domingo, 25 de septiembre de 2022

Detroit, una historia cualquiera

2.

          –Procure que no salgan de sus habitaciones y que hagan el menor ruido posible, vienen invitados importantes y no queremos jaleo. –Entonces, dirigiéndose a nosotros mamá remataba–: Portaos bien ¿Entendido?
          –No se preocupen –decía la criada–, no habrá ningún problema.
          Mi hermana Dakota era la más atrevida de los tres, apenas le hacíamos caso, así que, a menudo enredaba por la cocina buscando un poco de atención, un público entregado a reír sus gracias y que al final de la representación aplaudiera con entusiasmo. Siempre fue muy peliculera, disfrutaba inventando revolcones de alcoba, historias de infidelidades que, según su versión, susurraban tras la puerta las señoronas de la alta sociedad mientras tomaban el té en casa y, a veces, lo hacía tan creíble y tan detallado que se corrían las voces por el vecindario, en el mercado de verduras adonde compraba el servicio y, por supuesto, también en la Motors Carson Company, lo cual avergonzaba a papá ante los empleados hasta que, dando media vuelta entraba en cólera y llevándola de una oreja la obligaba a pedirle perdón a los afectados, además de dejarla sin el cine de los domingos. Jaslene, nuestra doncella puertorriqueña, gozaba de mucho desparpajo y era quien pasaba más tiempo con ella peinando su rubia y rizada cabellera, ordenaba el dormitorio y, sobre todo, cubriéndola las veces que, enamoradiza como una boba, volvía a las tantas colándose por la puerta de servicio.
      –Por favor, señorita –rogaba echándola una toalla por encima al salir del baño–, cuénteme otra vez lo del caballero que cruzó los campos en guerra para salvar a su amada de las garras de los sicarios. –Y la otra cambiaba fechas, nombres, contexto, lo primero que se le ocurría para hacer la historia todavía más misteriosa e inverosímil.
         Ambas tenían mucha complicidad e incluso cuando no estaban solas se hablaban al oído escapándoseles la risa floja, miradas picaronas y pellizcos en el brazo si alguien soltaba alguna palabra malsonante. Sin embargo, tal confianza no estaba bien vista en el seno familiar, así que, de repente se vieron obligadas a colocarse cada una en su lugar correspondiente. Pasados unos meses y preocupada por la única persona a la que consideraba amiga de verdad, mi hermana inició poco a poco un disimulado acercamiento.
          –¿Qué te pasa? –pregunta Dakota
          –Nada. Por favor, no complique más las cosas –responde Jaslene.
        –¡Pero si no nos ve nadie!, sólo está Chul-Moo y como es coreano y está atareado en sus guisos ni se entera –decía mi hermana muy zalamera–. Anda, vayamos a dar un paseo y te cuento los últimos amoríos –soltaba la joven caprichosa toda indignada.
          –Déjeme, señorita, tengo mucha tarea.
          –¿Sabes que la sobrina de los…?
          –Cállese, por favor o me meterá en un lío.
          –Y si te ordeno que dejes todo.
          –Pues tampoco lo haría, lo siento.
          –Eres una desagradecida, jamás te atrevas a pedirme nada, con lo que he hecho por ti.
          –Y le estaré eternamente agradecida, pero no puede ser. Y ahora si me disculpa he de continuar con lo mío –daba media vuelta y, cayéndosele las lágrimas, desaparecía por el largo pasillo.
          Una tarde, Emily, el ama de llaves, acompañada de una misteriosa mujer, cerró la puerta del despacho para hablar en privado. Las voces de papá y las plegarias de mamá a un Dios que parecía no escucharla resonaron por la planta hasta que la puerta se abrió de golpe.
          –¡Brody! ¡Brody! ¡Brody!
          –Disculpe, señor. Estaba en el jardín.
          –Pues cuando te llame atiendes a la primera y vuelas que para eso te pago.
          –Sí, señor.
          –Prepara el auto pequeño y espera en la parte de atrás.
          –Hace mucho que no se usa y puede ser que el motor falle.
          –¿Acaso no he sido lo suficientemente claro?
          –Por supuesto que sí, señor. ¿Cuántas personas serán? Lo digo para coger mantas de viaje, está apretando el frío.
          –Haz lo que te digo y no preguntes ni pienses tanto.
          Jaslene, acompañada por la otra dama a la que nunca habíamos visto y resultó ser su prima, se metieron en el coche y regresaron tres días después. El ambiente que se respiraba en la cocina era de mucha tristeza y absoluta rabia.
          –Pobre chica. Y que siempre pasa igual –comentó Dominic, el jardinero–, el señorito se cuela en la cama del servicio y luego si te he visto no me acuerdo.
      –Cambiará nuestra suerte, habrá una revolución pacífica y… –añadió el chofer con mucho suspense– nos trataremos de igual a igual.
