domingo, 16 de enero de 2022

Helen Wyner

10.

Después de escuchar atentamente a su informante no lo dudó y se presentó en Fountain Correctional Facility, de Atmore, a las 11:00 a.m. donde tendría un encuentro con Daunte Gray, el joven de color detenido por la presunta violación a la hermana del tipo que secuestró a los niños en el gimnasio de la escuela. El tintineo de llaves al abrir y cerrar puertas era cada vez más cercano, así como los pasos de dos o tres personas multiplicados por veinte en el resonar del eco. ‘Me llamo Anthony Cohen –dijo al funcionario de prisiones que traía al reo– y soy agente especial del FBI’. ‘Muy bien, y yo la mano derecha del presidente de los Estados Unidos, ¡no te digo! Firma la comunicación y cuando hayas terminado lo que quieras hacer con él pulsas aquel botón rojo –señaló al interruptor ensamblado en la pared– y vengo en tu auxilio’. Se mordió la lengua para no llamarle imbécil. ¡Como si fuese la primera vez que visita a un recluso! El carcelero, con ese sobrepeso que ralentiza cada movimiento, le encadenó por uno de los pies a la argolla incrustada en el suelo. ‘Quítele las esposas, no son necesarias’. ‘Ni hablar, las normas no lo permiten. Además, que si luego hay problemas quien se lleva la bronca soy yo’. Terminó el ritual y salió de la habitación maldiciendo entre dientes. El chico, al enderezar la postura en el respaldo de la silla exteriorizó un mueca de dolor. ‘¿Te han lastimado, hijo?’. ‘No, señor’. ‘A mí puedes contármelo’. ‘Todo está bien, señor’. ‘Bueno. ¿Sabes por qué estoy aquí?’. ‘Ni idea, señor’. ‘Cuéntame exactamente qué hiciste la noche del 24 de noviembre, a las 09:00 p.m. de hace dos años?’. ‘Salí de clase de piano e iba a casa. Mis padres habían hecho una tarta de cumpleaños con todo el cariño del mundo y aguardaban mi llegada ilusionados’. ‘¿Cuántos cumplías?’. ‘Dieciocho’. ‘Continúa, por favor’. ‘Según atravesaba el descampado, llamado boca del lobo para niñitos de color con quien divertirnos, varias patrullas de policía me cortaron el paso’. ‘Continua, por favor’. ‘Oiga, amigo, conoce perfectamente cómo funciona esto contra los afroamericanos, así que no me tire de la lengua’. ‘¿Alguien comprobó tu coartada?’. ‘¡Bromea! ¿Pero usted de dónde ha salido?’. ‘¿Violaste a la chica?’. ‘No, señor. Mire, se ha equivocado de sospechoso, quienes le hicieron a la pequeña esa atrocidad tan horrorosa andan ahí afuera, bebiendo cerveza y eligiendo a sus próximas victimas’. ‘¿Por qué dices “quiénes” y no “quién”? ¿En qué basas dicha afirmación?’. ‘Hermano, aquí dentro se sabe todo de primerísima mano y sin filtros’. ‘¿Intentó tu abogado presentar un recurso de apelación?’. ‘Nosotros no tenemos dinero, era de oficio’. ‘Oye, deja que te ayude a salir de aquí destapando la verdad, pero para eso necesito de tu colaboración’. ‘¡Está loco! ¿Pretende que me rajen por chivato? No, muchas gracias’. ‘Una de mis fuentes asegura que fueron dos hombres, puede que tres, los que abusaron de la menor. ¿Es cierto?’. ‘Pregúnteles a ellos’. ‘No sé si eres consciente de que te han caído tantos años de cárcel que cuando salgas irás derecho al cementerio. Si lo quieres así, y resulta que descubro la verdad y que tú eras conocedor de la misma, te acusaré de obstrucción a la justicia. Piénsalo’. Se levantó, y casi tocando el interfono, oyó: ‘Espere…’.
          ¡Haberme avisado antes! –exclamó Zinerva Falzone a Coretta Sanders mientras la abrazaba–. ¿Has hablado con el médico?’. ‘Todavía están atendiéndole, hay que esperar el resultado del TAC, llegó muy grave.’. El South Baldwin Regional Medical Center seguía con sus obras de remodelación, por eso la sala de espera estaba ubicada en una carpa anexa al pabellón de urgencias donde los familiares aguardaban ser informados sobre el estado de salud de sus seres queridos. ‘¡Helen! –gritaron las dos–. ¿Qué haces aquí?¡Helen!’. Se puso de puntillas para localizar a sus compañeras. ‘Mi hermana tuvo una crisis y se ha tomado un bote entero de pastillas, van a hacerle un lavado de estómago. Confío en vuestra discreción, no me gustaría que transcendiera. ¿Y vosotras?’