domingo, 26 de mayo de 2024

Cerca de las Smoky Mountains

16.
Aquella mañana de mayo Tayen McDaniel, el indio que vive en Carolina del Norte, dentro del territorio encerrado en el límite Qualla, en la Reserva Cherokee –no confundir con el pueblo–, pescaba truchas en el río Oconaluftee, cuando un Águila enorme se posó sobre la superficie rocosa de la orilla. Trueno Veloz la observó fijamente y ella, quieta cuan estatua, le devolvió la atención respetuosa hasta que desplegó las alas con un giro espectacular alzando el vuelo y perdiéndose entre las nubes mullidas iguales a cojines de algodón. Desenganchó la presa del anzuelo e intuyó que algo especial iba a suceder. Recogió la caña, la cesta de sauce, hecha por él como le enseñaron los ancianos de la tribu, y se adentró en la apretada vegetación que desembocaba en un área más despejada a los pies de su cabaña. Sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, luciendo dos largas trenzas de pelo canoso y la hoguera semiapagada, aguardó una señal mientras oraba inmerso en la paz que le rodeaba. Sin embargo, podía sentir la respiración de los wapitís, ciervos canadienses de grandes dimensiones y difícil avistamiento, habituales en la zona, también el rugido furioso de la Madre Tierra maltratada por el hombre, así como el lenguaje de los árboles comunicándose en código secreto al soplar el viento agitando las hojas en lo más alto. Reavivó el fuego, colocó los peces ensartados en el bastón para dorarse poco a poco y los acompañó con otros alimentos crecidos en su huerta, pero de pronto recordó a sus antepasados y el sufrimiento al ser expulsados de los lugares de origen y a cuanto renunciaron, sacrificándose para que los descendientes, en los que se incluía, echasen raíces sin rencor. Abrió los ojos y se sintió agradecido, privilegiado y en paz consigo mismo, pero el crujido de pisadas, avanzando por el bosque, le puso en alerta. Con la lanza en posición de ataque, preguntó:
          –¿Quién anda ahí…?
          Antes de llegar al Parque Nacional de las Grandes Montañas Humeantes, por la US-441 que une Tennessee con Carolina del Norte, Opal Nelson hizo noche en un camping. Cenó, en el restaurante del recinto, una hamburguesa gigante y jarra de cerveza bien fría. Por televisión daban uno de esos programas sin fundamento que ponen para que la gente no piense. Dos taburetes más allá una mujer relativamente joven, lloraba desconsolada mientras pasaba la yema del dedo por el borde de una taza de café. El camarero, al otro lado de la barra, con muy poca educación le dijo que si no pagaba llamaría a la policía. Sin saber los motivos de tal afirmación, Opal Nelson que por un momento dejó de escucharse a sí misma, prestando atención al relato de la nicaragüense, no necesitó muchos argumentos para posicionarse del lado de ella, sugiriéndole al barman mayor sensibilidad, el hombre, con desaire, se fue refunfuñando hacia la cocina. La mujer, apenada por haber dejado en Nicaragua a tres criaturas de corta edad al cuidado de familiares, emigró a Estados Unidos para una vez establecida traérselos y darles un futuro mejor, pero las cosas nunca son como creemos o nos cuentan, lo cierto es que narró infinitas dificultades –aún hoy las padece– hasta llegar aquí: hambre, sed, maltratos, abusos, inclemencias del tiempo… Sin embargo, no perdió la esperanza de volver a estar juntos algún día, aunque para ello tuviese que dormir en la calle y así enviarles casi todo lo que ganaba limpiando casas.
          –¡Si no paga llamaré a la policía! –advirtió de nuevo llevando a otros clientes un plato con huevos revueltos, tocino crujiente y alubias rojas.
          –No se ponga así. ¿Cuánto debe? –intervino Opal.
          –Diez dólares –vocalizó.
          –Pues ahí van –los puso sobre el mostrador– y, ahora, con total amabilidad y delicadeza, sírvale media libra de carne de buey a la brasa con patatas –dijo sacando un billete de cincuenta del bolsillo, mientras que en la antigua gramola seleccionaron un disco de Lionel Richie, a su más puro estilo funk/soul.
          –¡Enseguida! –expresó contento.
          –No se moleste, por favor –dijo la mujer con los párpados humedecidos–, bastante ha hecho saldando mi deuda.
          –Disfrute de la cena y la deseo mucha suerte de todo corazón, sus pequeños estarán muy orgullosos de usted –giró sobre los talones y casi abriendo la puerta escuchó:
          –¡Oiga, espere, que se deja las vueltas! –sonrió y se fue sin más. Afuera, a través del cristal, la vio concentrada saboreando el manjar sin desperdiciar ni una gota de grasa.
