domingo, 19 de marzo de 2023

Detroit, una historia cualquiera

14.

Aunque disimulo buscando la parada del QLine, el tranvía de Detroit para regresar al vecindario donde me siento a salvo, no me resisto a pegar la nariz en el escaparate y parpadear varias veces hasta comprobar que el camarero, sorprendido también al verme, es Christopher y no un espejismo producto de los rayos del sol contra el cristal. Su aspecto relajado y saludable en nada se parece a aquel homeless que me salvó de un linchamiento en Clark Park, uno de los parques más antiguos de la ciudad, donde a punto estuvieron de acabar igualmente con él. Ya no es el tipo entristecido que se vino de Alaska dejándolo todo tras la persona que, después de tanta promesa y palabrería barata, resultó estar casado y sin intención alguna de romper la imagen pública de macho y hombre de ley, votante del Partido Republicano y arrepentido del desliz sin importancia que tuvieron. Apenas han pasado unos meses desde entonces y ahora le veo sin expresar desconfianza ni miedo a terminar asesinado en cualquier callejón oscuro y sin salida. Aunque ha ganado peso aún conserva la complexión atlética y mucho más brillo en su piel mestiza. Lleva la barba cuidada, el perfume suave, las uñas recortadas y se han borrado de un plumazo los rasgos de la difícil experiencia vivida. No obstante, como manifestó más adelante y en repetidas ocasiones, las heridas por dentro tardan en cicatrizar y puede que alguna nunca lo haga…
          –¿Ayden? –pregunta entreabriendo la puerta del restaurante y alzando los brazos al cielo–. Amigo, ¡eres tú!
          –Si. ¡Ah! Hola, no te había visto –contesto casi avergonzado haciéndome el despistado e interesante.
          –¿Qué tal? ¿Cómo te va?
          –Bien, gracias. A ti ya veo que de maravilla.
          –No me puedo quejar, he tenido mucha suerte. No sabía cómo localizarte, y la verdad es que un día por otro lo vas dejando y...
          –También me ocurre –digo en voz baja–. Estoy de paso, vengo por casualidad.
          –Pues no sabes cuánto me alegro. Oye, acabo el turno en media hora. ¿Por qué no entras, me esperas y picamos algo juntos? –le noto emocionado.
          –Imposible, tengo prisa –aseguro molesto.
          –No fastidies, tío. Hace un montón que no nos vemos, compartamos un poco de nuestro tiempo
          –Bueno, no sé, voy con prisa, he de hacer cosas, volveré en otro momento –compruebo que sigo siendo un profesional de la mentira.
          –¡Ya las harás, hombre! Anda, di que sí, y así te cuento lo bien que me ha tratado la suerte. No se hable más. Venga, pasa, no te quedes ahí –anuncia entusiasmado.
          –Vale, pero sólo un rato, no quiero que la noche se me eche encima.
          –De acuerdo. Enseguida estoy contigo, siéntate allí, esa ventana da a la parte de atrás, estaremos más tranquilos, casi nunca está ocupada. ¿Quieres beber algo en especial? –No me da opción de responder porque como un relámpago pone sobre la mesa un vaso con bebida de cola.
          Gira sobre los talones y me atrevo a decir que desaparece pletórico por reencontrarse conmigo. Las jarras de cerveza vacías y los envases de papel y cartón con restos de desperdicios los amontona en la bandeja que levanta por encima de la gente que aguarda su pedido para llevar o simplemente comen acodados en la barra. Al fondo, en la parte más vistosa del establecimiento, hay colgada una fotografía en grande del puente de Brooklyn y debajo el piano de pared que ya nadie toca desde la muerte por covid del pianista. Algunos habituales y clientes que van de paso hacia otro condado, a veces se quedan hasta el amanecer viendo conciertos de Simon & Garfunkel, en DVD, que el dueño del local, fan incondicional de esos dos extraordinarios artistas, pone para deleite propio. Poco a poco, el cielo se va cubriendo de nubes, miro hacia el otro lado y localizo un poco más allá Canfield Street, la estación de tranvía, pero ya no tengo escapatoria, las burbujas del refresco hormiguean por la superficie de la lengua estallando en el paladar. Sentados más allá una pareja de ancianos comparten medio bocadillo guardándose la otra mitad. Christopher se les acerca y, poniéndose de espaldas al dueño, atareado con los pedidos, le deja a él un par de cigarrillos y a ella un dulce.