      –¡Ah, sí!, no me digas. Pues ya has visto que sigue por aquí tan campante. Ni una amonestación, ni un solo castigo, ni una reprimenda, ni una simple disculpa, ni un amago de responsabilidad. Nada de nada.
          –Callaos –pidió Emily–. Y disimulad delante de la criatura que bastante mal lo tiene que estar pasando. En cuanto al comportamiento de los señores, nosotros ver, oír y callar, ¿estamos?
          –Sí, mi comandanta –decían en broma.
          Mi hermano Colorado Sprint era débil de bragueta, se había acostado con medio condado de Wayne. En su extensa lista figuraban esposas despechadas, hijas que querían llegar al matrimonio con algo de experiencia y casi todas las criadas que se deshacían ante sus encantos. Pero con Jaslene, la doncella tímida y hermosa que una noche tocó la luna con la yema de los dedos fue distinto y puede que, a partir de ese instante, sintiesen algo especial el uno por el otro. Él volvía borracho de una de sus juergas habituales, ella se levantó a por un vaso de leche, oyó ruidos y se agazapó detrás de la cortina hasta que el tremendo golpe de un cuerpo desplomado en el suelo la hizo reaccionar.
          –¡Ay!, señorito, menudo susto me ha dado.
          –Estás muy sexi con ese camisón, ¡eh!
          –No me diga eso, por favor, que me pongo nerviosa.
          –Acércate a ver si puedes levantarme –lo hizo y lo que ocurrió a continuación fue la consecuencia de su preñez que resolvieron llevándola a una clínica abortiva.
          Según recuerdo este episodio me viene a la memoria que nos dejó al poco tiempo para casarse con el guardés de la finca de una selecta familia por la zona de Balmoral Dr., con solarium donde los señores pasaban largas horas en verano y ella no paraba de preparar limonadas. Tuvieron cinco hijos y supongo que trabajaron duro para sacarlos adelante. Por el contrario, mi hermano Colorado Sprint, en una de esas noches de juerga y lujuria, propias en él, contrajo una enfermedad venérea que le dejó estéril y casi se lo lleva a la tumba. Hoy, la suerte de Jaslene, como la de tantas otras mujeres sin recursos que han de arriesgar sus vidas en sitios insalubres, sin higiene ni medios, habría sido muy diferente y puede que estuviese en la cárcel o haberse ido a uno de los pocos lugares donde aún no está prohibido, ya que, tras revocar la Corte Suprema el derecho constitucional al aborto, la sociedad ha retrocedido a un periodo anterior a 1973, cuando Jane Roe ganó el litigio judicial contra Henry Wade, fiscal del distrito de Dallas, dictaminando que la Constitución de los Estados Unidos de América protegía la libertad a interrumpir voluntariamente el embarazo.
          Si nos trasladásemos a otra época, cuando son las 5:45 a. m. y el reloj biológico de mi vejiga dice que he de levantarme, los puestos ambulantes de café no darían abasto repartiendo lo acostumbrado a la clientela que, apresurada, correría a coger el tren o el tranvía.
        –¡Doctora Reynolds, que se deja el panecillo de mantequilla! –diría el vendedor echando a correr tras ella.
         –Gracias, Rudy. ¡Ay, cualquier día pierdo la cabeza!
          Good morning, mister –saludaba al jefe de estación
          –Serán para ti, porque yo me había quedado en la cama el resto de la vida.
           –¡Anímese, hombre! ¿Ponemos lo de siempre?
           –Sí.
           –¡Hola preciosidad!
         –¿Qué tal, zalamero? –contestaba la hija del candidato a alcalde–. Dame un vaso de cacao y el donuts.
           –Marchando.
          Aquel hombre de dentadura blanca, al frente del legendario quiosco, cuidaba así de la clientela que hacía un alto en su camino. Las avenidas empezarían a colapsarse de carros lujosos tocando constantemente los cláxones, con carrocerías impolutas donde los ejecutivos cerraban acuerdos multimillonarios aumentando la facturación en sus negocios. Todo resultaba frenético y a la vez ficticio, pero era la colmena con paneles de éxito y fracaso de nuestro hábitat, esa frontera que después conocimos entre el todo y la nada. Algo más allá de donde vivo ahora, en Lafayette Blvd, el First Independence Bank, único banco de propiedad afroamericana que hay en Michigan, también tendría mucho tránsito de personas. El día que lo inauguraron, 11 de mayo de 1970, yo tenía 12 años y pensaba que la vida consistía en arrebatarles territorio a las tribus indias y hacerse limpiar los zapatos por los esclavos de color. Chul-Moo, nuestro cocinero coreano, iba a sorprendernos en la cena con un verdadero manjar: cola de langosta con tiras de wontón crujientes, pero su buena intención se fue al traste.
