domingo, 21 de junio de 2020

Nocturno, en el estado de Nevada


20.

Pensé que no llegabas. ¡Vamos, démonos prisa! Apenas falta hora y media para que empiece el juicio y te quiero poner al corriente’, –dijo Adam Walker a la hijastra de su cuñado–. ‘Perdona, vengo conduciendo desde California y, a la altura de la ciudad de Stockton, había mucho tráfico. No sé por qué se forma ahí tanto atasco. Fui a Santa Rosa, a unas jornadas convocadas por la organización “Onward Together”, la que fundó Hillary, y ya sabes cómo son estos encuentros: a la salida te pones a hablar de política y no ves la hora de irte’. ‘Bueno, lo importante es que ahora ya estás aquí. Mira, una cafetería, ¿tomamos algo?’. ‘Sí, estoy hambrienta. –Pidieron café americano, huevos con beicon, tortas de maíz con sirope de arce y unas fresas naturales–. ¿Qué tal la familia?’. ‘Todos bien. Las niñas creciendo muy deprisa y nosotros más viejos. Lo normal’. ‘¿Cuánto hacía que no nos veíamos? ¿Desde la boda de mi hermana?’. ‘No, fue en el entierro de la abuela’. ‘Cierto’. Oye, si no te importa, el tiempo se nos echa encima y me gustaría…’. El inspector llevó la conversación a donde le interesaba: eludir la propuesta de sus superiores respecto a maquillar la declaración sobre los indicios que apuntaban directamente al acusado como presunto autor del asesinato por el que se le incriminaba. ‘Ya, pero si lo haces seguro que te arrepentirás’, –intervino ella–. ‘Eso no me quita el sueño –afirmó–, me gusta llevar la contraria a la autoridad. Ahora lo que me interesa saber es tu opinión’. ‘Venga, dispara’, –rieron con ganas–. Resumió lo más que pudo la escena del crimen, y las especiales circunstancias que empujaron a la abuela a librar la batalla contra el asesino de su nieta. ‘Además, te digo que, si de algo sirve esta profesión, ahora tengo la oportunidad de demostrarlo’. ‘Intuyo que vas a cooperar con la fiscal del distrito, ¿me equivoco?’. ‘Hemos tenido un primer contacto. Es una gran profesional, y sí, estoy a su servicio, como no podía ser de otra manera’. Cuando entraron en la sala se quedaron en la parte de atrás. La zona donde se sitúa el preso aún estaba vacía. Las mesas de los principales intervinientes, cargadas con su material de trabajo, eran un panal de abejas endulzando la cara y la cruz del laberinto de pesquisas hechas. Adam Walker se acercó a Charlotte Bennett y le entregó una hoja doblada donde había escrito los posibles candidatos a jurado. Ella le apretó el brazo en señal de agradecimiento y se la guardó en el bolso.
          Mayalen, con su silla pegada a la mía, llevaba la ropa de los domingos, la misma que lucía en cada ceremonia de la iglesia. El reverendo, mexicano también, y afincado en Carson City desde hacía más de sesenta años, le dio una pequeña postal, a modo de amuleto, del Templo de San José, en Colima, un hermoso lugar de torres puntiagudas, con aire gótico, y que incluye el bellísimo jardín donde, a la caída del sol, los lugareños platicaban en la rinconada que acoge el Pocito Santo o Charco de la Higuera. La guardó en una funda de plástico, junto a otras estampas, y recordó las veces que había transitado por allí llevando consigo a alguno de sus nueve hermanos, feliz con las pocas pertenencias que tenían, inocente y ajena al sufrimiento que se cebaría en sus entrañas, hasta el final de sus días. Las manos huesudas, temblorosas, desfiguradas por la tarea doméstica, agrietadas y huérfanas de afectos, iban de los pliegues de la falda al borde de la mesa, buscando el amparo de un solar donde enfoscar la tristeza. Nos miraba, y parecía pedir a gritos una fórmula mágica para anestesiar el miedo a lo desconocido, un inmediato presente que abriría las puertas del proceso a punto de iniciarse. Me molestaba que inspirara ternura, porque esa arma la quería manejar yo con los miembros del jurado. En algún momento de aquella larga espera, no sabría precisar, nos confesó que sentía ganas de abandonar y salir corriendo, pero el recuerdo del incendio de la fábrica textil, donde murieron los padres de la niña, y la responsabilidad que adquirió criándola, fueron más fuertes. Así que, con las palabras cargadas de bondad, dijo en voz baja: ‘Doña Allison, ¿cuándo empezamos?’. ‘Pronto. Primero ha de entrar el presunto culpable. A continuación, el juez. Y por último hemos de elegir a las doce personas que decidirán el veredicto. Tenga un poco de paciencia, ya casi estamos’. ‘¿Y si me estoy equivocando?’. ‘Querida, si yo fuera familia suya, estaría orgullosa de usted’.
