domingo, 9 de mayo de 2021

No puedo respirar

 18.

No te preocupes –digo a Georgia, animándola por videollamada puesto que los últimos ciclos de quimio están siendo agresivos para un organismo tan castigado–, te quedas al frente del Fuerte junto a Steven, os mantendremos informados. Si estáis apurados pedid ayuda y que manden a alguien de Winona, allí siempre sobra gente’. ‘¿Acaso no nos crees capaces de manejar la situación nosotros solos?’. ‘¡Por supuesto que sí! –reímos a carcajadas–. ¡Menuda eres tú!’. ‘Oye, tu protegido es un crack’. ‘Sabía que no me equivocaba’. ‘¿Qué tal el vuelo?’. ‘Largo y pesado. Hemos tenido de todo, incluso un amago de aterrizaje forzoso que resultó ser una falsa alarma. El comandante creyó que uno de los motores se había incendiado, pero al parecer fue un reflejo deslumbrante tras el impacto de un pájaro que se desintegró’. ‘Puedo imaginar vuestras caras’. ‘Uf, mejor ni las describo’. ‘Todavía no habéis averiguado nada ¿verdad? Hasta donde hemos podido indagar no consta su nombre en ninguno de los transportes que llevan a Chiribiquete’. ‘No, acabamos de instalarnos en el motel de San José del Guaviare. En cuanto descansemos iniciamos la búsqueda’. ‘¿Qué ambiente hay?’. ‘Muy relajado. Aquí la vida se realiza prácticamente en la calle excepto para comer, dormir y otras necesidades básicas. La mayoría de los senderos son de barro. Sorprende ver destellos de alegría en los rostros de los niños teniendo en cuenta que muchos de ellos rozan el umbral de la pobreza’. ‘La mayor parte de la población es agropecuaria, ¿verdad?’. ‘Exacto’. ‘En fin. Quizá si reúnes datos podamos presentar un informe para que la central lo lleve hasta Naciones Unidas’. ‘Eso sería fantástico’. ‘Markel, ha llamado Margot Garland’. ‘¿Y qué ha dicho?’. ‘Pues que tenéis arreglados los permisos, y orden en el consulado para que os proporcionen todo cuánto os haga falta. Ah, y que la localices en caso de complicaciones’. ‘Estupendo. Mañana, en cuanto amanezca, partimos’. ‘Tened cuidado, por favor’. ‘Tranquila, que no te vas a librar de nosotros tan fácil. Por cierto, apunta el teléfono y la dirección del abogado que llevó el caso de mi compañera. Si quieres ir adelantando pide cita, o bien, cuando regrese te acompaño. Como prefieras’. ‘Lo pensaré…’. El deseo de una ducha caliente se esfuma en cuanto compruebo que por el caño del grifo sale un chorro turbio y espeso. Bajo a recepción y una voz melosa me informa de que ese servicio no está incluido en el precio contratado, por tanto he de pagarlo a parte.
          La alarma despertador en mi reloj de muñeca parpadea a la vez que emite un pitido parecido al de un radar de largo alcance. Son las 4 a.m. y, aunque el ventilador del techo ha funcionado todo el tiempo, hace un calor sofocante, nada que ver con la temperatura de Minnesota. El apagón del alumbrado público aumenta más la negrura de la noche cuyo efecto óptico confunde las sombras deformes con la boca del lobo. Portando la mochila, mi acreditación y un montón de mapas con coordenadas que no entiendo, atravieso la estrecha galería adonde dan las habitaciones en su mayoría vacías. En la planta baja, al final del pasillo, hay un sillón de madera oscura y un par de mecedoras a juego, ocupadas por dos mujeres aguardando quizá para realizar el check-in. ‘Good morning, muchachos’. ‘Tío, estas no son horas de sacarnos de la cama –dicen ambos muertos de sueño–. No tienes compasión, Markel’. ‘¿Estáis listos? –ignoro el comentario que encajo como broma–. Hay un coche esperando, igual viene a recogernos’. ‘Oye, un momento: estamos hambrientos, desde ayer en el almuerzo no hemos probado bocado y habría que desayunar algo’. ‘¿Quién hay en el mostrador? –pregunto–. A ver si nos pueden preparar unos bocadillos’. ‘¡Pero date cuenta dónde nos hemos metido –exclaman–, que hasta las puertas no tienen cerrojo!’. ‘Vámonos, seguro que encontramos algo abierto’. El taxi, tres horas después, conducido por un latino que habla sin descanso, entra en el término de Calamar, municipio del departamento del Guaviare, poblado por campesinos e indígenas que mantienen la economía criando ganado ya que sus tierras de color rojo no son muy fértiles para el cultivo. Sospechamos que ahí tampoco encontraremos a alguien que nos diga qué hacer o cómo empezar. Pero, para sorpresa nuestra, en el puerto, representantes de algunas ONG medioambientales nos reciben con manjares que saciarán los rugidos de las tripas. Es la primera vez, al menos en mi caso, que pruebo el casabe de yuca, un pan tradicional, crujiente, delgado y circular que