domingo, 1 de octubre de 2023

Cerca de las Smoky Mountains

2.

El crujir  de la leña prendiendo en la chimenea del pequeño saloncito, sonando de fondo Dolly Parton, una de las estrellas más brillantes de la música country, la amenaza de la primera nevada copiosa a punto de teñir de blanco toda la superficie del bosque, una cierva con su cría curioseando en el jardín, el silbido del viento atizando con fuerza sobre la barandilla del porche, la intensidad del frío acostado encima de los escalones de piedra, haciéndolos peligrosamente resbaladizos, ese olor en cada rincón de la casa a bizcocho recién hecho y el ronquido de algún viejo Lincoln Continental que aún circula por la zona, son el entorno donde Donna Hanks teje la bufanda de colores que pondrá de regalo en el árbol de navidad de la Iglesia junto a más objetos en miniatura para los hijos de los feligreses. Diez minutos antes de las 6:00 p.m., hora de la cena, se ha parado el temporizador del horno terminándose de gratinar el pastel de carne que, una vez enfriado, cortará en raciones y guardará en el congelador. Afuera, salvo por los lobos que escupen su aullido tenebroso anunciando un próximo cambio de luna, todo está en calma en Oak Ridge, conocida también como ciudad secreta que en 1942 el Gobierno Federal de Estados Unidos mandó al ejército para construirla al oeste de Knoxville, como parte del Proyecto Manhattan –diseño de la bomba atómica, aunque ahí sólo se depuraba el combustible de Uranio–. En este bellísimo lugar de Tennessee la rueda de la economía gira en torno al Laboratorio Nacional donde la extensa plantilla cualificada en las distintas ramas con personal de apoyo, se esfuerzan en la investigación científica obteniendo avances respecto a la transición a la energía limpia, frenar el cambio climático, proporcionar mejoras a la vida de la gente, utilización de drones de última generación para prevenir en la medida de lo posible incendios, así como el desarrollo de la ciencia de la resiliencia protegiendo al país de ataques nucleares o cibernéticos. Por tanto, la mayoría de sus habitantes, oriundos o migrantes, trabajan en él.
          El 4 de julio, proclamación de la Independencia de los Estados Unidos de América del Imperio británico en 1776, se celebra con orgullo el amor y el respeto a la patria con multitud de celebraciones en las que participan casi todos los ciudadanos. Un saludo de armas a la unión por cada estado se hace en cualquier base militar con infraestructura, así como la presencia de algunos políticos dándose un baño de masas para ensalzar la historia que cimenta la travesía realizada por el país, desde entonces a la actualidad. Eventos multitudinarios, partidos de béisbol, competiciones de toda índole, picnic, fuegos artificiales arropados con canciones como Star-Spangled Banner, Tis of thee… y Dixie en las regiones del sur, programan una jornada inolvidable y única. Sentirse parte de la Nación es sinónimo de estar bendecidos por Dios, protegidos contra todo mal sabiéndose los escogidos y únicos habitantes del planeta que se salvarán de las plagas terrenales. Opal Nelson y Donna Hanks se conocieron a la altura del cine Regal Riviera en Gay Street, una de las principales arterias de Knoxville, donde una marea de gorros, camisetas, insignias, pañuelos y todo tipo de complementos con los colores de la bandera adornaban esa vía rebosante de personas preparadas para asistir al comienzo de los desfiles.
          –¿Sabe dónde hacen el concurso de ver quién come más hot dogs en el menor tiempo superando el record anterior? –pregunta Donna respecto a esa extraña tradición de engullir perritos calientes a contrarreloj precisamente en esa fecha.
          –¿Ve a aquel grupo numeroso? –indica Opal.
          –Sí.
          –Apuesto que han empezado ya, fíjese como anima el público.
          –Es verdad. Gracias –corrobora Donna.
          –Hace años uno de mis hermanos quedó campeón y el resto de la familia presumimos asegurando que seríamos los siguientes en llevarnos el trofeo, ninguno lo conseguimos, de hecho, ni siquiera lo intentamos –cuenta Opal con total naturalidad, como si se conociesen de atrás.
          –Vivo en Oak Ridge y apenas salgo de allí, hace mucho que no visito el World’s Fair Park y cuando vengo me gusta admirar una vez más la torre Sunsphere, estuve en la exposición especializada en 1982 cuyo tema fue “la energía cambia el mundo” y disfruté bastante, de modo que ando un poco despistada y no sé hacia dónde tirar –dice Donna en tono nostálgico
          –La gran esfera dorada con vistas a la ciudad, ¡eh! –añade la otra–. ¿Quién no guarda en la memoria algún momento especial ocurrido ahí? Voy en esa dirección, si quiere la acompaño.
          –Encantada –permanecieron juntas hasta bien entrada la noche cuando tuvo lugar el festival pirotécnico como colofón a toda una variedad de festejos. Rieron, contaron anécdotas, alguna confesión, comieron barbacoa de hamburguesas, papas y aros de cebolla fritos, alitas de pollo picantes, nachos mexicanos con guacamole y mucha cerveza. Desde entonces no han perdido la relación y son conscientes de que su diferencia las complementa entre sí.
          –¿Recuerdas cuando nos conocimos? –conversan a menudo sobre esa primera vez desde dos miradas bien distintas.
          –Sí, claro –responde Donna–. Me pareciste interesante, pero con ideas alocadas.
          –Anda, dilo, atrévete: una salvaje suelta en la civilización, ¿a qué sí? –insta Opal para que se sincere.