          –¿Es cierto que han abierto los negros una entidad bancaria en el mismo centro de Detroit? –preguntó mamá mientras que Emily, el ama de llaves, comprobaba que no faltase de nada en la mesa y los cubiertos estuviesen bien colocados–. ¿De dónde diablos habrán sacado inversores?
          –De las plantaciones de algodón desde luego que no –aseguró papá–. Veremos qué ocurre.
          –¿Nos afecta?
       –Desde el punto de vista empresarial cuantos más ciudadanos dispongan de créditos para cambiar de coche mayor será la venta que hagamos y por tanto aumentaremos la producción.
          –¿Entonces cuál es el problema? –preguntó ella–. Niños, no deis patadas por debajo que tiraréis las copas.
          –Pues que el poder les hará fuertes y eso no nos interesa.
         –Señor, llaman de la oficina –irrumpió Brody con la cara descompuesta–, quieren hablar con usted.
          –¿Te han dicho el motivo?
          Será mejor que se ponga, es muy urgente.
          –¿No habíamos quedado en que durante el desayuno no habría interrupciones –mamá elevó el tono– y respetaríamos este espacio para estar juntos?
          –Lo siento, querida. Y vosotros –nos señaló con su dedo acusador– haced el favor de obedecer. Enseguida vuelvo. –No lo hizo, y le vimos salir en su auto a toda velocidad.
          Apostados en la verja de la entrada a la Motors Carson Company, un despliegue de medios de comunicación con sus equipos a punto para conseguir en exclusiva las primeras imágenes o entrevistas colapsaban el acceso principal a la fábrica.
          –¿Se puede saber qué ha ocurrido –preguntó papá malhumorado– y quién coño ha llamado a la prensa? –El jefe de sección se encogió de hombros y comentó la fealdad del asunto al correrse las voces de que la pieza causante del accidente hacía tiempo que estaba fuera de servicio.
          –Eso es imposible, no puede ser. Haga el favor de callarse y no repetir tal barbaridad, puede oírlo quien no debe. Ha sido un fallo humano, ¿me oye? Y ni se le ocurra contradecirme delante de nadie. ¿Entendido? –El obrero asintió sumiso.
          –¡Dios castigará a los culpables! ¡Dios castigará a los culpables! –repetía alguien en cuclillas junto a su caja de herramientas, mientras que otros lloraban desconsolados y alguno, impotente, daba patadas al vacío amansando la rabia. Próximo al departamento de montaje los uniformes del FBI y de los servicios de emergencia se mezclaban formando un muro de contención.
        –Vuelvan a sus puestos –dijo papá levantando la voz al grupo de personas que estaban de brazos caídos–. ¿Acaso creen que el sueldo se regala?
          –Disculpe –intervino el inspector al mando–, eso  lo tendremos que decidir nosotros, de momento, y hasta que no se aclaren los hechos, han de permanecer aquí. Supongo que es usted el máximo responsable.
          –Exactamente el dueño de todo esto.
          –Pues tendrá que acompañar a los agentes para que le tomen declaración.
          –Primero díganme de qué se me acusa, no sé qué ha pasado.
     –¿Ah, no? ¡Venga ya! ¿Acaso no le han informado que según el testimonio de los compañeros que estaban con el fallecido en el instante del suceso, de repente, aunque subido en la grúa no había ninguna persona, esta giró y, al hacerlo, una pieza de gran tonelaje se soltó del gancho aplastándole de cintura para abajo? Eso descarta, aunque ustedes traten de hacernos ver lo contrario, la teoría de la negligencia por parte de quien ya no se puede defender.
        –Oiga, yo estaba en casa, tan campante, desayunando con la familia y, en cuanto me han avisado, he venido deprisa y corriendo. ¿Qué más quieren que haga?
       –Entonces no tendrá inconveniente en facilitarnos la documentación actualizada respecto a la maquinaria, permisos de importación y exportación, revisiones, licencias, contratos… Ya sabe a lo que me refiero: ese papeleo que gusta tan poco a ustedes, los empresarios.
          –Claro, la secretaria se lo facilitará, pero le adelanto que esta compañía es muy seria y legal.
          –Identifique al fallecido, por favor.
    –Mejor que lo haga mi segundo, son muchos y a la mayoría no los conozco personalmente, él se encarga de las entrevista de trabajo y de la selección.
           –No perdamos más tiempo y hágalo.
          –Es que no…
          –¡Ahora! –Abriéndose paso entre las miradas de desprecio que le culpaban de todos los males que allí ocurrían, se acercó inseguro, cegado por la cobardía de tener que hacer frente a una realidad que le pisaba los talones. Apretó los párpados e hizo lo imposible para despertar de aquel terrible sueño en otro lugar, pero el esfuerzo fue en vano ya que tuvo que reconocer al que yacía tumbada sobre un charco de sangre. Era el operario más veterano en la cadena de montaje ensamblando motores. Hombre fiel, entregado al oficio y con el listón de la responsabilidad muy alto. Le faltaban unos meses para su retiro y le había expresado al patrón su intención de no hacerlo puesto que aún se encontraba en forma, lástima que sus deseos se truncaran tan pronto.
