domingo, 28 de junio de 2020

Nocturno en el estado de Nevada

21.

Con la venia –intervino el abogado defensor–. Antes de que haga su aparición “The Jury Pool”, en nombre de John Alexander García, aquí presente –señaló en dirección al prisionero–, y en el mío propio, pedimos la nulidad del juicio al haberse cometido irregularidades en la obtención de determinadas pruebas que comprometen la fiabilidad y la inocencia del acusado’. Ese arranque nos descolocó. ‘Explíquese’, –ordenó el magistrado–. ‘Pues, por ejemplo, que se cometió allanamiento de domicilio, ya que se ejecutó el registro del mismo sin que mi cliente estuviera presente’. ‘¡Protesto, señoría! Eso no es verdad. La oficina del Fiscal del Distrito obtuvo una orden de registro y éste se llevó a cabo con todas las garantías. Aquí la tengo’. El magistrado la estudió, ajustó al puente de su nariz la gafa de media luna y respondió: ‘Denegado. Puede que no se hayan percatado, o tal vez sea la emoción de verse en tan solemne espacio, pero están en la sala 3 The Carson City Justicie and Municipal Court, donde soy la máxima autoridad. Así que, tales decisiones sólo las tomaré yo. De modo que, ahora, acérquense al estrado, porque, para lo sucesivo, vamos a dejar algunas normas muy claritas. Usted también, –dirigiéndose a mí. Apagó el interruptor del micrófono y, en voz baja, habló contundente–. No me toquen las pelotas nada más empezar, ¡eh! ¿Las partes tienen noticia de otras anomalías?’, –preguntó–. ‘No, no nos consta –contesté yo–. El inspector de la oficina del sheriff que ha llevado la investigación, y su equipo, son grandes profesionales que saben cómo realizar dicho trabajo. Confiamos plenamente en la trayectoria seguida con las pesquisas’. ‘¿El abogado de la defensa tiene algo más que añadir al respecto?’. ‘Pues sí, mire, ahora que lo dice. Aquí todo gira alrededor de las afirmaciones de una vieja chiflada con la sola pretensión de que mi cliente pague por lo que no hizo, sin reconocer que su nieta, presunta víctima, era una yonqui prostituta que por “un pico” era capaz de vender incluso a su propia abuela’. ‘¿Algo que objetar, letrada?’, –preguntó por rutina–. ‘Nada. Nosotros preferimos reservar nuestra opinión y no entrar en descalificaciones personales que no conducen a ningún sitio. Preferimos demostrar la verdad de lo ocurrido y que se aplique justicia’. ‘Entonces, dicho esto: ocupen sus asientos que hay mucha tarea por delante’. ‘No es justo. Si al menos permitiera que…’, –no terminó la frase, el juez alzó las cejas indicándole que se fuera–. ‘¿Algo va mal, doña Allison?’. ‘No, tranquila, Mayalen. No se preocupe’.
          Uno a uno, como si se tratara de un desfile de alta costura, entraron los candidatos a jurado bajo la atenta mirada de quienes no perdíamos detalle del atuendo, la expresión de ojos, la calidad de escucha, los movimientos de manos y la emoción o apatía que caracterizaba el cumplimiento del deber. Todo, con tal de hacernos una idea del tipo de personas sobre las que recaería el destino de la víctima y del acusado. Hombres y mujeres con problemas e inquietudes semejantes al resto de nosotros, con los mismos sueños y desvelos, iguales miedos y emociones, la misma carga de fracaso y de éxito que nos sostiene como seres racionales. Ojeé el listado: había electricistas, madres solteras, camioneros, cajeras y reponedores en supermercados, católicos, ortodoxos, ateos, viudas, empleados de banca, médicos, cocineros, emigrantes legales… En fin, una pequeña representación poblacional de los ciudadanos censados. Entre ellos se encontraba algún veterano que ya vivió la experiencia en convocatorias anteriores, pero la mayoría se enfrentaba por primera vez a la difícil tarea de decidir con objetividad. ‘Oiga, yo no tenía que estar aquí, ¿sabe usted? Este informe médico acredita la lesión de espalda que padezco’, –murmuró alguien a otro compañero–. ‘Pues, ¡anda que yo! –contestó éste–, con dos menores de doce años que dependen de mí, ya me dirá’. ‘Haberse excusado al “Jury commission”, que