es parte de la dieta colombiana diaria. Para darle fin a la bandeja paisa compuesta por arroz, frijoles, carne molida, chorizo, chicharro, huevo y aguacate, hay que tener muy buen estómago y nosotros contamos con ello. Como broche final traen una macedonia de frutas tropicales donde predomina el chontaduro. De modo que, con el buche lleno, nos dividimos en dos grupos. William, a bordo de una lancha llamada aquí “voladora”, remontará el río Apaporis hasta las confluencias del Macayá y Ajajú para llegar al macizo norte de la Serranía de Chiribiquete. De la zona sur me encargo yo sin descartar una inspección exhaustiva por El Estadio. Mientras tanto, Jeff se queda en el muelle dándonos cobertura.
          En cuanto tome altura el helicóptero al que subo tiene todas las papeletas de partirse en mil pedazos. Sin embargo, aguanta y me regala unas vistas espectaculares de la selva tropical y bosques de galería delineados con el color vino tinto de los afluentes que soportan una fuerte carga de taninos. Descendemos para sobrevolar la zona frecuentada por excursionistas a pesar de insistir que la persona a la que buscamos ha ido a investigar y no por ocio. Además, pienso que es imposible distinguir a nadie ahí abajo. El piloto, manteniendo el aparato estable, me cuenta que a veces los exploradores montan campamentos en el centro de alguna meseta que esté por encima de 600 metros sobre el nivel del mar, y que bajar de ahí es muy peligroso ya que son superficies de piedra con cañones verticales cuyo riesgo conlleva caer al vacío. Eso todavía me tranquiliza mucho menos. Dos horas y media después, habiendo inspeccionado el terreno y comprobado la gran dificultad que supone visualizar un cuerpo quieto o en movimiento en un espacio frondoso, decidimos volver a Araracuara donde me informan que mis compañeros tampoco tienen noticias esperanzadoras. Hacia el suroeste, en un bote rudimentario que tolera el peso del lanchero, su segundo y el mío propio, navegamos el río Yarí. Reconozco que mi máxima preocupación es quedarme lo más alejado posible de los bordes y estar muy atento por si de repente aparece algún cocodrilo que pueda pegar un bocado en cualquier punto de la eslora y hacernos caer al agua. Pero, como ha ocurrido otras veces, es Glenn Clemmons, y en esta ocasión su recuerdo quien me salva de los miedos que contraen los latidos del corazón.
          Hace años que decidimos pasar juntos la víspera de Acción de Gracias siguiendo un ritual fundamentado en tres costumbres que para nosotros son importantes: mantener la chimenea encendida por muy borrachos que estemos de brandy, ser humildes en nuestra actitud frente a la vida y honrados a la hora de hacer la lista de aquellas cosas por las que nos sentimos afortunados y profundamente agradecidos. Me vienen a la cabeza episodios inolvidables de toda nuestra trayectoria, opiniones desnudas de prejuicios y conversaciones vehiculadas hacia lo más sencillo del ser humano: tratar de mejorar como especie. Considero que soy un tipo fuerte aunque con determinadas parcelas endebles de salud. Pues bien, el cuarto miércoles del noviembre anterior, celebrando en casa los dos solos nuestra particular ceremonia de Acción de Gracias, con las lumbares doloridas y a veinticuatro horas de disfrutar en familia del gran pavo que siempre prepara mi madre, con su famoso relleno hecho de pan de maíz y salvia, y su misteriosa salsa de arándanos cuya receta no se la cuenta a nadie, Glenn me hace la siguiente pregunta: ‘¿Crees en Dios?’. ‘No –respondo, más que convencido, resignado–. ¿Y tú?’. ‘Tampoco, y reconozco que es un salvavidas para aquellos que tienen fe y dan sentido a su existencia, pero no me creo esa historia tal y como nos la han contado’. ‘Ya, eso lo dices ahora que te mantienes sobrio –guiño un ojo–, veremos qué piensas después de que nos bebamos todo esto –señalo las botellas que hay sobre la mesa–. Fíjate, hubo un tiempo en que Alaia y yo tratamos de profundizar en el porqué de nuestras no creencias y para ello asistimos a ceremonias y charlas con el pastor de la iglesia recomendada por unos conocidos suyos, incluso nos introdujeron en la filosofía del “Mindfulness”, con sus prácticas de relajación y de meditación orientada hacia lo religioso. Aunque, quizá por nuestro carácter inquieto nunca conseguimos integrarnos’. ‘Te voy a contar algo y no lo he hecho antes porque sabía tu reacción’. ‘A ver –digo, mientras reparto el puré de patata con textura rústica–, dispara pero apunta bien que ya tengo una edad para que me dejes malherido’. ‘He rechazado un puesto