          –Es lamentable cómo la vida te trata a veces –refiriéndose a los abuelos que siguen mirándole agradecidos.
          –El mundo está lleno de penurias –eso lo digo por mí.
          –Espero que te guste lo que he elegido –dice mientras saca un cucurucho con papas fritas, sándwiches de pollo crujiente picante y otro de salchichas con huevo y beicon, acompañado todo de café americano, en vaso largo–. El sitio no es elegante, sin embargo, se come bien y al menos está limpio.
          –Bueno, estoy acostumbrado a espacios peores –y, aunque eso es verdad, me gusta comer con servilleta, cubierto y mantel. ¡Qué coño, como Dios manda!–. En cualquier caso, apenas tengo apetito, el almuerzo ha sido suculento.
          –Te lo puedes llevar, no hay problema, a lo mejor después tienes hambre. –intuye que no pruebo bocado desde el día anterior, pero su prudencia es exquisita–. ¿Cómo te va? ¿Has vuelto a encontrarte con aquellos tipos que por poco nos parten la mandíbula?
          –¡Que va! Además, he estado en Texas y, como quien dice, acabo de aterrizar –omito el motivo del viaje.
          –Entonces, tendrás muchas cosas que contar, ¿eh? –No aguanto la confianza que se toma, no me fío de la gente así–.Yo, ya ves, he dado un cambio radical a mi vida: de dirigir expediciones que pasan por el pequeño pueblo pesquero de Valdez.
          –Recuerdo la ubicación –le corto–: en un fiordo que llega tierra adentro en Prince William Sound.
          –¡Vaya memoria! Pues de ahí he terminado limpiando retretes, sirviendo mesas, preparando aros de cebolla en abundancia y pringándome las manos con salsa barbacoa –reímos desinhibidos.
          –¿Y los planes de reunir el dinero del pasaje y volver a Alaska?
          –De momento me quedo, he conocido a un hombre maravilloso y estamos empezando la relación. Vamos despacio, sin precipitarnos –la expresión de mi cara debe ser un mapa–. No, no es mi jefe por si acaso lo piensas. Me siento muy querido, pero sobre todo muy valorado. De repente tengo opinión y comparto un proyecto enmarcado en el presente que, mientras dure, será reconfortante y hermoso.
          –Me alegro por ti. Las personas esperamos desde la complicidad ser tratadas dignamente, ojalá eso fuese generalizado –sin pretenderlo o si acabo de precipitarme por el terraplén de la queja.
          Se queda callado unos instantes, asimila mis palabras y las traga envueltas en saliva, para que pasen mejor. Después, recomponiendo los órganos vitales en su interior, comienza a hablar sin interrupción. Primero de cómo consiguió el empleo por casualidad y, a continuación, dónde conoció a su novio. Sin embargo, cuando recuerda a los suyos, tan lejos, un visillo de tristeza enturbia el azul intenso de sus pupilas. Un sábado por la tarde –sigue narrando– se fue a la última sesión del Cinema Detroit donde ponían I Am Not Your Negro, del novelista, dramaturgo, poeta y activista por los derechos civiles estadounidense, James Arthur Baldwin. El documental, además de hablar de su relación amistosa con Malcolm X, Martin Luther King y Medgar Evers, entre otros, da visibilidad al movimiento afroamericano. Adentrarse en las presiones sociales y raciales abordada en el ensayo escrito por él en 1976, son el mimbre perfecto para tejer las imágenes y el mensaje inicial de “No Soy Tu Negro”. En el programa que entregaban a la entrada, a parte de la sinopsis, y de los títulos de crédito, añadieron un pequeño resumen de su biografía destacando las dificultades que tuvo en la época, declarándose homosexual, para mantener abiertamente historias con personas de su mismo sexo, así que viajó por Europa y se instaló en Francia donde vivió con su amante hasta que murió. Jamás regresó a los Estados Unidos salvo por trabajo o placer, evitando así el acoso y la discriminación de una sociedad supremacista.
          –Cuando terminó la proyección salí a la calle compungido, las lágrimas resbalaban por mis mejillas y los latidos del corazón iban acelerados. Entonces, alguien se me acercó y, con mucha sensibilidad quiso saber si me había gustado.
          –¿Y qué respondiste?
