domingo, 22 de mayo de 2022

Helen Wyner

19. 

Los primeros meses de estancia en Nuevo México para los Gray fueron de gran alivio ya que por fin iban a construir los cimientos del hogar preservando el anonimato. Ubicados en la ciudad de Lovington, condado de Lea, con una tasa de criminalidad bastante baja, pronto se integraron en la comunidad afroamericana yendo a la Iglesia Baptista los domingos, participando en las visitas periódicas organizadas a Chaparral Park donde se aficionaron a la pesca y cuyas vistas espectaculares reconcilian con la vida incluso al corazón más hundido, aunque quizá lo que más fortaleció sus expectativas fue la oportunidad de apostar por un futuro donde echar raíces, para que sus descendientes y las generaciones venideras crecieran en paz, aunque jamás imaginaron que estarían allí sólo de paso. Supuso para ellos un balón de oxígeno haber dejado atrás Foley, marcando distancia con aquellos compatriotas que, enarbolando la bandera confederada sentenciaron a su hijo a cadena perpetua, aun habiéndose demostrado su inocencia en el caso de la violación a una menor. Por eso, lejos de aquel ambiente mantenían la esperanza de que con el tiempo el chico remontase hacia un estado anímico mucho más saludable, pero Daunte no superó el trauma y tampoco quiso volver a oír nada referente a sus cualidades para la música. Se volvió huraño, reservado y fundamentalmente un ser sin alma ni materia. Empezó a trabajar con su padre en un yacimiento petrolífero donde el fuerte olor a gasolina impregnaba el aire, sobre todo cuando había que mover tuberías hasta los camiones. Tenía las manos llagadas, la espalda encorvada con fuertes dolores y una profunda sensación a vacío que le cogía el cuerpo entero. ‘Cariño, ¿es que no esperas a papá? –preguntó la madre–, se está afeitando’. ‘No, hoy me adelanto yo –respondió esquivo–, quedé con otros compañeros que van a enseñarme a diferenciar distintas rocas y minerales’. ‘Así me gusta, que te relaciones. ¡Aguarda un momento, jovencito! ¿Acaso no olvidas algo? –se quedó pensativo–. Anda, llévate el almuerzo y bébete la leche que no es bueno salir en ayunas’. ‘Es verdad –dijo, echando un trago largo y besándola en la mejilla–. ¡Qué cabeza la mía!’. Dio un portazo, un traspié, ella retiró la cortina de la ventana y vio cómo se alejaba indeciso calle abajo. ‘¿Acabaste ya, querido?’. ‘–miró el sabroso desayuno puesto en la mesa y lamentó sentirse falto de apetito–. Guárdame un pedazo de pastel para la noche’. ‘¿Conoces a los amigos del niño? ¿Se portan bien con él?’. ‘Es la primera noticia que tengo, nunca le veo con nadie. Además, estamos en espacios diferentes, pero no me consta, es muy solitario’. ‘¡Qué raro! Bueno, de todas formas no le pierdas de vista’.
          Ambos, aunque preocupados, arrancaron la jornada cada uno en lo suyo. Ella cosía prendas de bebé y cuando no tenía encargos hacía conservas de mermelada de tamarindo que vendía muy bien. Aquella mañana, por unas cosas u otras, estropeó los ingredientes de preparación confundiendo el azúcar con la sal. Tampoco atinó a enhebrar la aguja de la máquina. El pequeño, que ya no lo era tanto, sentado frente a su madre, se recuperaba, echándole más cuento que realidad, de un esguince de tobillo. El esposo era peón de boca de pozo con jornadas intensas e interminables, cuya labor consistía en la limpieza general de las excavaciones para que los especialistas cualificados en manejar el costosísimo equipo no perdiesen tiempo con cosas insignificantes para ellos. ‘Hola. Me manda el jefe, ¿qué tengo que hacer?’. ‘Raspa la pintura adherida a las piezas de rotación y engrásalas. Date prisa’. Se ajustó el casco y los guantes para trepar por la estructura de hierro y manejó con habilidad las herramientas adecuadas. Enseguida llegaron dos personas más de refuerzo, hora y media después todo estaba listo. Así, un día con otro. Una tarde, a última hora, a punto de cambiarse de ropa, recogida la bolsa de la comida intacta y dispuesto a emprender el trayecto de media milla hasta el ferrocarril que lo llevaría de vuelta a casa, el encargado abrió la puerta y dijo: ‘¡Eh!, amigo, te esperan en la oficina’. ‘¿Para qué?’. ‘Y a mí qué me cuentas’. Temió que lo despidieran. ‘Señor Gray, soy el vigilante. Acompáñeme, por favor’. ‘Yo no he hecho nada, se lo juro, por favor, necesito este trabajo, llevamos pocos meses en Lovington y nos gusta, además mi hijo también trabaja aquí’. ‘Tranquilo, hombre, que nadie va a ponerle en la calle’. ‘¿Entonces qué pasa?’. ‘Venga con nosotros –dijo una mujer aun con el uniforme puesto–. Me llamo Madeleine J. Spencer, soy la ingeniera y en estos momentos la máxima responsable presente’. ‘Me están asustando’. ‘¡Vamos!’