          –No sé, más bien inquieta, rebelde, inconformista, brava, transgresora –dice tapándose la boca con la mano ocultando la sonrisa–. Ya sabes, alguien en busca de unos orígenes indígenas que quizá sólo estén en tu cabeza. A mí me parece que es mejor no mover las cosas, dejarlas como están y asumir el sitio donde hemos nacido y habitamos sin sentirnos culpables por haberlo ocupado anteriormente otros. –Si algo las caracteriza es la habilidad manejando los espacios de silencio sin la necesidad de llenarlos a toda costa.
          –Bueno, respeto tu punto de vista, pero como sociedad tenemos por delante mucha reflexión y un profundo examen de conciencia ya que arrasar a la tribu Cherokee de este Estado fue uno de los peores genocidios de la historia cometidos por la supremacía blanca. Nos creemos por encima, superiores, propietarios de una tierra que no nos pertenece, inteligentes manejándonos con torpeza, inventores de una forma de vida a conveniencia, usuarios de un lenguaje universal excluyente al semejante, autoritarios y, sin embargo, empequeñecidos y pobres cuando sale de nosotros lo peor del ser humano.
          –No hay quien te pare, hablas como una filósofa –con esa frase Donna rompe la seriedad de la otra.
          –El día menos pensado vendrás conmigo hasta la reserva india que hay junto al Smoky Mountain National Park, será emocionante –Opal Nelson conoce aquello, pulgada a pulgada, donde los latidos del corazón se le aceleran.
          Los O’Neal son una familia de color, muy discreta, procedentes del pequeño pueblo de Orlinda, condado de Robertson, que en marzo de 2019 cuando se derrumbó el puente Highland Road tuvieron miedo de volverlo a cruzar y precipitarse al vacío, se trasladaron a Oak Ridge y, aunque enseguida prosperaron, la madre como maestra de escuela y el padre pasante en un despacho de abogados pudiendo comprar una casa sencilla en mejor sitio, al principio de llegar vivieron en el área de Scarboro Community –al crearse la “Ciudad Secreta” destinaron esa zona con viviendas inferiores para los negros, ahora residen en todas partes pero todavía sigue habiendo allí–. Aretha, tercera de las hijas, una adolescente bastante espabilada y con perfil de emprendedora aún sin definir, por Acción de Gracias le lleva a Donna Hanks un “pastel de ajedrez” cocinado por ella que la mujer recibe gustosa pese a no encontrar en la textura ese toque mantecoso y desmenuzable que caracteriza dicho postre tan popular en el Sur de Estados Unidos. El contacto entre ellas surgió cuando el reverendo de la iglesia Baptista adonde acuden los O’Neal dio los nombres de algunos vecinos y vecinas que teniendo lejos a los allegados, ese día sus hogares carecen del tradicional encuentro familiar. A falta de cinco jornadas para el último jueves de noviembre, fecha de dicha celebración, mientras daba el habitual paseo rehabilitador para su rodilla, ve a la muchacha, cabizbaja y pensativa, sentada sobre el tocón.
          –Te vas a enfriar, querida. Está bajando mucho la temperatura –dice, posando su mano en el hombro de la chamaca.
          –¡Oh, no, Ms Hanks! No se apure, no tengo frío, estoy bien.
          –¿Disfrutando de un rato en soledad? –pregunta en tono sueve, consciente de la sensibilidad de la joven.
          –Sí, es que los gemelos están hiperactivos –refiriéndose a los hermanos de apenas dieciocho meses– y necesitaba poner en orden las ideas.
          – Entonces me marcho, no seré yo quien te distraiga –gira despacio sobre los talones.
          –No se vaya, por favor, le estoy tan agradecida.
          –¡Anda, anda, que me abrumas!
          –Usted no me rechaza por ser afroamericana, al contrario, me trata de igual.
          –Simplemente me caes bien y ya estamos muy acostumbrados a convivir unos con otros.
          –No se crea, ¡eh!, todavía hay quien nos ve como a ciudadanos de tercera, por eso, personalmente le tengo mucha gratitud al presidente Obama porque puso a nuestro pueblo en primera línea.
          –Bueno, para nosotros los Republicanos fueron ocho años pésimos, pero entiendo que empatices con él.
          –¡Por cierto!, ¿se ha enterado que Tafari Campbell, de 45 años, se ha ahogado haciendo padlesurf frente a la costa de Massachusetts?
          –¿Y tú dónde te informas de todo eso?
          –En Internet, ahí está el mundo entero –responde con ánimo de seguir narrando las maravillas de la red informática, pero se cortó notando el poco interés que despierta en la mujer.
          –No sé quién es el caballero –dice Donna.
          –Pues el cocinero de los Obama en la Casa Blanca, una vez que finaliza el mandato, le propusieron seguir con ellos de chef personal.
          –¿Y aceptó?
          –Claro, ¿quién podría resistirse a una cosa así?
          –Yo, por ejemplo –bromeó.
          –¿Cómo va la pierna? –cambia radicalmente de tema.
          –Apenas duele, en unas semanas estaré lista para la maratón de Nueva York –ambas se destornillan de risa.
          –Y dime: ¿qué te preocupa? Conozco muy bien esa carita y algo ronda dentro de ti –pregunta Donna mostrando la ternura que sólo usa con ella, quizá por añorar no haber tenido una hembra además de sus cuatro varones a los que adora, pero la naturaleza nunca quiso concederle tal deseo.
          –Nada, una tontería –dice retorciendo la punta de un pañuelo con la mirada clavada en el suelo–. Es que, verá. En fin, no, nada…
          –Bueno, como quieras –deja unos segundos de silencio–, pero deberías volver, pronto oscurecerá y habrás de ir con cuidado, el bosque es peligroso.
          –Ms Hank, ¿tiene inconveniente en regresar juntas? –a la mujer se le ilumina la cara.
          –Ninguno –responde agradecida.
          –Deje que primero pise yo no se vaya a caer –eso hicieron hasta llegar a Manhattan Ave donde residen.
