Nacional y al Golfo de México, poseen la especialidad de ofrecer a los turistas relajo, discreción y emociones inolvidables en la puesta de sol.
          –¿Qué nos recomiendan hacer? –preguntaban los huéspedes en la recepción.
          –Ahí tienen toda la información disponible para vivir una aventura silvestre en el barco del Capitán Craig, gran conocedor del lugar y de las historias sucedidas aquí, con costumbres heredadas de sus antepasados –un frío empleado señalaba al montón de folletos apilados en el mostrador y repetía la misma frase a cuantos se acercaban a él.
          –¿Y podremos coger conchas, disfrutar del avistamiento de la espátula rosada, el cormorán, los pelícanos…?
          –Seguro –respondía desganado.
          Ernesto Acosta, apodado el morenito, sufre el síndrome del ahogamiento. Es un hombre tranquilo, de sesenta años, taciturno, agradecido a quienes le enseñaron con dureza el oficio de pescador pese a no ejercerlo ya de manera comercial; un ser que, aún sin plantearse grandes expectativas, es y ha sido feliz con lo que tiene. En definitiva, un ciudadano cuyo propósito es pasar desapercibido ante una población fundamentalmente de blancos ultraconservadores que son “anti todo lo que venga de fuera”. En el brazo izquierdo lleva tatuada una magistral luna llena y un nombre de mujer: Mirta. A través de la camiseta sin mangas deja visible la hidratada musculatura curtida en el mar y una fea cicatriz en el hombro derecho que a veces, en los cambios de estación, le molesta como puntas de alfileres clavadas en la carne. A 3,7 millas, unos seis minutos de Chokoloskee en coche, está la tienda de artículos y ropa de pesca EFC Everglades Fishing CO, donde trabaja algunos días en semana. Cuando cae el sol y a ras de agua apenas se oye el vuelo de las gaviotas avizoras portando en el pico su festín, revisa el material y que todo esté listo para salir navegar a la mañana siguiente: cañas, cinta métrica, carretes, anzuelos, botiquín de primeros auxilios, comprobar muy bien que el chaleco salvavidas no esté rajado, bengalas náuticas, red con mango y sedal de muy buena calidad. Una vez limpia toda la superficie del suelo, se sienta en el borde de la barca, mira el horizonte en su punto más alejado, de un solo trago bebe la mitad de una cerveza, pone cerca suyo un cubo y extrae de él un hermoso ejemplar de robalo para la cena. Con la parte posterior del cuchillo, y cogida la pieza por la cola, lo descama con golpes largos y fuertes por ambos lados, a continuación vuelve a enjuagarla para quitar lo que haya quedado pegado a la piel, corta las aletas y una vez finalizado ese proceso inicia lo más complicado que es abrir el pez desde el vientre hasta el cuello, con sumo cuidado de no perforar el intestino. Entonces se procede a retirar vísceras, tripas y separar en lomos para cocinarlo. Inmerso en dicha paz de brisa suave que acaricia y ahueca la cima de las palmeras, con la voz de Antonio Machín a veces o Frank Sinatra sonando en el viejo reproductor de cintas de cassette y apoyada en él la estampa de la Virgen de la Caridad del Cobre que su abuela le regaló, remonta la memoria cuarenta y ocho años atrás.
          El 7 de agosto de 1976, veintitrés días antes de que el huracán Liza azotase la capital de Baja California Sur, en México, y a falta de tres meses para que Jimmy Carter, candidato demócrata a la presidencia de los Estados Unidos de América derrotase al republicano Gerald Ford, el joven matrimonio Acosta de 34 y 32 años respectivamente, oriundos del poblado de Puerto Escondido, en Cuba, tomaron la decisión de emprender una peligrosa travesía cuyo destino final era alcanzar la costa estadounidense, acompañados de sus dos hijos varones, Ernesto de 12 y Jorge de 10, y Argelina, una preciosa niña de 6 añitos, alegre y con mofletes sonrosados. Ajenos a los planes de futuro que los adultos reservaban para ellos, se dejaban mimar por las abuelas y los abuelos que, haciendo un grandísimo esfuerzo, aguantaban las lágrimas, la pena, la desazón, el pánico a lo desconocido, a los monstruos y fantasmas que en mitad de la nada pueda depararles el viaje y lo que es peor: a la posibilidad de no verlos crecer. Puerto Escondido, pertenece a la provincia de Mayabeque, y se ubica en un entorno bellísimo arropado por montañas y mar, a más de 75 kilómetros al este de La Habana. Las mantas de coral disfrute de buceadores y buceadoras, los atractivos atardeceres, sus arenas blancas, el oleaje que rompe contra el acantilado y un sosegado ambiente rural colman de armonía a sus habitantes, pero cuando de adolescente dejas de contemplar cualquier paisaje la memoria lo borra de la retina, tal vez como un acto reflejo para no hacerse daño emocionalmente. Las jornadas previas a la partida fueron de despedidas sin parecerlo, uno a uno, los más allegados, les manifestaron infinito cariño, recomendaciones para que nadie les engañase, consejos de supervivencia, técnicas para no naufragar y la certeza de abrir el camino a otros compatriotas dispuestos a arriesgar la vida y seguir sus mismos pasos. El más pequeño de los tíos, por parte de padre, aunque no se daban las circunstancias adecuadas en dicho momento, se quedó con ganas de irse también, sin embargo, les arrancó la promesa de enviarle una carta de invitación para que le concediesen la visa y viajar a USA.