. ‘Es por mi esposo, le dejé un momento solo para comprar mermelada a los granjeros de la comunidad amish, que elaboran ellos mismos –explicó la profesora– y cuando volví todo estaba revuelto y él tirado en el suelo con numerosos golpes’. ‘¿Sospechas de alguien? –aunque intuían la respuesta, preguntaron–. ¿Y nadie vio nada?’. ‘¡Somos negros! ¿Quién se atrevería a defendernos?’. ‘¿Has puesto la denuncia?’. ‘No’. ‘¿Y cuándo piensas hacerlo?’. ‘Ya veremos’. ‘Oye, querida –irrumpió la italiana–, es que si siempre callamos no avanzaremos ni acabaremos con la segregación racial y la comunidad supremacista, absolutamente conservadora, se saldrá con la suya’. ‘Se realista y mira a tu alrededor, la vida no es fácil con este color de piel –extendió la mano–. Jamás perdonarán que ocupe un puesto de trabajo que consideran propio, ni que haya colaborado para la liberación de los alumnos, menos aun cuando dicha participación ha sido detonante respecto a la detención de dos patriotas de bien. Pero lo más penoso de todo es que mi marido haya tenido que pagar las consecuencias. Sin embargo, lo volvería a hacer’. Sabían perfectamente que detrás del cruel ataque a aquel pobre hombre indefenso, con un grado de Alzheimer bastante considerable, había miembros del klan. Justo detrás de ellas, una mujer con abrigo largo, bufanda por debajo de la nariz, gafas oscuras de concha ancha y gorro de lluvia, escuchaba la conversación con el corazón en un puño y dos lágrimas bajando en cascada por las mejillas. Era Betty Scott que al enterarse de lo ocurrido también quiso mostrarle su apoyo, en cambio, avergonzada y con el presentimiento de que su hijo podría haber participado en la paliza, dio medio vuelta sin ser reconocida. ‘Familiares de Beth Wyner –sonó ronca la voz del sanitario–. Por favor, diríjanse al mostrador de entrada, allí les informarán’. Helen abrazó a sus compañeras y desapareció por la puerta de hojas abatibles.
          El caso de Isaías Sullivan, desde el ámbito judicial fue muy sencillo de resolver, aunque todo dependió del criterio del juez que tocara. No obstante, sin parientes y, tras haber recibido los informes preliminares de la buena conservación de riñones, hígado, páncreas y corazón, falló a favor e iniciaron el protocolo para llevar a cabo la donación. En otro área del hospital, lejos de urgencias, en el lado opuesto donde el ritmo se acompasaba según la gravedad de cada paciente, la habitación que hasta entonces había ocupado Isaías Sullivan estaba vacía. El colchón libre de sábanas mantenía aún la forma de su esqueleto mullido en la derrota, mientras que la mancha amarillenta de fluidos ya sin vida bordeaba los pespuntes del almohadón. Media hora antes de que el doctor Eric Weiss diese el visto bueno para llevarlo a quirófano, varios helicópteros aterrizaron en la azotea listos para el traslado de los órganos del donante a cuatro puntos distintos del país, donde sus receptores, rebosantes de alegría y de agradecimiento, veían por fin una pequeña luz al final del tormentoso túnel. Osiel Amsalem terminaba de rellenar la documentación pertinente con el vecino del muchacho para que, una vez realizada la múltiple extracción pudieran enterrarlo dignamente. ‘Abuelo, váyase a descansar que yo le aviso cuando acaben –dijo con mucha empatía–. Esto va para largo’. ‘No, mi sitio está aquí, no se preocupe’. ‘Bueno, pero voy a traerle algo caliente’. ‘Muy amable’. A esas horas en la cafetería de personal apenas quedaban dos o tres enfermeros que doblaban turno y la plantilla de limpieza reponiendo energías con una buena hamburguesa, patatas fritas y Coca-Cola. El camarero, lánguido por ser su último día de servicio, le preparó una buena jarra de cacao hasta el borde, panecillos con porciones de mantequilla y un pequeño recipiente con leche por si quería rebajar el espesor del chocolate, alimentos que el anciano recibió con eterna gratitud. El silencio y los recuerdos le sumergieron