          –¿Preparo mañana un chocolate caliente y así me cuentas eso que tanto te preocupa? –dice sorprendiéndola.
          –Me encantaría, Ms Hanks, pero tengo que cuidar de los gemelos, otro día, lo prometo.
          –Tranquila –se despiden y la ve desaparecer con la inseguridad del paso que va dejando atrás la adolescencia.
          La abuela Tillie no sabía leer ni escribir, pero gozaba de una sabiduría que ya quisieran muchos. Tras una vida longeva pasando infinitas calamidades murió en el mismo lecho donde parió a todos sus vástagos y copuló con el esposo que siempre la hizo de menos. Era domingo por la tarde y Opal Nelson sabía que el gastado corazón de la mujer no aguantaría más tiempo por eso condujo varias millas y fue a despedirse de ella. Su madre terminaba de planchar la ropa de cama que la anciana había ensuciado el día anterior, tenía la melena recogida, sonrojados los pómulos, los pechos todavía firmes y con gotas de sudor entre ellos, tarareaba una melodía desconocida y mantenía sueltos dos botones de la blusa que al verla abrochó ruborizada. El verano resultaba especialmente cálido y sofocante, la jarra de agua muy fría con jugo de limón y vasos de cristal estaban sobre la mesa del sunroom, espacio en donde fantaseaba de pequeña. Observó en el reloj de pared el minutero detenido en mitad de la esfera, a saber desde cuándo, la puerta de la nevera empapelada con notas sujetas por imanes como si un regimiento de gente aún viviese allí, cubiertos de polvo el lomo de los libros que ya nadie sacaba de la estantería y arrinconado el globo terrestre, ese que tantas veces hizo girar con los ojos cerrados hasta pararse en un punto soñando que viajaba a algún incógnito lugar: exótico, misterioso, de tierras vírgenes, alejado... Entonces recordó sus días de infancia en aquella amplia y luminosa cocina, el sabor a huevos revueltos, a crepes con sirope de arce, a la cerveza casera que hacían en el garaje, al olor a pólvora cuando los sábados el padre y los hermanos practicaban tiros en el patio trasero, las discusiones familiares a consecuencia de desencuentros políticos, la incomodidad que sentía por lucir en la fachada la bandera confederada, el viento del río Tennessee a su paso por Lenoir City y tantos momentos álgidos dispuesta a cambiar el destino de los más vulnerables.
          –Hola, mamá –dice a su progenitora quien se sobresalta al hablarla por detrás.
          –¡Ay, cariño, me has asustado! –comenta la mujer tapándose la boca con la mano.
          –Perdona, lo lamento. ¿No me oíste llegar con el coche?
          –No, ando con mis tareas y no me entero.
          –Me alarmó tu llamada de teléfono respecto al estado de la abuela. ¿Cómo sigue?
          –Apenas está lúcida, las ausencias son cada vez más largas, supuse que querrías decirle adiós.
          –Claro.
          –Pues ya conoces el camino –concluyó con la frialdad tan característica en ella y que Opal también usaba ante determinadas circunstancias.
          La mayoría de los grandes ventanales de las habitaciones daban a una explanada con árboles y vegetación muy tupida, sin embargo, la de Tillie estaba orientada hacia el Este para contemplar la salida del Sol. Su piel morena destacaba en el almohadón impoluto cuya suave fragancia a aloe impregnaba todo el dormitorio. Además de la cama, el armario y un cómodo sillón, había un mueblecito con dos cajones sin llave que nadie se atrevía a abrir evitando los gritos de la anciana y un posible castigo muy severo. La nieta se acercó despacio y besó la frente de la abuela, a la vez que esta abrió los ojos.
          –Perdona, no quería despertarte –dijo cogiéndola la mano.
          –Y no lo has hecho, niña –con gestos indica que la incorpore un poco más, la chica lo hace colocándole mejor las almohadas–. Además, esperaba tu visita.
          –¡Ah, sí! Pues he estado a punto de no venir –ríe.
          –He de pedirte algunos favores –según termina de decirlo le da un acceso de tos y fatiga que, una vez controlada, les permite reanudar la conversación.
          –No hables mucho –sugiere preocupada dejando pasar una breve pausa–. ¿Qué necesitas?
          –Saca la cartera de cuero marrón y dámela –señala el segundo cajón.
          –No la veo –lo revuelve de lado a lado hasta encontrarla–. ¡Te pillé! –exclama burlona a la vez que se la da.
          –Léelo –la anciana saca de su interior un viejo papel bastante manoseado, no obstante, se concentra y lo hace.
          –Abuela, pero esto data de 1835, todavía faltaba mucho para que tú nacieras.
          –No te distraigas y llega hasta la última letra, niña.
          –¿Cómo es que tienes este documento?
          –Eso carece de importancia.
          –Será un duplicado, supongo, porque es el Tratado de Nueva Echota de cuando se le prometió a los Cherokee un delegado en la Cámara de Representantes –la anciana guarda silencio–, promesa que aún no se ha cumplido, claro.
          –Ahí están nuestras raíces. Lo he conservado todos estos años para ti, ahora te toca luchar por nuestro pueblo, por nuestra cultura, por nuestras costumbres –vuelve la tos y eso la obliga a callar.
          –Tranquila –intuía que la abuela no había terminado de poner sus cosas en orden–. Pero hay algo más, ¿verdad?
          –Apenas queda tiempo y cuando llegue el momento quiero que laves mi cuerpo y lo perfumes con aceite de lavanda para purificarlo, envuélveme en una sábana blanca de algodón e introduce conmigo en el ataúd una pluma de águila, nuestra ave sagrada, luego deja que me velen.
          –No sé si seré capaz, Tillie.
          –Podrás, por tus venas y las mías corre la misma sangre. Después ve a las montañas y aguarda a que salga la luna…