          Michelle se retrasó bastante, así que ocupó la silla vacante a mi derecha, posición que la situaba prácticamente frente al estrado. Con prominentes ojeras y una delgadez acelerada que nos tenía a todos muy preocupados, se había pasado el fin de semana extrayendo jurisprudencia, de libros de consulta, con la que contextualizar nuestros argumentos. No sé qué habría hecho sin su ayuda, pero la verdad es que tanta implicación rozaba los límites. Traté de inculcarle aquello que afirmaba Richard, mi padrastro, durante el tiempo que formé parte de su equipo: ‘No hagas tuyos los fracasos de otros, pero tampoco te apoderes de sus aciertos. Tú sólo eres ese tren de mercancía que traslada equipaje con el embalaje de la verdad, aunque ésta sea mentira’. ‘Echa un vistazo a esto –dijo, dándome unas hojas impresas–. Lo encontré antes de venir’. ‘Entonces, según pone aquí –le hablaba al oído–, en 1989, en Newton, un pueblo del condado de Sussex, en New Jersey, Graham contra Seals, se consiguió que al violador y asesino de su esposa le juzgaran y condenaran al corredor de la muerte por los delitos imputados’. ‘Así es. Resulta que, una mañana, a mediados de agosto –la becaria lo había memorizado–, la mujer, como cada día, atravesó un campo para acortar distancia hasta su lugar de trabajo. Un hombre corpulento silbaba una melodía pegadiza mientras pedaleaba. Cuando llegó a su altura, se abalanzó contra ella y la forzó detrás de unos matorrales. Ella opuso resistencia y él la golpeó en la sien con algo contundente. Así que, sobre un cuerpo ya inerte, finalizó el desahogo’. ‘Es fabuloso porque ese mismo modelo nos servirá para apoyar la denuncia que presenta nuestro cliente. Buen trabajo, querida. Guárdalo como un comodín en la manga’. ‘Aún no has oído lo mejor. Esto sí que, en todo caso, es un póker de ases –de la cartera sacó otras fotocopias y me las dio–: el estado de Pensilvania contra Harvey Watson…’. Consulté el reloj y vi que todavía faltaban quince minutos. La inconfundible respiración del detective sonaba detrás de nosotras. Alargó el brazo y nos dio una carta cerrada.
          Para Ethan Ross, haber colaborado estrechamente en el caso del asesinato de Alexa Valdés, le sirvió para reciclar el olfato de sabueso rastreador, tan envidiado por los colegas de la profesión. Pero también, y lo más importante, con ello recuperó la confianza en sí mismo, esa forma honrada de trabajar en pos de la justicia. Aguardaba impaciente la llegada de la chica del sadomasoquismo, a la que no veía desde que los ayudantes del sheriff la llevaron a un lugar seguro. Le preocupaba que, durante el interrogatorio, usaran técnicas de desestabilización emocional, peligrando el pacto que hizo para contar la verdad, a cambio de ingresar en el Programa de Protección de Testigos. Sin embargo, confiaba en su palabra e imaginaba las ganas que tendría de salir a la calle sin miedo a ser descubierta, aunque el precio fuera empezar de cero en otro país. ‘¿Nervioso?’, –le pregunté–. ‘Impaciente. Ojalá que acabe cuanto antes y nos vayamos a tomar unas cervezas’, –bromeó–. ‘Eso de ahí te va a interesar’, –señaló el regalito que nos había dejado–. ‘Sí, supongo. ¿Qué es?’. ‘La guinda del pastel. Una información tan valiosa que cambiará el rumbo del juicio’. ‘Michelle, léelo, –pero llegué tarde, la becaria ya lo hacía–. Oye, esto huele a despedida y ahora no nos puedes dejar solas, ¿eh?’. ‘¡Anda!, céntrate en lo tuyo. Respira hondo. Confío en ti, lo vas a hacer muy bien’. ‘Uy, no estoy tan segura’. Se recostó en el banco y comenzó a escribir en su desgastada libreta. Cuando, por diversos motivos, decidió abandonar la policía, prometió luchar para erradicar la pena de muerte, porque había visto a demasiados inocentes perder la vida, pero esta vez le asaltaban todas las dudas juntas y quería condenar a aquel individuo a la pena máxima. Eso, o que la edad, los kilos de más, la pérdida de horizonte o el agotamiento mental, fueran suficientes razones para descolgar la placa de investigador privado y rociar la tea de resina suficiente para que no se apague la llama.
