domingo, 13 de septiembre de 2020

No puedo respirar

1.

La segunda vez que mis suegros decidieron salir al extranjero, desde nuestra Euskadi natal, fue en julio de 2005, con destino a los Estados Unidos de América, a Minnesota, donde su única hija y yo vivimos una bonita relación que duró diez largos años. Tras haber insistido tanto, nos pareció estupendo que Iker y Sira vinieran a pasar dos meses con nosotros, sobre todo a Alaia, que no los veía desde el otoño anterior, cuando hizo una escapada de diez días a España. Yo sabía que para ella era muy importante que se sintieran a gusto, así que reservamos un par de semanas libres de trabajo, para recorrer juntos lo más destacable de esta impresionante región, del Medio Oeste del país. ‘Markel, ¿te importaría que mis padres durmieran en nuestra habitación en lugar de en la de invitados? –soltó, con tono inocente y meloso, camino del aeropuerto–. Es que me da apuro instalarlos ahí. ¡Es tan estrecha!’. ‘Claro que no, pero necesito una recompensa o no hay trato’. ‘Bueno, me lo pensaré –pellizcó un pliegue de mi barriga–. Gracias, amor. Ya veremos lo que se me ocurre…’. Aparecieron tal y como imaginé: campechanos, con esas chapas rojas en las mejillas brillantes, símbolo de la tranquilidad y del aire puro del campo. Avanzaron unos pocos pasos, frenaron en seco, extendieron los brazos, lloraron de emoción, nos estrujaron casi hasta rompernos los huesos y, entre aquellas muestras de cariño desinteresado, sentí que volvían a mí los olores a leña de la infancia, a ramas de helecho y al correspondiente festejo de la txarriboda, ejecutando al cerdo con la pistola de perno que tanto me horrorizaba.
          Nuestro mayor propósito era procurarles una estancia lo más placentera posible. En Minneapolis les impresionaron los rascacielos situados entre lagos, nada que ver con los prados verdes a los que estaban acostumbrados, ni a las casas con estructura de invierno enmarcadas en piedra o los tejados color burdeos a juego con el gris del cielo. Disfrutamos muchísimo en el Museo de Arte Weisman, situado sobre el río Mississippi. El paseo en barco por el Parque Estatal Fort Snelling, a las afueras de la capital Saint Paul, trajo a su memoria aquel otro que hicieron a Venecia, por las bodas de plata. ‘Saldréis mucho, ¿no? –preguntó Iker, mientras le servía una copa de vino y ponía para picar unos pepinillos crujientes con salsa de queso–. Esto es tan grande’. ‘Bueno, no te creas. Tu hija está muy ocupada, y yo por el estilo. Suele pasar que conoces más del sitio donde vives por lo que cuentan los forasteros’. ‘Ya. Pues no sé, si yo viviera aquí no pararía de subir y bajar de esos edificios tan altos y elegantes. Cambiando de tema: ¿Y los nietos para cuándo? Porque veo que a este paso no nos hacéis abuelos’. ‘¡Papá! –exclamaron la madre y la hija desde la zona de la cocina–, tú tan directo como siempre’. ‘Coño, es verdad’. ‘Vendrán, no te apures. Un bebé requiere mucha dedicación, tiempo del que ahora no disponemos. Pero todo se andará’. ‘¿Entonces –cortó Sira, notando que dejé entrever cierta incomodidad– das clases de español?’. ‘Sí, en el Century High School. Es una escuela pública. ¿Os apetece conocerla? Podríamos ir mañana. ¿Qué os parece?’. ‘Pues tendrá que ser a la vuelta –continuó ella–, porque, al contratar el vuelo en la agencia, cogimos un paquete que comprende las Bahamas, Veracruz y los Cayos de la Florida. Ya que cruzamos el charco, aprovechémoslo, pensamos. ¿Por qué no os venís? Os invitamos. Se podría arreglar. Lo preguntamos allí y nos dijeron que no habría ningún problema’. ‘Ya me gustaría, pero no puedo. Tengo un seminario de profesores, lo hacemos cada año antes de comenzar el curso. Me es imposible faltar’. ‘¿Y tú?’. ‘No sé, mamá. Tal vez a la revista le interese. Dejad que lo tantee. ¿Para cuándo sería?’. ‘Marchamos dentro de dos días’. ‘Joder, apenas tengo margen’. ‘Seguro que lo puedes arreglar –palabras de las que me arrepentiré mientras viva–. Además, te deben algunos días de vacaciones, ¿no?’