          –Pues que sí, claro. En mitad de la conversación los pies nos condujeron hasta el final de W Willis St, esquina casi con Cass Ave donde vivía. Me invitó a su apartamento, ambos somos cinéfilos y, casualmente, también coincidimos en gustos muy parecidos. Estuvimos sin dormir toda la noche, terminamos una botella entera de whisky pero no nos emborrachamos y fue la claridad de la mañana siguiente la que despertó el cansancio y la boca pastosa. Después han ido surgiendo las cosas desde el respeto. Y aquí estoy, enamorado hasta los huesos.
          –Eres un romántico empedernido –digo sonriente y poniéndome en pie.
          –¿Volverás? –pregunta sincero y me da una bolsa con más comida que no rechazo.
          –¡A lo mejor! El destino es impredecible, hoy estamos aquí y mañana quien sabe –nos despedimos con un abrazo.
          –Tengo moto, si te atreves, puedo llevarte.
          –Gracias, pero los viejos preferimos tomar el aire y pisar suelo firme.
          Voy por la acera con cuidado de no caerme mientras crece en mí la envidia y también la admiración hacia él por el valor de empezar desde cero, y hacerlo sin reproches, sin victimismo, dándole a las cosas la justa importancia, arriesgándose a ser rechazado, malherido, desplumado de las pocas pertenencias que tenía en aquel momento, sin embargo, apostó por la vida, por el amor, por la convivencia, por cubrir los huecos y rellenar los del otro, en definitiva: por respirar. Mirándole, sé que mi fracaso como persona radica en haber recibido una herencia envenenada y no haber peleado jamás por cambiar el rumbo y el destino. Christopher ha podido hacerlo gracias a un matiz fundamental: se quiere y cree en sí mismo, en el tesón para vencer la lucha interna que a veces conlleva no seguir adelante, en la posibilidad de levantar un espacio propio estableciendo la sede en el cariño y en la oportunidad de estar sano, lo cual hace todo más fácil. Pero también hay que saber ser agradecido y él goza de esa cualidad, en cambio yo no. Hasta llegar a casa cruzo el Distrito Financiero, de extremo a extremo, y ya no me impactan ni sus gentes, ni los altos edificios, ni los hoteles con portero en la puerta, cuan centinela quitándose la gorra a la entrada y salida de clientes, ni los restaurantes con aparcacoches, ni el lujo ficticio brotando desde las alcantarillas, ahora tan solo me preocupa tener comida para el día siguiente, calmar el dolor de huesos con antiinflamatorios y que me sobren unos dólares del retiro después de pagarle la mensualidad al casero. Hiervo leche y la enriquezco con una cucharada sopera de cacao, doy un sorbo y la garganta responde agradecida, con la mano izquierda palpo dentro del cajón y saco un habanos que atesoro, enciende la radio, la noticia de un nuevo tiroteo en Los Ángeles, cerca de Beverly Hills, abre todos los informativos, lo escucho con mucha atención y el espejo del baño me devuelve a la realidad: el agua caliente de la ducha sigue sin salir. Afuera maúllan los gatos reclamando algo de sustento y echan a correr con el rabo entre las patas cuando un felino, más grande que ellos, va a la caza. Entonces, paseo la vista por el cuchitril donde habito y reconozco la suerte de tener un techo y un refugio de paz.
          Tras dos meses peleando la vida para vencer a la muerte, poco a poco Megan Aniston va recuperándose, gracias también a la perseverancia de la doctora Violeta Reyes que desde un principio apostó por sacarla adelante desoyendo la contraria opinión de los colegas. Las secuelas del Sars-Cov-2 y la larga estancia en la UCI han barrido la masa muscular de un plumazo, dejando muy dañado el órgano cuya función es facilitarnos la estabilidad estructural, por eso, entre otras tareas de rehabilitación física y psicológica, habrá de aprender a andar, hablar, masticar, tragar, controlar los esfínteres, la vejiga, expandir la capacidad pulmonar y realizar ejercicios de memoria, rescatando así del olvido los recuerdos perdidos dentro de un bucle casi sin salida. El yerno acude a diario a la hora de visita para hablar con los médicos, ya que la hija, delicadísima de salud, sólo va si hay cambios o debe tomar alguna decisión. Una mañana, al parecer tranquila, más bien monótona, quizá insustancial, suena el teléfono cuando acababan de irse los niños a la escuela y el marido a recoger la bolsa de alimentos semanal a la iglesia del reverendo Bob W. Perkins. Nerviosa, conteniendo la esperanza, vislumbrando por fin la luz al final del túnel, busca los zapatos planos, se abotona el abrigo, escribe una nota sujetándola en la nevera con el único imán libre y, desorientada, como si fuese nueva en la ciudad, dudando hacia dónde ha de ir, llega a la estación de metro Michigan Avenue, donde, con el estómago algo revuelto, se sube al penúltimo de los vagones. Una vez fuera, el frío intenso de la zona norte golpea contra ella tambaleándose.