. Un jeep de la empresa con el logotipo en los costados los trasladó a una zona alejada, donde incalculables de torres de perforación perfilaban la línea del infinito, con sus brocas penetrando en el suelo continuamente. A la izquierda, accediendo por un terreno plagado de montículos de tierra, se hallaba el primer pozo que abrió la compañía y que, pese a seguir allí, estaba en desuso. ‘¿Ha habido algún accidente? –preguntó angustiado–. Mire que a mí la sangre me marea y no sé si voy a ser capaz de limpiarla, eh’. ‘Pare –indicaron al chófer–, iremos a pie’. Eso hicieron. Un grupo de unas diez personas rodeaban algo imposible de determinar a esa distancia. ‘Señor Gray –se dirigió a él un joven despeinado–, soy el abogado de la empresa y quiero trasladarle el sentir de todos nosotros por lo ocurrido’. ‘No entiendo’. Sacó un pañuelo del bolsillo trasero del mono y se secó la frente. ‘Le presento al jefe de emergencias’. ‘Oiga, me estoy alarmando mucho’. Tapado con una sábana térmica el cuerpo sin vida de Daunte Gray yacía tumbado en el suelo, con los brazos extendidos en paralelo al torso, las venas de las manos relajadas, una marca de soga en el cuello y en la comisura de la boca la sonrisa congelada. Vencido por la pena y al borde del delirio, sollozando arrodillado ante el hijo. Pasados unos minutos intervino el sheriff. ‘Comprendo que la situación es delicadísima para usted’. Por desgracia lo es’. ‘Mi obligación es informarle de que no hay implicadas terceras personas’. ‘¿Dónde lo han encontrado?’. ‘He sido yo, colgado de aquellos hierros –dijo un operario detrás de él–. Antes de irnos siempre lo superviso todo’. ‘Siento ahondar en la llaga pero: ¿reconoce que es su hijo?’. ‘Si’. ‘No obstante, tendrá que ir a reconocerlo al depósito de cadáveres. Es el procedimiento y no nos lo podemos saltar. Van a abrir una investigación, pónganoslo fácil’. Asintió. Entre dos hombres subieron al chico a la camilla, ajustaron las correas, lo introdujeron dentro de la ambulancia y conectaron la sirena para circular más deprisa. La esposa terminó de lavarse el pelo y cortar unas verduras, Nina Simone cantaba Feeling Good y ella hacía una segunda voz mientras llevaba el ritmo con los pies. Él apareció antes de tiempo, se apoyó en el marco de la puerta, la miró a los ojos, se fundieron en un abrazo y no hizo falta añadir más…
          Mi hermana Beth peleó desde el principio para que su exmarido no obtuviera la custodia compartida –dijo Helen Wyner–, argumentando que él era alcohólico y que andaba metido en asuntos turbulentos. Por suerte el tribunal lo tuvo en cuenta y falló a su favor, estableciendo, según marca la ley, un régimen de visitas y vacaciones a lo que no se pudo negar’. ‘¿Con qué argumentos vino la policía por primera vez? ¿Qué sospechas manejaban? ¿Cómo es que ustedes no denunciaron la desaparición de la niña? –preguntó Rachell W. Rampell, del Reports Alabama Times–. Entienda que debemos aclararlo ya que el cuerpo de su sobrina lo hallaron dos semanas después’. ‘Cada vez que la tocaba con él era un suplicio para la niña, supimos que en ocasiones la encerraba en un cuarto hasta que, por agotamiento, dejaba de llorar’. ‘Continúe, por favor’. ‘Fueron los vecinos quienes pusieron a la policía sobre la pista extrañados de que la pequeña desapareciera de repente y observasen movimientos raros y fuertes golpes dentro de la casa’. ‘Por algo así nadie determina que se haya cometido un asesinato, ¿no cree?’. ‘Sin duda, pero al interrogarlos dijeron que la criatura gritaba constantemente que se quería ir con su mamá, sin embargo, de pronto, todo quedó en silencio y él fuera de control’. ‘Explíqueme lo siguiente: si al tipo lo detuvieron tratando de cruzar la frontera con Canadá por llevar el permiso de conducir caducado, ¿cómo asociaron ese hecho con la desaparición de la niña?’. ‘Cuando metieron el nombre en la base de datos saltaron varios delitos pendientes de sentencia y la prohibición de abandonar el país. Además, había restos biológicos en el maletero que enviaron al laboratorio para analizar’. ‘Sigo sin comprender qué les condujo a la niña y desde luego aquí’. La memoria de Helen Wyner recreó la escena de aquella fatídica jornada con su madre esperándolas en el jardín, atropellada en palabras, nerviosa e intuyendo que la desgracia planeaba por encima de sus cabezas. ‘No ha contestado a mi pregunta. Mire, nosotros somos un periódico local, con pocos medios y escasos recursos, pero creemos en el periodismo que se implica en las historias, que escarba, investiga, empatiza y publica lo más lejos posible del sensacionalismo. La vez que me vio junto a otros compañeros yo buscaba la parte humana del doloroso suceso, pero para conseguir eso hemos de ser muy escrupulosos con la información y comprender que un reportaje se fundamente a base de muchas cosas, sobre todo de que el resultado final sea capaz de despertar el interés del lector’. Helen tragó saliva, encendió un cigarrillo e indicó que conectase la grabadora. ‘Desde la muerte de la niña nadie volvió a usar aquel columpio –señaló hacia un árbol–, las inclemencias del tiempo han podrido la madera y los roedores mordisqueado las cuerdas’. ‘¿Vivían aquí?’. ‘Cuando se separaron, mamá las acogió’. ‘¿Y qué pasó aquel día’. ‘Beth y yo, cuando volvimos de Montgomery, fuimos a la oficina del entonces sheriff Landon, ya que ellos vinieron a buscarnos. Nos ofrecieron asiento, café y pastas. En otra habitación, quien después se identificó como inspector jefe discutía con alguien por teléfono. Nosotras estábamos desconcertadas –respiró profundamente, entornó los ojos y dijo: Oye, ¿te importa que lo dejemos para otro día, no me encuentro bien y está refrescando’. ‘Claro, sin problema. Veamos, el próximo jueves lo tengo libre’. ‘Hasta entonces, pues. ¿Cenamos en The taco mexican cantina?’. Perfecto’. ‘Fuera de este entorno estoy más cómoda’.