. ‘Uy, tú quieres quedarte solo, canalla’. Dijo, poniendo una de esas posturas en jarras que me volvían loco. Aquellas veladas fueron inolvidables, conversando sobre política sin entrar de lleno en el terreno de juego, de las relaciones con mi familia, de las habladurías en el pueblo… Pero, principalmente, disfruté de dos seres humanos excepcionales y de la felicidad que derrochaba mi pareja. Aunque duró tan poco, que… Por eso, cuando alguien me pregunta por qué no he fijado mi residencia lejos de Rochester, Minnesota, con todo el sufrimiento que he padecido en cada rincón de esta ciudad, respondo: ‘Porque lo que más he querido en la vida se quedó a menos de mil doscientas millas de aquí…’.
          Mis padres se conocieron por casualidad. Acababa de fallecer el abuelo y la familia fue a Bilbao, al notario, a una de aquellas visitas interminables por el papeleo de la herencia. Como mis tíos no llegaban a ningún acuerdo y los intereses particulares de cada uno cargaban con ira la pólvora de los reproches, papá, harto de oír tanta estupidez, dijo: ‘Cuando estéis preparados para razonar, vuelvo’.  A diferencia de sus hermanos, que realizaban trabajos en la mina, unos taladrando la roca y los otros cargando el mineral en las vagonetas, optó por labrar las tierras y gestionar las arrendadas a los vecinos que usaban de pasto para el ganado. Apenas salía de Herboso, donde nacimos, una aldea del Valle de Carranza, en el extremo occidental de Las Encartaciones, bellísimo paraje de Vizcaya. Aunque, cuando lo hacía, se juntaba a lo grande con su cuadrilla de txikiteros, proclamándose el mejor levantador del vaso típico para esa categoría. Así que, esa mañana, antes de estampar la firma definitiva en la notaría, los pies le llevaron hasta el laberinto de las Siete Calles, en el Casco Viejo. Amaneció muy nublado y había comenzado a llover. A la altura del Puente de San Antón encontró a un grupo de extranjeros desorientados, entre los que se encontraba una rubia deslumbrante y muy simpática. ‘¿Necesitan ayuda?’. ‘Yes’. ‘Así no nos vamos a entender, ¡eh!’. ‘¿Dónde queda frontera francesa? –dijo, con ese acento suyo tan yanqui mientras se enamoraban–. Nosotros no saber dónde estar’. Ella desplegó un mapa y él, con el dedo índice, marcó la ruta a seguir. Seis meses después se casaban en la Iglesia de los Santos Juanes. Y al año justo nací yo. Los recuerdos que guardo del entorno corresponden ya a mi etapa de adulto, puesto que, al cumplir cinco años, nos trasladamos a los Estados Unidos. ‘Tu madre es cruel conmigo, querido –soltó la americana–. Además, no soporto más el olor a estiércol y la soledad de este caserío al que nunca viene nadie’. ‘Pero mujer, que son figuraciones tuyas, si te aprecia muchísimo’. Y fue así como terminé viviendo en Rochester, paseando esa mezcla de vasco y minesotano que ha hecho de mí una persona plural.
            Alaia estaba considerada como una de las mejores fotógrafas que tenía en plantilla National Geographic, era una magnífica profesional. Viajaba con asiduidad a la Patagonia, con especial parada en el Parque Nacional Torres del Paine, en Chile, donde inmortalizaba con instantáneas irrepetibles, por su calidad y perfección de enfoque, el Glaciar Grey. Dispuesta a llegar la primera a los puntos calientes de actualidad, aunque hubiera que sacar la noticia de debajo de las piedras, se podía contar con ella aun griposa. Una vez estuvo a punto de ser engullida por un cocodrilo macho, de agua salada, de seis metros de longitud, cuando realizaban unos reportajes de especies en extinción por Australia, Sri Lanka y Filipinas. Siempre estuve muy orgulloso de ella y la admiraba muchísimo, aunque no lo demostrara abiertamente. Iker y Sira fueron a uno de los mejores restaurantes recomendado por nosotros a degustar el faisán fresco rostizado con salsa de arándanos rojos, del que tanto les habíamos hablado como una exquisitez. ‘He tenido una reunión con el redactor jefe –dijo mi mujer, preparando algo de cena mientras yo terminaba de planchar unas camisetas– y le parece bien que vaya con mis padres. Por lo visto pensaban mandarme a Los Everglades, porque hay unos animales exóticos que he de fotografiar, además de captar el movimiento de la vegetación en el humedal azotado por el viento. Así que, tendré que dejarles solos uno o dos días y volar a Miami. Markel, ¿de verdad que no te importa? Mira que estaré fuera algo más de un mes’. ‘Sabes que no. Pero, no sé, cariño, habría que consultar a la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica, porque, a poco que os entretengáis, el tiempo se puede complicar y ser peligroso visitar según qué lugares’. ‘No va a pasar nada, ya lo verás, miedica’. Esa noche nos amamos como si se acabara el mundo.