          Faltaban dos horas para amanecer cuando dejó el camping atrás. El silencio era absoluto, interrumpido solamente por los gruñidos de los perros guardianes al posarse algún insecto sobre ellos. Antes de arrancar leyó el mensaje de su amiga Donna Hanks y se puso una alarma en el móvil para llamarla después, desayunó fuerte, abonó el coste de la breve estancia y se puso en marcha. Aminoró la velocidad y contempló el horizonte de colores rojizos, bajó la vista y descubrió a la izquierda que alguien con inspiración artística había cortado la hierba dibujando las tres cruces del calvario de Jesucristo. Se aseguró de llevar en la guantera la bolsita de piel de oso donde Tayen McDaniel metió una pluma de águila y diversas semillas. Aparcó la autocaravana a la entrada del territorio indio y continuó a pie notando cómo el paisaje brotaba por sus venas. Ayudándose de un robusto palo que adelantaba a su cuerpo trepó con cierta dificultad la empinada pendiente hasta localizar la silueta de Trueno Veloz.
          –¿Quién anda ahí?
          –Señor McDaniel, soy yo, Opal Nelson.
          –Sí, ya lo veo, pero ha de tener cuidado, hay que conocer muy bien el entorno, los animales salvajes son muy peligrosos –dijo Tayen McDaniel saliendo de detrás de unos matorrales.
          –Perdone si le he asustado, no pretendía, aunque la que ahora lo está soy yo.
          –¿Ha almorzado?
          –Pues no, llevo algo ligero en la mochila, poca cosa.
          –Perfecto, venga por aquí, tengo dos truchas muy sabrosas asándose.
          –No se preocupe, de verdad. Mire: galletas, saladillos, chocolate, con eso me arreglo –fue sacándolas una a una.
          –Sígame. –El espacio donde se ubicaba su cabaña era estrecho, pero muy bien protegido y de difícil localización.
          –Tienen un sabor muy rico, se nota que están recién pescadas.
          –Esas son las ventajas de vivir así –permanecieron unos minutos callados hasta que volvió a intervenir–. ¿Encontró lo que buscaba?
          –En parte sí, por eso traigo esto –mostró la bolsita que él le regaló–, para abrirlo juntos, como indicó.
          –Bebamos whisky. –Opal Nelson no escatimó en detalles a la hora de contarle todos los descubrimientos: desde el hallazgo de Topanga Sizemore, ciudadana de Stevenson, Alabama, cuyo padrastro de su padre, resultó ser el padre de la abuela Tillie; hasta la confesión de su madre, a modo de arrepentimiento, habiendo ocultado las cartas aquellas que el pobre hombre enviaba a la hija desconocida y que jamás obtuvo respuesta. Confesó sentirse cansada, como si varios siglos de Historia hubiesen pasado por encima de ella, entonces supo que al círculo le quedaba muy poco para cerrarse y, de alguna manera, inexplicablemente, se sintió liberada.
          –De acuerdo –asintió no muy convencida ya que el alcohol no le caía bien en el estómago.
          –Y, ahora, vea usted misma lo que hay dentro –soltó la cinta que lo ataba.
          –No lo entiendo, no queda nada, está vacía, lo debo de haber perdido por el camino –se levantó dispuesta a buscar la pluma de águila y las semillas.
          –No ha perdido nada, el Gran Espíritu lo ha llevado arriba de las montañas, ahora está todo en poder de sus antepasados, al fin se han reencontrado. –Tayen McDaniel y Opal Nelson, con el viejo plano que ella trajo por primera vez, repitieron el camino hacia la colina, donde buscaron la roca de tipo arenisca en color gris con sombras violeta, hasta visualizar a los guardianes de la roca: robles castaños salpicados con álamos amarillos. Vieron pronto la gruta donde, cumpliendo los deseos de la abuela Tillie, depositó la falda de piel de alce, el hueso del mismo animal sirviendo de aguja para coserla, dos cajas pequeñas de madera, una fotografía muy antigua, casi irreconocible, el saquito conteniendo plantas medicinales y ahora la bolsa de piel de oso que Trueno Veloz le dio. Repitieron también parte del mismo ritual: plegaria, meditación, respeto y, al caer la noche, cada uno regresó a su realidad…
          Después de haber salido apresurada de Knoxville y tras realizar un vuelo muy aparatoso, Donna Hanks aterrizó en el Aeropuerto Internacional General Mitchell, en Wilmot, ciudad de Wisconsin, donde la esperaba su hijo mayor, pastor de la Iglesia Evangélica Luterana, para conducirla dieciocho millas más allá a Aurora Medical Center Mount Pleasant, donde su nieta, de tan sólo 24 años, se debatía entre la vida y la muerte. El olor a tierra mojada se coló por la ventanilla del coche cuyo conductor, de rasgos latinos, tarareaba la melodía de la canción que sonaba estruendosa por los altavoces. En la interestatal 94 que recorre de este a oeste el Estado, el carril de la derecha soportaba una fila de veinte camiones que tocaban la bocina a modo de protesta e iban al mínimo de velocidad permitido. Cogidos de la mano e inmersos en la incertidumbre de qué se encontrarían, aquel trayecto de apenas veintidós minutos se convirtió en el más largo realizado hasta entonces. Una