          –Escúchame bien, mi hijito –le dijo al sobrino–, ustedes, en cuantito estén instalados me mandan aviso y voy para allá. Búsquenme el trabajo que sea, ¿oíste?, el que sea.
          –No te apures mi hermano –respondió el abuelo Acosta–, son de ley y así lo harán.
          –¡Esperen! ¡Esperen! ¡No se vayan! –gritó una conocida subiendo la cuesta corriendo–. Tomen esta carta y busquen a mi hijo, por favor, hace meses que no sé nada de él.
          –Florida es muy grande, mujer, y hay muchos cubanos, a saber dónde estará –respondió el papá de Ernesto.
          –Háganlo, por favor –insistió con lágrimas en los ojos, ellos asintieron.
          –Prométanme cuidarse y no discutir –dijo la mamá de Ernesto a los cuatro viejitos que les despedían arropados por la desolación y a la vez por la alegría de que por fin iban a alcanzar el sueño americano, coronándose como los primeros miembros de la familia en conseguirlo.
          –Niños, guardad estas estampas –se las dieron las ancianas– y acordaos que nosotros, el pueblo cubano, desde los campesinos a los estudiosos, adoramos a la virgen que eligió un lugar cerca de Santiago de Cuba llamado El Cobre. Cuentan que, en una mina de allí, estaban maltratando a los esclavos que extraían el cobre y quiso quedarse para proteger a los mineros.
          –Sí, abuela –Ernesto la abrazó–, Nuestra Señora de la Caridad del Cobre. –Con el paso de los años Ernesto comprendió que aquella historia era leyenda en vez de realidad.
          –No se olviden de nuestras costumbres, nuestra gente, nuestra cultura, nuestra idiosincrasia. No nos olviden que las consecuencias políticas las paga siempre el pueblo, las personas humildes y sencillas, y caminen con la cabeza bien alta llevando el estandarte del sentir de la isla allá por donde vayan. –Entre sus recuerdos de entonces, absolutamente nítidos, permanece la sensación de tristeza viendo la vulnerabilidad de los que se quedaban en Puerto Escondido, a la vez que ejercían el carácter extrovertido predominante en la isla y, sobre todo, la misión de pasar el testigo de amor que ha ido, de generación en generación, a la patria de uno. Muchos años después, rememorando ese último día, cayó en la cuenta de que la carta entregada por aquella madre desesperada nunca llegó a su destino.
          –Muchachos, aunque echen raíces en otro lugar, las que están arraigadas a la tierra de aquí os acompañarán hasta el final de la vida –dijeron los hombres. Recordadlo.
          –Lo haremos –respondió el padre de Ernesto con los ojos llenos de lágrimas fundiéndose en un abrazo interminable con sus progenitores.
          Unas cuadras más allá, en un almacén abandonado y sin tabiques, un número incalculable de personas terminaron de construir en secreto una balsa con hierros, espuma de poliestireno, cuerda, lona, tablones de madera, piezas de viejos motores aún en buen uso y, aunque para la mayoría supuso invertir todo el dinero conseguido vendiendo sus pertenencias, lo hicieron entusiasmados con la esperanza de embarcar hacia la tierra prometida. Durante dos interminables meses en casa de los Acosta se acumularon cajitas con pastillas para el mareo, tranquilizantes infantiles, dos galones de agua natural que no sabían si podrían llevarse, algunas galletas y tres bolsas estancas, una por cada niño, con su documentación correspondiente y algunos dólares. En esa época Cuba era dependiente del Campo Socialista, pertenecía al Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), había muchas cosas en las bodegas y el pueblo estaba mantenido por la Unión Soviética. Pero, de alguna manera, la antesala del bloqueo internacional afectando de lleno a la economía y al comercio, se vislumbraba con dureza por lo que muchas familias, en su afán de prosperar y darles mayores oportunidades a los suyos, optaron por emigrar de la manera que fuese. A pesar de haber discutido bastante cuál sería la mejor hora de partida para no ser interceptados por la Guardia Costera, finalmente, entre nervios y empujones, partieron de noche.