importante en el ministerio de Recursos Naturales en Canadá’. ‘¿Te has vuelto loco? Es una gran oportunidad’. ‘Para nada, es que no me veo sujeto a un horario y a una disciplina de la que siempre he huido’. ‘Bueno, no sé. Analizándolo tiene más ventajas que inconvenientes’. ‘El mayor beneficio es en lo económico, no te lo discuto, pero de haber aceptado implicaría dejar de colaborar con vosotros en The Climate Reality Proyect, y eso para mí es muy triste. El dinero no lo es todo y mejor que tú no lo sabe nadie’. ‘Tus palabras te honran, amigo’. Ahora, rememorando ese momento o cualquier otro con él, de pensar si estará herido, amenazado por los depredadores o tendido inconsciente en alguna cueva donde se halla refugiado y sea de difícil acceso, los nervios me juegan la mala pasada de la impaciencia que casi siempre se convierte en arma arrojadiza.
          El patrón indica que me ajuste bien el chaleco salvavidas ya que tenemos que atravesar unos raudales peligrosos, con tramos en los que, para no volcar, hemos de bajar de la lancha y cargar con los víveres. Por fin, a pesar de mucho sudor frio y enorme miedo avistamos la ribera donde William y Jeff aguardan mi llegada. ‘¿Qué hacéis aquí?’. ‘Steven y Georgia han descubierto que se adentró a pie por la frontera sur –escucho con atención al que habla–, y no estamos dispuestos a dejarte solo y malgastar dinero y esfuerzos en explorar una zona donde ya sabemos que no ha ido’. ‘¿Y los especialistas no están?’. ‘No tardarán’. Y así es, aparecen seis personas: dos escaladores, dos activista de World Wildlife Fund Colombia, un socorrista y el guía baqueano quien avisa de la existencia de boas y jaguares para lo que es fundamental no perder la calma y dejar que ellos manejen la situación. Emprendemos la marcha. Impresionante cuando nos topamos con una palmera gigantesca de diversos brazos que parecen apuntalarla. Cuentan que se llama “el árbol que camina” porque a medida que el terreno se erosiona crecen raíces nuevas y largas que encuentran un suelo más sólido, por eso va cambiando de lugar y da la sensación de que se desplaza. El siguiente espectáculo son unas maravillosas pinturas rupestres de nuestros antepasados, lástima que se estén desgastando a consecuencia del humo de la deforestación y de la filtración de agua entre las rocas. Subimos acojonados por una ruta estrecha y empinada hasta que deducimos que el ruido ensordecedor es de los monos aulladores. Llegamos a una cima y damos con una inmensidad verde que se pierde en el infinito, nunca había visto tanta belleza esparcida ante mis ojos. Más allá, con los pies recalentados y a punto de deshidratarnos optamos por hacer un alto en la entrada de un túnel con la temperatura más fría y dormir bajo una cobija de lana tejida a mano en un poblado indígena. Tras cinco días de intensa búsqueda y cuando la confianza empezaba a flaquear, un débil lamento hizo que nos detuviéramos en una gruta. El primer reclamo son los restos de un campamento con las brasas aún calientes, además de latas de cerveza vacías, una cantimplora sin agua y alguna herramienta multiusos de la marca Leatherman. Al fondo, donde la oscuridad se funde como una tela de araña con poder para apresarte, Glenn Clemmons enciende y apaga una linterna sin apenas batería. Al examinarlo vemos que tiene un tobillo lastimado y una rodilla en muy malas condiciones. El camino de regreso hasta San José del Guaviare es duro, pero reconforta la certeza de saber que pronto estaremos en casa y con un excelente material del Parque nacional natural Sierra de Chiribiquete y reportajes visuales que nuestro científico ha realizado.


5 comentarios:

  1. Me gusta mucho cómo nos llevas por Chiribiquete y la forma tan descriptiva que usas para darnos toques de atención ambientadles. Sigue adelante, nena. Vas bien.

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  2. Esta vez no me he podido resistir y he buscado la Sierra de Chiribiquete y me sale en Calamar, Guaviare, Colombia.
    Qué vegetación!!! Qué farallones!!! Dan ganas de ir a conocer esa zona que sino es por ti no la hubiese oído nombrar nunca.
    Gracias.

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  3. Un remanso de paz en la lectura

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  4. Que maravilla viajar de tu mano, me transportas realmente a esos lugares.Gracias. Besos

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  5. Tu escritura es "como una tela de araña con poder para apresarnos"... Gracias, Mayte. Besos.

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