          –Espere ahí –dice la estudiante en prácticas colombiana–, enseguida vienen.
          –¿Ha empeorado mi madre? Dígame, por favor.
          –No se alarme. No tardarán. –Los minutos se le hacen horas y las horas siglos, hasta que, alguien de pasos cortos, rápidos, diría acelerados, se dirige a ella muy sonriente.
          –Venga conmigo –indica el enfermero oriental, aumentando así, todavía más, la angustia y la incertidumbre.
          Violeta Reyes, directora de la Unidad de Cuidados Intensivos, en el Detroit Medical Center, espera dentro del despacho. El reflejo de la pantalla del ordenador sobre su tarjeta identificadora resalta la fotografía en la que aparece con unos años menos.
          –Relájese y no se alarme –la tranquiliza–. ¿Ha venido sola? ¿Y su esposo?
          –Quizá más tarde, está ocupado. Pero dígame: ¿está peor? ¿Todavía tiene covid?
          –No, todo lo contrario. Ha superado lo peor de la crisis, si evoluciona tal y como imagino, en breve la subiremos a planta –la hija se echa a llorar.
          –¿Está recuperada del todo? –formula la pregunta con el corazón en un puño.
          –El proceso va a ser muy lento, depende de cómo responda al tratamiento. No obstante, aunque todavía es pronto para aventurarse, he querido informarla cuanto antes.
          –Y yo se lo agradezco, doctora. ¿Permanecerá mucho ingresada?
          –Eso no lo sé. Además, mis compañeros internistas habrán de valorar, junto al equipo médico del aparato digestivo, aquello que les comenté sobre los pólipos sangrantes. También han bajado de cardiología a examinarla, porque el problema de las válvulas es de vital importancia, pero todavía está muy débil. Más adelante, verán. Nosotros, por nuestra parte, con el inicio de la dieta oral, empezamos a ponerla en el meta de salida, pero sólo somos un tránsito, ellos son, realmente, quienes completan el trabajo de recuperación, acompañando al paciente hasta la meta de llegada. Es una mujer muy fuerte y admirable, todo un ejemplo a seguir, puede estar bien orgullosa de la madre que tiene.
          –Lo estoy. No sé qué decir, le estoy tan agradecida, si no llega a ser por usted ahora mismo quizá estaría muerta.
          –Bueno, pero no ha sido así.
          Megan Aniston está adormilada con la cabeza vuelta hacia el lado izquierdo y, a parte de la sábana, tiene también una manta por encima. Continúa con oxígeno y vías que han dejado huellas moradas en las muñecas. Aparentemente, los números y las curvas en los monitores se manifiestan sin alteraciones, todo parece indicar normalidad. Violeta Reyes, enfundada en un EPI, se sitúa a su lado y la toma el pulso. La paciente abre los ojos despacio, mira a la doctora, la regala un gesto cariñoso y, al ver a su hija al otro lado del cristal, toda la química metida en el cuerpo empieza a hacer un efecto positivo…

5 comentarios:

  1. Un domingo más abrir el correo y encontrarte es todo un acontecimiento, una reconciliación con la vida y con la literatura. Gracias, nena.

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  2. Pues a mí lo que me tiene realmente alucinado es la parte médica, vamos que si me pongo malo ya sé a quien acudir. Buen trabajo.

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  3. Contigo hay que ser redundante en los buenos adjetivos, no queda otra.
    Cada post es una entrega generosa de tu tiempo para documentarte y tenernos expectantes.
    Gracias.

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  4. Como siempre, contenta y agradecida por tener la oportunidad de disfrutar de tu gran trabajo . Gracias. Besos

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  5. No dejas de sorprendernos con un lenguaje lleno de creatividad e imaginación y un con un buen dominio de la sintaxis y la gramática. Gracias escritora. Besos

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