en el letargo. Diez horas después tocaban su hombro sobresaltándose. ‘Caballero, despierte, por favor’. ‘Lo siento doctor, me he quedado traspuesto’. ‘No se preocupe. Hemos acabado según lo esperado y sin complicaciones. Ya puede llevárselo. Ahora muchas personas cuya existencia pendía de un hilo, abren una nueva etapa’. Con ojos vidriosos y media sonrisa, desapareció por delante de su propia sombra. Tomó asiento en la parte trasera del coche fúnebre y, custodiando el ataúd de Isaías Sullivan, emprendieron el último viaje juntos hasta el cementerio de la ciudad de Foley, donde seguramente el reverendo Marshall ya les esperaría...
          Después de recorrer Europa con los nietos la esposa de Paul Cox regresó con un aspecto mucho más que saludable, lo cual indicaba que había superado el trauma psicológico sufrido por el atropello de un vehículo que se montó en la acera cuando espera el cambio de semáforo. Por fin sonreía, participaba en los puntos de vista sobre cuestiones domésticas y se implicaba a la hora de tomar decisiones familiares que reporten beneficio para todos. Atrás quedaron los meses de encierro, el pánico a cruzar una calle, la pastilla para conciliar el sueño, las ventanas cerradas a cal y canto, el teléfono silenciado para no estremecerla, la presión de la vejiga desbordada de incontinencia si surgían ruidos extraños y las noticias de la NBC News permanentemente apagadas. Cerrado ese ciclo volvió la mujer culta, comprometida, sensible, responsable y divertida que siempre fue. Amantes del arte en general, y de la ópera en particular, recuperaron la costumbre de asistir a los estrenos así como repetir espectáculo si la primera vez les supo a poco. A menudo, con velada romántica y noche de hotel, se daban una cita de enamorados pese a llevar juntos más de tres décadas. Mobile es una ciudad del estado de Alabama, ubicada en la costa del Golfo de México, a 144 millas de Nueva Orleans. Consiguieron entradas para la representación de Nabucco, de Giuseppe Verdi, en uno de los teatros más hermosos que conocían. Después, se dejaron tentar por el acostumbrado festín de mariscos sureños formando parte de su itinerario. ‘¿Qué te apetece? –preguntó ella mientras mojaba los labios con un Happy Hour Chardonnay, un vino de California–. Creo que cogeré de primero Camarones con sémola’. ‘Pues para mí Garras de cangrejo salteadas –respondió él– y Gallineta nórdica sin la salsa’. ‘Muy buena elección, querido. Yo me inclino por el Pargo rojo ennegrecido, así compenso un plato con otro’. ‘El postre elígelo tú’. ‘¿Helado de láminas de nuez bañado con daiquiri?’. ‘Excelente, cómo me conoces, cariño –alzó su copa y propuso–: Brindemos para que sigamos compartiendo lo bueno y lo regular de la vida. ¡Por ti!’. ‘¡Por nosotros! Y ahora, cuéntame cómo va el asunto del secuestro de los niños, no lo supe hasta que en el aeropuerto de Lisboa vi los periódicos, los nietos me lo ocultaron’. ‘Se lo pedí yo porque no quise preocuparte, era tu momento y tenías que disfrutarlo’. ‘Imaginé que sería cosa tuya’. ‘Ha merecido la pena, estoy muy contento’. ‘No te vayas a creer ¡eh!, no ha sido fácil, a punto estuve de tirar la toalla, pero luego, los veía tan emocionados haciendo de guías turísticos conmigo que, respiraba hondo, pensaba en ellos, en ti, en nuestros hijos y seguía adelante. Espero estar a la altura y no defraudaros cuando me necesitéis’. Se miraron a los ojos e inclinándose en la mesa, frente a frente, juntaron sus labios.