          Un abanico de gajos anaranjados con la pálida luz del atardecer caía sobre el solitario pueblo de Elberta, mientras el humo de las chimeneas particulares formaba columnas trepadoras y el aire se impregnaba del olor a panecillos recién horneados. En el canal de noticias CNN daban cuenta de diversos altercados en Texas, entre defensores de la derogación del aborto, armados con rifles de asalto y activistas, en su mayoría mujeres, que se manifestaban en contra del acelerado retroceso de ciertos derechos y libertades. Lejos de allí, cerca del límite con Tennessee, dentro de los fríos muros del psiquiátrico, en Hazel Breen, donde la autonomía de las personas dejó de pertenecerles, la doctora García, muy a su pesar, aumentó la dosis pautada de tranquilizantes a Beth Wyner después de sufrir un importante y agresivo empeoramiento. Aquellos pequeños ratos de consciencia en los que incluso realizó trabajos de restauración en el taller de manualidades, de repente se esfumaron como la espuma que arrastra el agua. Ahora es un ser inerte sin perspectiva, una memoria quieta, un corazón sin latido, un pasado sin presente... ‘¿Y dices que la situación es crítica? –preguntó el jefe del departamento–. ¿Has informado a los familiares?’. ‘Aún no’. ‘Pues deberías hacerlo, y es una orden’. ‘Deja que lo intente otra vez, la paciente merece una segunda oportunidad, hemos de ayudarla a sacar fuera todo su sufrimiento, perder a un hijo es horrible y a ella le ha pasado’. ‘Tienes dos semanas, pero consúltame antes de tomar ninguna decisión’. ‘Descuida’. ‘¿Has hecho la ronda de visitas?’. ‘Todavía no’. ‘Pues voy contigo’. Los más afectados no interactuaban con los demás, apenas una ligera reacción en las pupilas bastaba para comprobar que seguían vivos, algunos tenían en las paredes fotografías de gente que ya les eran ajenos, dibujos de los nietos por el Día de Acción de Gracias donde ponía que los echaban de menos y postales de cumpleaños sin invitados. ‘¿Cómo te sientes hoy, querida? –la doctora García a Beth quien, inmóvil en la cama ni parpadeó–. Me gustaría aflojar las correas un poco y ver cómo reacciona –dijo al colega que ladeaba la cabeza de un lado a otro–, sería una manera de ganarme su confianza’. ‘Ni hablar. ¿Acaso has olvidado que tenemos  a una enfermera con el labio partido por su culpa?’. ‘No, por supuesto que no, pero estos métodos destruyen la escasa dignidad que les queda. Manejamos un material muy sensible, son seres humanos y no prisioneros de guerra a ejecutar en videojuegos virtuales’. ‘Aclaremos una cosa: a partir de ahora todo lo que pase bajo tu responsabilidad’. ‘Lo asumo’. Cada mañana un psicoanalista en prácticas trabajaba con ella la parte emocional, a pesar de que la residente no mostraba ningún cambio. ‘Está metida en un bucle del que no quiere salir –expresó él–, por mucho que nos empeñemos en lo contrario’. ‘¿Eso opinas, y ya está? –preguntó ella–. A lo mejor es que no nos esforzamos lo suficiente’. ‘No te ofendas, doctora, estás malgastando tus energías y los recursos que podría aprovechar otra persona, a esta mujer no le interesa la vida’. Frustrada, regresó a su despacho donde comenzó a redactar el informe que nunca habría querido hacer.
          Paul Cox, consejero escolar, y actual director en funciones, vivía una segunda juventud junto a su esposa tras superar ésta las secuelas del accidente de automóvil que casi se la lleva por delante. Sin embargo, la felicidad duraba hasta entrar en la escuela y lloverle los problemas, los desencuentros entre compañeros, las amenazas de padres vestidos de justicieros al más puro lejano oeste, las irregularidades administrativas, las llamadas a deshoras de electores que, a cambio de hacer campaña a su favor, prometían cosas que jamás cumplirían y, lo más grave casi de todo era que a diario chicos y chicas sacaban sus armas en clase. ‘Tienes que firmar estos papeles –avisaron en administración–, los están esperando’. ‘Aguardad un instante, por favor –respondió–. Acabo de llegar’. ‘Como quieras, pero vas tú y te las entiendes con el repartidor’. ‘Además –continuó–, primero he de saber qué es’. En las pocas semanas al frente del centro descubrió que Mitch Austin, anterior gerente, se llenó los bolsillos con fondos destinados para la educación de alumnos y alumnas, así como a través de donaciones, mercadillos solidarios y una ONG fantasma. Se lo contó a Zinerva Falzone y Coretta Sanders, ninguna pareció sorprendida en absoluto. ‘Si estás dispuesto a destaparlo –dijeron ambas–, nosotras estamos contigo’. ‘Primero se lo diré al Gobernador’. ‘No lo hagas –le aconsejaron–, apunta más alto’. Descolgó el teléfono, marcó una extensión interna y dijo: ‘Consígueme una cita con la congresista Evans’. ‘Estás loco de remate, tío’.