          La llegada del juez para el levantamiento del cadáver trajo consigo el silencio de los presentes, en el mismo instante en que un furgón fúnebre se lo llevó a la Oficina del Médico Forense del condado de Wayne, para realizarle la autopsia. A su vez, el FBI metió en bolsas precintadas las pruebas que recogió y tomó huellas de las superficies. Antes de irse les comunicaron que serían llamados a declarar.
          –Lo siento, señor –se disculpó el abogado de la empresa–, estaba en el Tribunal y hasta ahora no he podido salir.
          –Vayamos pues a mi despacho –dijo papá– y rece para que su ausencia no me perjudique.
          –Ahí fuera hay montada una buena y hablan hasta de intento de asesinato –comentó el letrado–, ya sabe cómo son estas cosas, se corren las voces y no hay quien lo pare, además activistas en pro de los derechos de los trabajadores están manifestándose.
          –Que los de seguridad los desalojen. Lo primero encárguese de los gastos de entierro, mande una corona de flores y asegúrese de que los allegados reciben este cheque –lo extendió según subían las escaleras–. Contacte con todos los amigos influyentes que nos deben favores, quiero que muevan sus traseros y se esfuercen para que el accidente aparezca en la opinión pública como un descuido de quien ya no tenía sus cualidades físicas a pleno rendimiento y, por consiguiente, tampoco los reflejos. La Motors Carson Company no puede permitirse escándalos de esta índole, estamos a punto de cerrar un acuerdo importantísimo en el mercado Oriental y eso nos perjudicaría bastante, no sólo en la actualidad, sino a futuro.
          –¿Y usted cree que con un manojo de dólares va a callar a la viuda y huérfanos? Creo que no lo debe de hacer porque es como reconocer la culpa, y eso es lo último que queremos, ¿no?
          –Los de abajo andan siempre pasando la lengua por el suelo a ver si se les pega alguna moneda que a los de arriba se nos caiga por un roto del pantalón –soltó sin percatarse del desprecio que despertaba en sus semejantes.
          –No sé, deje que lo estudie y pregunte a la gente del taller, es mejor ir sobre seguro que tener que improvisar en el momento.
          Transcurridos seis meses llegó al departamento de administración una carta a nombre de papá en la que lamentaban las molestias ocasionadas hasta esclarecer los hechos del accidente y en cuyo informe notificaban que la causa de la muerte del obrero fue por infarto de miocardio y no tras caérsele encima un embalaje con salpicaderos y sistemas de dirección, algo debido simplemente a una circunstancia fortuita. Y así, tal cual, salió una nota de prensa. Sin embargo, de haber ocurrido a finales de ese mismo año, cuando el presidente Richard Nixon firmó la Ley de Seguridad y Salud Ocupacional para la mayoría de los trabajadores de Estados Unidos, quizá la investigación habría ido por otro camino. En cualquiera de los casos, ahora recuerdo que la familia no se quedó quieta…
          Salgo de casa y voy por la Avenida Michigan hasta Washington Blvd, hace frío, olvidé la bufanda y una capa de polución que se mastica hace de falso techo entre la tierra y el cielo. Frente a mí hay un hombre suspendido en el aire limpiando los grandes ventanales de apartamentos que aún no han sufrido el desahucio, lleva un arnés fluorescente y va sujeto por un cable de acero, me pregunto qué pensará de nosotros al vernos cual trashumancia humana. Según avanzo evito pasar por delante de los sórdidos callejones donde quedan restos de sangre y semen o el destrozo de cualquier ajuste de cuentas en la noche anterior. Un poco más allá observo que la fachada de uno de los edificios más antiguos de la ciudad tiene una estructura de hierro que la sujeta por dentro, donde todo está demolido evitando así que lo ocupen maleantes y delincuentes. Movido por lo que un día fui y tuve, sigo con el olfato a un grupo de personas que saborean una salchicha metida en un panecillo untado con frijoles, chili, mostaza amarilla y cebollas crudas que muerden delicadamente para no mancharse el traje, lo mismo que hacía yo cuando creía que ser uno de los tipos más importantes de Detroit era parecido a tener las llaves del Universo. Sin embargo, la mala baba del tiempo con toda su crudeza vino a demostrarme lo contrario…