          El silencio en la sala era mayúsculo, plomizo, como los días de calor que merman las ganas de levantarse de la cama. Hacía algunos días que la opinión pública izaba la bandera de las revueltas, y los medios de comunicación un juicio paralelo sin haber comenzado el oficial. Había para todos los gustos: Quienes se inclinaban por la inocencia del prisionero, a punto de aparecer, mostraban su apoyo a los allegados con declaraciones de alabanza y críticas a un sistema que para algunos tocaba fondo. Mientras que otros se nombraron verdugos para empujar, sin contemplación, el émbolo de la jeringa, planeando elevar la protesta a nivel federal si quedaba en libertad. Unos y otros, cada cual con sus razones, removían los argumentos por encima de un charco de bilis que en nada contribuiría a mantener la calma entre los asistentes. Sin embargo, el jaleo de gente acercándose deprisa nos devolvió a la realidad. Un timbrazo seco procedente de la galería interior abrió la puerta lateral disimulada con maderas lisas. Precedido por cuatro guardias con chalecos antibalas, John Alexander García, arrastrando la cadena que acortaba sus pasos y disminuía el movimiento de las manos esposadas, irrumpió socarrón y desafiante, adoptando inmediatamente después el papel de víctima. Estaba más gordo. La madre se abalanzó a abrazarlo, pero los agentes la empujaron para atrás. ‘Mucho cuidado con ponerme la mano encima. ¡Ustedes todavía no saben con quién están tratando!’, –se defendió, a la desesperada–. El reo localizó a Mayalen y clavó sus ojos en ella, provocando una punzada en las tripas de la mujer que casi le hace vomitar.
          ¿Preparado señoría?’, –dijo el secretario–. ‘Déjate de coñas y abre’, –ordenó–. ‘A sus órdenes, jefe’, –soltó con complicidad–. Se arregló un poco la toga, comprobó que llevaba los zapatos abrochados, brillantes, y comentó: ‘¿Te he contado que una vez…?’. ‘Joder, ya estamos. Vamos, prepárate, y bebe un poco, anda’, –desenroscó la petaca y se echó un largo trago de alcohol–. ‘¿Entramos?’. Entonces, con solemnidad, irrumpió y dijo: ‘¡Todos en pie! Preside el honorable juez Robert Franklin Jr., titular de la sala 3 The Carson City Justicie and Municipal Court’, –se retiró y, pasados unos minutos, el magistrado tomó la palabra: ‘Letrados, procedan con sus argumentos’.

5 comentarios:

  1. Ya lo he dicho otras veces: escribes con imágenes y hay que ser muy grande para conseguirlo. Enhorabuena. Un beso, nena.

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  2. Desde luego nunca te podrán decir a ti la frase que utilizas en esta entrega de: no hagas tuyos los fracasos de otros, pero tampoco te apoderes de sus aciertos.
    Se ve en cada renglón de tus relatos TU personalidad y, como bien dice Elvira, al fotografiar los hechos en vez de contarlo hace que vivamos la historia.
    Gracias y buen verano.

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  3. Con prisas por asistir al juicio y sabiendo que se acerca el final de esta hermosa aventura, amiga. Lo tuyo ya es virtuosismo... Me viene a la cabeza algo así como que "tu literatura está cargada de futuro". Gracias y un beso.

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  4. Miguel Ángeljunio 23, 2020

    El relato fluye. Se acerca el final. Mayte ya lo sabe, supongo. Los lectores esperamos expectantes. Un beso.

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  5. Escribes con imágenes. Acertado comentario de Elvira con el que estoy totalmente de acuerdo. Gracias. Besos

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