es el órgano encargado de liberarles. Y guarden silencio, que no me entero, coño’, –protestó malhumorada una señora mayor encantada de vivir dicha experiencia–. Mientras sucedía ese diálogo, Michelle subrayó lo más importante del documento que Ethan Ross nos había dejado sobre la mesa. Era, ni más ni menos, que la ficha policial de la madre del Johnny donde, además de desobediencia a la autoridad por escándalo público que le costó tres días de calabozo, evasión de impuestos penado con dos años de cárcel sin fianza, varias denuncias por adulterio y alguna que otra pelea de club nocturno, incluyendo la consabida brecha en la frente, figuraba su participación en una de las palizas propinada por su vástago a Alexa Valdés, negándole su derecho al auxilio. ‘¿Quizá presenciara también el asesinato de la chica y calla como una perra?’, –soltó de pronto la becaria a punto de llorar–. ‘Habrá que averiguarlo. En cualquiera de los casos, lee aquí’, –deslicé una hoja de papel amarillento. Richard, mi padrastro, me enseñó que había que tener amigos hasta en las alcantarillas, desde entonces he seguido su consejo–. ‘¿De dónde lo has sacado?’. ‘Un antiguo novio trabaja en el FBI. Ahora mantengo encuentros virtuales con él y su familia: una mujer espectacular y tres hijos encantadores. La otra noche, después de hablar por videollamada con su esposa, me llegó este fax’. ‘¿La información está contrastada?’. ‘¿Tú qué crees?’. ‘Pues, que, si se la involucra en un feo asunto de pederastia, del cuál se libró a saber cómo, no me extrañaría que…’. ‘Cuidado con afirmar hechos que no puedes probar, querida’. El detective, siguiendo mis indicaciones, fue a buscar un vínculo delictivo entre el descendiente y la progenitora. ‘Si lo encuentra será un logro para nosotros’, –afirmó mi ayudante.
          Si dejan de secretear podremos empezar con la elección de jurado, ¿o prefieren que los desaloje a todos?, –dijo, con irónica resignación–. Así lo hicimos. Por intuición, más que otra cosa, no me resultó difícil, con arreglo a los patrones que elaboramos concienzudamente la noche anterior, elegir a los candidatos equilibrando la paridad, el nivel social, la media de edad en torno a los cuarenta y cinco años, el color de la piel y las diversas profesiones que desempeñaban. A priori, la ausencia de oposición entre mis adversarios repartió un caldo de transigencia que pronto se consumió, flotando en el ambiente nubes espesas y agrias, cuando el abogado defensor intervino. ‘Un momento, perdonen. Nosotros no queremos a tres de los seis negros que ya estarían admitidos. Opinamos que esta clase de gente viene con la palabra “culpable” escrita dentro del bolsillo’. ‘Exigimos que dicho comentario segregacionista sea retirado por la defensa, ya que es discriminatorio y no se ajusta a ningún precepto legal. –Michelle encontró lo siguiente, que me pasó avispada–: Les recuerdo que, hacer una recusación basándose en el color de la piel, viola la “Cláusula de Igual Protección” recogida en la Decimocuarta Enmienda’, –me puse de pie para dar mayor solemnidad al argumento–. Los comentarios en la bancada elevaron el tono tratando de interrumpir mi testimonio, pero la representante del gobierno terció a mi favor. ‘Magistrado, ruego dejé a la señora Morgan disertar sobre ese punto que nos parece muy interesante’, –fue bastante convincente–. ‘Prosiga’. ‘Gracias. Como saben, en 1986, en un tribunal del estado de Kentucky, un fiscal excluyó a unos miembros afroamericanos quedando sólo seis blancos’. ‘¿Letrada, acaso se refiere al caso Batson?’. ‘Exacto’. ‘Pues, como no lo aclare mejor, ya se puede ir olvidando, porque no admito supuestos ni divagaciones’ –dijo el juez–. ‘Continúo. Descartar la candidatura de cualquiera por meros prejuicios raciales es indigno e inhumano. Bien, en aquella ocasión la Corte Suprema de los Estados Unidos alegó que las motivaciones basadas en la raza no eran justificación coherente. Apelamos al buen criterio que nos consta de usted’. ‘Supongo que no querrá que le demos publicidad a un acto de marginación en el seno de esta sala, ¿verdad? –irrumpió Charlotte Bennett–. Sería un manchón bastante feo al final de su ilustre carrera’.