semana antes, en la estación de esquí, donde el hijo tercero de Donna Hanks era monitor, su primogénita, junto al inseparable grupo de amigas y amigos, como tantas otras veces habían hecho, esquiaba por una pista reservada casi en su totalidad para ellos. Descendía con soltura y profesionalidad, tal y como la habían enseñado, pero cometió el error de mirar atrás desafiando a los compañeros y compañeras, cuando se partió el tubo del bastón y cayó al suelo con tan mala pata que se le soltó el casco, alguien resbaló, perdió el control y chocó contra su cuerpo golpeándose en la cabeza con la espátula, parte delantera del patín. Quedó gravemente herida con diversas lesiones: traumatismo craneal y torácico, rotura de hombro, de pelvis…
          –¿Y tus otros hermanos? –preguntó Donna recién llegada.
          –No sé, mamá. Vendrán cuando puedan –respondió el hijo que en ese momento se abrazó al hermano mayor.
          –¿Cómo está la niña? –le preguntó al oído, aunque se oyó.
          –Eso hijo, dínoslo.
          –Pues que aún es pronto para determinar si le quedarán secuelas.
          –Reza con nosotros –dijo el hermano mayor, pastor de la Iglesia Evangélica Luterana, pero sin terminar la frase llegó la madre de la chica y tuvo unas palabras con su exmarido.
          –¿No habíamos acordado que tú recogías a las niñas de la escuela y yo me quedaba aquí?
          –Sí, perdóname, como ha venido mi familia pensé que mejor intercambiábamos los turnos.
          –Ya, si me parece perfecto, y lo comprendo, pero podías haberme avisado y no la directora diciéndome que estaban solas.
          –¡Ay!, lo lamento muchísimo –dijo el hijo de Donna Hanks, el monitor de esquí–, esta situación nos está superando.
          –¿Hablaste con el cirujano?
          –¿De qué la van a operar? –preguntaron.
          –Luego os cuento –cortó secamente, y respondió a su exesposa–. No, alguien de su equipo pasó antes, pero no se paró a hablar conmigo.
          –Creo que le debes una disculpa a tu hermano y a tu madre.
          –Como siempre, estás en todo.
          –Disculpadme, estoy muy nervioso. Tiene un trozo de metal alojado en el hígado –Donna Hanks se tapó la boca con el pañuelo que tenía en la mano–, suponemos que, a consecuencia del impacto, se desprendió del esquí de la persona que chocó contra ella.
          –Bueno, pero eso se lo quitan y ya está, ¿no?
          –Ahora mismo, con su estado tan delicado, sería una locura entrar a quirófano –intervino la madre de la chica.
          –Además, ese cuerpo extraño que su organismo rechaza ha provocado una fuerte infección –continuaron–, han de pasar uno o dos días más, entonces se reunirá el equipo médico y determinaran qué hacer.
          –Mira, ¿no es aquel el médico? –dijo ella.
          –Si –respondió él.
          –Vamos –y fueron; y volvieron con la derrota y el fracaso dibujado en la cara, aunque también, con una tenue luz de esperanza que se negaron a apagar…
          Aretha O’Neal y sus hermanos mayores pasaron por todos los procesos mientras duró el periodo de abstinencia, hasta que un buen día, bajo un sol radiante, salieron al porche a llenar los pulmones de aire limpio. A pesar de su corta edad el gemelo era bastante autónomo e introvertido, pasaba horas y horas cambiando de lugar a los animales en su granja de juguete. Desde la muerte del otro se había convertido en un niño solitario, ausente, desconfiado y muy susceptible, realmente para ninguno nada era lo mismo. Esa mañana con un feroz apetito las risas y las patadas por debajo de la mesa volvieron a impulsar algo de normalidad en la cocina. La señora O’Neal, de vez en cuando, daba clases de refuerzo a estudiantes que lo necesitaban, mientras que el esposo había desistido del empleo de pasante en algún bufete de abogados, nadie le contrataba, así que, aceptó un puesto en la gasolinera, no le hacía feliz, pero al menos llevaba dinero a casa.
          –¿Habéis visto a vuestro padre? –preguntó la mujer.
          –Anoche, antes de que tú vinieses, dijo que hoy se iría muy temprano –contestó el mayor.
          –Es verdad, por un cambio de turno o algo así –añadió Aretha.
          –No sé, es raro, cuando vine ya no estaba en la cama, pensé que estaría en el saloncito como otras veces.
          –¿Y no lo comprobaste? –preguntó el mediano.
          –Pues no, y ahora me arrepiento, era tarde y la caminata larga, llegué agotada.
          –Llámale al trabajo.
          –Claro, que buena idea. Gracias, cariño. –Al tercer tono sonó la voz de un hombre que parecía tremendamente enfadado porque su esposo no había aparecido y que ya no se molestase en hacerlo. Desconcertada, cortó la comunicación, se puso un abrigo por los hombros y le dijo a los chicos y a la chica que no se movieran de allí hasta su regreso…