8 comentarios:

  1. Me gusta mucho interactúan los personajes y lo bien ubicados que están. Sigue por ahí que vas muy bien.

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  2. Nunca había oído lo de "Oficina del Médico Forense Principal", lo que estoy aprendiendo contigo.

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  3. Hace muchos años viajé por Estados Unidos y doy fe de muchas de las cosas que cuenta

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  4. Me encanta el relato. Me ha enganchado desde el primer momento. Gracias. Besos

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  5. Me encanta el relato. Me ha enganchado desde el primer momento. Gracias. Besos

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  6. Leer tus relatos es evadirse de la realidad actual, lo que a veces es hasta curativo.
    Intuyo que, con todos estos detalles costumbristas de la época, nos estás llevando hacia el meollo de la historia.
    Gracias por todo lo que nos das.

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  7. Esta nueva novela tiene muy buena pinta. Me sorprende la capacidad para describir a los personajes así como la riqueza de detalles para contextualizarlos. Ofreces muchos datos y detalles que nos ayuda a visualizar el entorno en que se desenvuelven y a situarnos espacialmente.

    Por supuesto, ya quedo pendiente de tu cita quincenal.

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  8. Uno de tus dones es el del conocimiento profundo del comportamiento humano. Admiro tu estilo propio y auguro una obra sobresaliente. Gracias por tu generosidad. Besos

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