          Adam Walker no perdía detalle y pensó: ¡mira que son listas las jodías!, refiriéndose al cruce de diálogo anterior protagonizado entre ambas mujeres. Estaba satisfecho con la conversación ilustrativa mantenida con la hijastra de su cuñado, otra dama de altura, a la que ofreció también formar parte del equipo que le ayudaría con la candidatura de presentación a sheriff de Carson City, pero ella estaba volcada en otros asuntos y no le daba la vida para más. Quizá, él debería de hacer caso a su esposa, no complicarse y dejarlo estar. Sin embargo, a veces, según las circunstancias o necesidades de complicidad y servicio que cada cual tiene, prevalece la vocación por encima de los sentimientos. Un compañero de graduación, jefe superior de policía, residente en otro estado, con el que nunca perdió el contacto, se enfrentaba a la difícil tarea de desmantelar la oficina y detener a casi toda la plantilla por corrupción, malversación de fondos y prácticas violentas contra los detenidos. Afortunadamente, en su jurisdicción no se daban motivos semejantes, sino que optaba al cargo para cambiar algunas cosas o hacerlas de manera diferente, con mayor empatía y menos mano dura. No obstante, esa era una batalla que habría de librar más adelante, ahora…
          Señoras y señores miembros del jurado –el juez Robert Franklin Jr. se dirigió a ellos–. De acuerdo con las normas y leyes que rigen nuestro país, es mi obligación desafiar la buena voluntad que tengan ustedes de seguir hasta el final, informándoles de la gravedad del caso al que nos enfrentamos: “asesinato en segundo grado”. ¿Alguno no entiende bien dicho término?, –todos callaron–. Lo digo por si quieren abandonar antes de desgranar los detalles’. Nadie se movió del asiento y le aguantaron la mirada. A la pregunta de si tenían alguna relación con las partes, sus abogados o los testigos respondieron que no. Entonces, hizo una breve reseña del sumario, presentó a la víctima y al acusado, y se detuvo en la figura de Charlotte Bennett, de quien dijo ser la representante del gobierno y, por tanto, la máxima autoridad, por debajo de él, claro. Quedó callado, bebió agua del vaso que anteriormente se había servido y dejó que prosiguiera el secretario. ‘Pónganse en pie –los doce lo hicieron. Seis machos y seis hembras. Mitad negros y mitad blancos, ricos y pobres, humildes y arrogantes. Demócratas y Republicanos–. Alcen sus manos derechas: ¿juran emitir un veredicto con arreglo a la inocencia o culpabilidad del acusado según los hechos presentados y no en base a conjeturas formadas a través de opiniones fundamentadas en prejuicios incoherentes?’. ‘Sí, juramos’, –sonó a una sola voz–. ‘Se abre la sesión. Tiene el turno de palabra doña Charlotte Bennett. Cuando quiera, letrada’. ‘Gracias, señoría…’.

5 comentarios:

  1. Miguel Ángeljunio 28, 2020

    Si alguien en Estados Unidos lee tu historia, te contratan en un despacho de abogados o te animan a formar parte de su sistema judicial, por tu conocimiento del tema. Hasta la próxima entrega. Un beso.

    ResponderEliminar
  2. ¡Qué grata sorpresa, nena! La historia te lo ha pedido, ¿verdad? Imposible aguantar 15 días sin saber lo que pasa. Enhorabuena porque conduces muy bien la trama y a los personajes. Un beso

    ResponderEliminar
  3. De nuevo los detalles que dan lustre al relato son de calidad y esperando únicamente el disfrute por parte de tus lectores.
    Un regalazo y, tengo que ser repetitiva, muchas gracias.

    ResponderEliminar
  4. ¡Qué bien me lo paso en un juicio...! Si además las cejas del juez "hablan"... ¿qué más puedo pedir? Deseando que comience la "batalla". Y será muy pronto... ¡Qué suerte! Gracias por reservarnos un "lugar preferente" en la sala. Hasta el domingo, escritora. Besos.

    ResponderEliminar
  5. Muy interesante Mayte, gracias por esceribir

    ResponderEliminar