 

7 comentarios:

  1. Como la vida misma, problema resuelto y aflora otro, en este caso otros.
    Siempre dejándonos con ganas de la próxima entrega, a eso yo le llamo maestría.
    Gracias

    ResponderEliminar
  2. Escribe Joan Manuel Serrat (sé que es tu cantautor favorito): "Hoy puede ser un gran día/plantéatelo así...". Ese es mi primer pensamiento del domingo que publicas. Gracias por sacarnos brevemente de la gris realidad aunque nos lleves a otra.

    ResponderEliminar
  3. María Doloresmayo 26, 2024

    Imagino tu cabeza metida entre mapas y rutas, y no hago otra cosa que subirme al tren de tus palabras. Gracias, nena.

    ResponderEliminar
  4. Buen reflejo de la realidad, situaciones difíciles, miedo, esperanza...Me dejas en ascuas, esperando con ganas la próxima entrega. Gracias. Besos

    ResponderEliminar
  5. Desde que te leo miro a Estados Unidos con otra perspectiva

    ResponderEliminar
  6. Leer tus relatos es una fuente de aprendizaje gracias a la riqueza descriptiva de los lugares, costumbres y personajes. Valoro todo el trabajo de documentación que has tenido que realizar para soportar estos relatos como si conocieras de toda la vida aquel entorno.
    Con el final nos dejas con la intriga y con necesidad de la siguiente entrega.
    Muchas gracias

    ResponderEliminar
  7. Buen relato, tu imaginación es infinita. Me llevas de un tropiezo a otro sin descanso, ya estarás preparando otro ….y otro, eres un amor. 😘

    ResponderEliminar