          Un grupo numeroso de Testigos de Jehová esparcidos por el condado de Baldwin, visitaron la región para evangelizar sobre el Reino de Dios y dar a conocer sus publicaciones con venta posterior. En la distancia corta, llamando de puerta en puerta, repiten las mismas frases de guion aprendido: “Estamos en la verdad”. “Si viene el Armagedón”. “Este inicuo sistema de cosas va a ser destruido…”. En resumidas cuentas, que el fin del mundo estaba a la vuelta de la esquina y sólo ellos se habían enterado. ‘¿Qué ocurre ahí? –preguntó Mitch Austin, el actual director de la escuela–. ¿Son manifestantes?’. ‘No sé –respondió el sheriff Landon–. Vayamos y saldremos de dudas’. Cuando dispersaron a los convocados incautaron octavillas propagandísticas en contra de las transfusiones de sangre y varios ejemplares de la revista Atalaya. ‘¿Qué hago con esto? –sostiene en alto un puñado de papeles– ¿Lo guardo en el maletero?’. ‘Ni hablar, es el coche patrulla. Al cubo de la basura sin miramientos’. ‘¿Sabes algo de nuestros amigos congresistas?’. ‘Aún no –dice el policía–, pero iban a mover ficha y así limpiar nuestros nombres alejándolos del feo asunto del secuestro’. ‘Eso no es lo que más me preocupa, pueden relacionarme con las agresiones contra el matrimonio de negros, ella es una profesora con mucho respaldo de alumnos y de compañeros. No es ningún secreto la animadversión que provocan en mí los afroamericanos’. ‘Pues ándate con cuidado no sea que un día me obliguen a detenerte’. ‘De pasar eso, caerías conmigo…’.
          Lamento comunicarle que su hermana está desconectada totalmente con la realidad –Helen Wyner no daba crédito a sus oídos–. Desde la ingesta de pastillas hasta que la encontraron transcurrió demasiado tiempo como para ocasionarle daños irreversibles’. ‘Pero Beth, que sepamos –articuló con la boca pastosa–, en ningún momento perdió el conocimiento. ¿Entonces, cómo es posible, según usted, que estuviese unos minutos sin llegarle oxígeno al cerebro?’. ‘Bueno, tenga en cuenta que tomó más de un bote entero de tranquilizantes, suficiente para introducirla dentro de un bucle sin escapatoria. A veces, al ralentizarse los latidos del corazón, a consecuencia de tanta sustancia química, puede ser una de las causas, pero habría que hacer un estudio más exhaustivo y, la verdad, no lo aconsejo’. ‘¿No hay ninguna otra alternativa que restaure su estado de salud?’. ‘Me temo que no’. ‘¿Nada?’. ‘¡Qué quiere que le diga! Aquí no hacemos milagros y lo de esta paciente tiene más de eso que de medicina. Supongo que existirán asociaciones que orienten y proporcionen apoyo, lo ignoro. En cualquiera de los casos, clínicamente, sólo queda ajustar la medicación, en cuanto lo hagamos recibirá el alta’. Abandonó la zona de observación con la vista nublada. En el pasillo los guardias de seguridad discutían con varias personas que, víctimas de peleas callejeras, esperaban ser atendidas entre un gran alboroto. De repente el reloj se detuvo y las ardillas abandonaron el nido. Alcanzó la calle caminando sin rumbo, sin memoria, sin esperanza, lamiéndose las heridas, hasta que, una ráfaga de viento azotó las hojas de los árboles devolviéndola al mundo real…

5 comentarios:

  1. Me gusta mucho la amistad que empieza a surgir entre Zinerva Falzone y Coretta Sanders, lo cual promete ser un pilar fuerte dentro de la historia. Enhorabuena, una vez más.

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  2. Y pensar que ese racismo que describes tan bien lo tenemos aquí.
    No solo con los negros, igual con los gitanos, marroquíes, sudamericanos ...... eso si, si van bien trajeados, llevan buen coche y dan sensación de poderío es otro cantar.
    Me gusta mucho tu historia y como la cuentas. Felicidades

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  3. Gracias a las descripciones que haces soy capaz de situarme dentro del paisaje desgarrado y lírico que nos cuentas

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  4. Pues yo que te he descubierto hace muy poco, tengo la sensación de que posees una enorme sensibilidad y empatía, además de una literatura que hay que recomendar encarecidamente

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  5. Terminado el relato lo primero que me viene a la mente es la 'dependencia' que me ha generado tu manera de escribir y de manejar las situaciones... Despertar el interés por la siguiente entrega, como tú lo haces, me había ocurrido pocas veces. Por eso termino siempre con el 'gracias amiga'. Besos.

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