6 comentarios:

  1. A veces las acusaciones erróneas causan más daño que el que se supone y a la vista está con el fatal destino de Daunte. Está descrito con tal veracidad que aún tengo encogido el corazón y el resto del relato no ayuda a mejorar el ánimo.
    Vaya empiece de domingo😜

    ResponderEliminar
  2. Esto no es una novela negra, es un derroche de emociones y sentimientos. Enhorabuena, nena

    ResponderEliminar
  3. Leer tus historias frente al mar, disfrutar del silencio, girar la vista y contemplar las montañas, cerrar los ojos y situarme en el mismísimo estado de Alabama, ¿qué más puedo pedir? GRACIAS

    ResponderEliminar
  4. Y ahora, después de lo ya dicho, no sé qué añadir. Bueno sí: no tarde en publicar el siguiente

    ResponderEliminar
  5. Me quedo con el corazón encogido y lágrimas en los ojos. Que habilidad para despertar emociones! Te admiro. Besos

    ResponderEliminar
  6. Bueno, de nuevo el "listón" más alto... ¿Tendrás techo? A mi edad, a lo único que aspiro ante un espectáculo, un libro o cualquier otra manifestación cultural, es a sentir, a emocionarme... No pido más. Gracias por colaborar con creces en hacer posible ese deseo. Te camelo, amiga.

    ResponderEliminar