          –Quizá sería mejor que los niños fuesen dormidos, pueden asustarse y cundir el pánico poniéndonos al resto en peligro –se oyó decir al fondo por alguien del grupo.
          –No estoy de acuerdo, prefiero que vayan despiertos por si hay una emergencia –respondió una de las madres.
          –Como queráis, pero después no digáis que no os lo advertimos –contestó malhumorado–. ¿Queda alguien por pagar? –unas tímidas manos sacaron unos billetes enrollados en cilindro y los entregaron.
          –¿Cuántos somos en total? –preguntaron sospechando que al final irían más de los que tal vez aguantaría la balsa.
          –Eso no importa. En menos de una hora los quiero en la playa, quien se retrase se queda aquí –soltó, dando media vuelta.
          Treinta y siete adultos y ocho menores se hacinaron en un espacio estrecho e incómodo, las primeras millas fueron un manojo de minutos apacibles con el gusanillo de la novedad carcomiendo las tripas, los más pequeños no se soltaban del cuello de las madres o los padres, los adolescentes gestionaban su autonomía sujetos a las débiles asas que al primer tirón fuerte se partirían. El llanto del único bebé a bordo, demandando su toma de  leche, se esparcía por el universo, la joven lactante iniciaba el protocolo sacándose el pecho cuando, de repente, el bote fue golpeado por una ola de más de 6 metros de altura, viró y por un instante enmudecieron los gritos de socorro, las voces, los manotazos de unos a otros, el instinto de salvación saltando por encima de quien sea, la angustia de encontrar flotando un trozo de lo que fuera donde agarrarse, la impotencia de los mayores, rezando unos, maldiciendo otros, al percatarse de que iban sin chaleco por falta de presupuesto, un ruido ensordecedor los elevó a las alturas y, antes de tragárselos el mar…
          –¿Dónde está mi esposo? ¡Raúl! –voceaba una mujer entrada en cólera.
          –¿Y mi niño? Estaba aquí. ¿Quién lo tiene? –se oyó decir a otra persona angustiada.
          –¡Mami, mami, mami…! –zarandearon a ese chaval hasta sacarlo fuera de la balsa.
          –¡Qué Dios nos proteja! –succionados hacia el fondo del mar desaparecieron rápidamente. La oscuridad aterradora y el silencio infinito detuvieron el tiempo para los dos únicos tripulantes que quedaron a la deriva durante varios días, una mujer embarazada que llevaría fallecida desde el principio y Ernesto Acosta de 12 años, el morenito. El espejismo de la luz de la mañana causando el efecto óptico de “tierra a la vista”, la lengua como lija, el sol apretando los pliegues la piel ya muy tostada, la inmensidad del horizonte sin fin y la lucha para liberar uno de sus pies de un peso insoportable, le devolvieron la conciencia. A pesar de tener todos los huesos doloridos se incorporó como pudo, trató de enfocar la vista turbia, apartó el cuerpo inerte empujándolo con la pierna libre y, cuando fue consciente de la tragedia giró la cabeza de lado a lado buscando a su hermano y hermana.
          –¡Jorge! –Le dolía el pecho de llamarle.
          –¡Argelina! –Se le partió el alma pensando en el susto de la pequeña.
          –¡Mami! ¡Contesta, por favor! –pero lo último que recuerda haberla escuchado decir fue: “Átate con la cuerda por la cintura, hijo mío”.
          –¡Papi! –no estaba ninguno, tampoco había enseres probablemente porque la balsa debió ser arrastrada lejos de donde se produjo el siniestro. Se sintió a punto de desfallecer, aunque también se obligó a pensar con frialdad entendiendo que no sobreviviría al ataque de los buitres o los tiburones que huelen la sangre llevando un cadáver consigo. Puesto de rodillas, pasó los brazos por debajo de las axilas e intentó levantarla un poco del suelo, una, dos, tres, cuatro veces, hasta que, en vista de la imposibilidad de hacerlo, sacó fuerzas de donde no las tenía y, ayudándose con un estruendoso alarido, consiguió arrojarla al Atlántico. Recostó la cabeza encima de la bolsa de estanca, cerro los ojos, cruzó las manos sobre el pecho y dejó que la corriente decidiese por él…