7 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho toda la parte de la abuela Tillie y lo bien que narras el espíritu Cherokee. Enhorabuena una ve más, querida. No dejas de sorprenderme.

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  2. María Doloresoctubre 01, 2023

    Como en tantos otros sitios sentí mucha tristeza visitando Scarboro Community. Falta pedagogía en los colegios, hay páginas de la Historia que deberían ser contadas por los protagonistas o sus descendientes. Me has impresionado.

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  3. Yo nunca he estado ahí pero tus descripciones son tan reales, que podría haber estado hace unos días.

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  4. No quiero decir tacos, pero joé, me están dando ganas de trasladarme a ese lugar después de las descripciones de los 2 post de esta nueva historia.
    Lástima que me pilla en la meta, sino petate y palante.
    Es increíble cómo me transportas. Estoy disfrutando de otra vida.
    Gracias.

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  5. Ya me has dejado enganchada a la historia. Promete interesante.
    Muchas gracias por amenizarnos un domingo más con este regalo.

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  6. Emili Pachecooctubre 03, 2023

    Me fascinan tus narraciones, Mayte! Transportas a tus lectores al lugar que magistralmente describes. Pequeños detalles que hacen grandes historias.

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  7. Antonio Álvarezoctubre 12, 2023

    Cuando leo, escucho o veo algo que me deja sin saber qué decir es porque es muy bueno. Gracias, Mayte. Besos.

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