          Partieron el uno de agosto. Nos levantamos al amanecer. Yo conducía silencioso durante las 78,5 millas que separaban nuestro hogar del Aeropuerto Internacional de Minneapolis-Saint Paul. Mis suegros, agarrados al cinturón de seguridad, iban muy tensos, supongo que a consecuencia del exceso de velocidad que llevaba, ya que me preocupaba la ponencia que daría después, delante de un público desconocido, razón de más para llegar pronto. Alaia revisaba que estuvieran en orden sus permisos especiales de prensa, a la vez que me preguntaba si estaba bien. ‘Sí, un poco nervioso, pero nada que no arregle una infusión caliente’. Nos despedimos en el aparcamiento, ni siquiera tuve la delicadeza de acompañarles hasta la sala de embarque. Le dije a mi mujer que tuviera cuidado, no hicieran locuras y llamara al llegar. ‘Enseguida estoy aquí, amor’. Sin embargo, nunca imaginé que la guadaña estropearía los planes de vuelta. Arranqué el coche con la misma urgencia que tiene quien quiere salir del área de fuego. Miré por el retrovisor y vi que los tres, diciéndome adiós, se empequeñecían. A última hora de la tarde, y habiendo escuchado los mensajes del contestador, me di cuenta, por primera vez, de lo fría que estaba la casa, y de que un mal presagio me revolvía las tripas. A partir de entonces nada fue lo mismo…
          Quince años después ha cambiado todo a mi alrededor. Abandoné la escuela pública, y ahora recorro el mundo con la organización creada por el exvicepresidente, y Premio Nobel de la Paz, Al Gore: The Reality Climate Project, desde donde intentamos educar a los gobiernos para que apuesten por energías renovables, eliminen los gases de efecto invernadero y luchen contra el cambio climático. Además, concienciamos también a todas las personas que asisten a nuestras conferencias, ya que los pequeños gestos y las mínimas aportaciones construyen las cosas importantes. Mientras preparaba la maleta, porque a la mañana siguiente salíamos para Washington D.C., a encabezar una protesta contra los negacionistas del calentamiento global, tenía puesta la televisión. Serían aproximadamente las 20:15 hora local, cuando la voz ronca de un afroamericano, corpulento, impotente y desesperado, me estremeció el corazón escuchándole repetir entrecortado: ‘I can’t breath. I can't breath. I can't breath…’.

6 comentarios:

  1. Lo has vuelto a hacer: enganchada a tope. Es admirable y envidiable la facilidad que tienes de juntar realidad con ficción. Enhorabuena porque esta historia promete.

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  2. Que alegría poder leerte de nuevo y con un relato con raíces en mi tierra, la que seguro al final conocerás mejor que yo.
    Y si,el Valle de Carranza es precioso y convencida que la narración que hoy empieza lo será también.

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  3. Cómo me alegra leerte, compañera, se nota el manejo que tienes del oficio. ¡Qué envidia!

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  4. Tiene aspecto de ser una serie muy interesante, gracias Mayte

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  5. Ya estoy enganchada. Deseando continuar leyendo esta historia! Gracias!

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  6. De nuevo en camino hacia una nueva aventura, un viaje que promete ser apasionante. Con la fe de un niño pequeño y mi petate a cuestas, dispuesto estoy.
    Gracias por invitarme, amiga. Besos.

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