domingo, 10 de marzo de 2019

Beirut, Puerta de Atocha

13.

¡Lo que has tardado en abrir!, ya me iba’, −dice Adrián−. ‘Perdona, pensé que serían otra vez ellos’, −responde Binta−. ‘¿Quiénes? Toma, he traído carquinyolis’. ‘Entonces haré café’. Y, mientras degustaban esa pequeña merienda, la senegalesa narró el episodio según se lo contó la anciana, incluyendo que sus propios miedos despertaban cada vez que tocaban al timbre. ‘¿Habéis notado en los vecinos algún comportamiento extraño?’. ‘No sabría decirte, la verdad’. ‘¿Acaso en el casero?’. ‘Bueno, a ver, que sólo le hemos visto en un par de ocasiones: cuando nos enseñó el piso y en la firma del contrato. Tampoco puedo concretar si nos observaba de tal o cual manera. Nosotras íbamos a lo que íbamos’. ‘Oye, no te pongas a la defensiva conmigo. Es sólo que la policía no se presenta porque sí’. ‘¿Qué insinúas?’. ‘Justo lo que estás pensando’. Aunque tenía grandes dificultades para seguir las conversaciones, y la mayoría de las palabras eran incomprensibles para ella, Kesia escuchaba con absoluta atención mientras acunaba al niño dormido en su regazo. Si se daban cuenta cambiaban al francés para que lo entendiera mejor. ‘Deja que haga algunas averiguaciones, quizá descubramos si ha habido alguna filtración’. ‘Tenme al corriente de todo, por favor’. ‘Vengo de la tetería por el asunto del sobrino. Conservo la amistad con el hijo díscolo de un antiguo diplomático de Oriente Próximo. Ayer le escribí un e-mail. Supongo que todavía mantiene buenos contactos. Vamos a intentar dar con el muchacho’. ‘¿Te encuentras mejor?’. ‘Aún me molesta un poco la espalda, pero creo que estoy en la recta final de la recuperación’. Pensaba marcharse, y seguramente nunca volvería a probar un manjar igual. Por eso, la mujer africana saboreaba el dulce relamiéndose los labios, perpetuando en el paladar el recuerdo de la almendra crujiendo entre los poros de la galleta. Consciente de que el largo camino recorrido hasta llegar ahí iba a torcerse en cualquier momento, sorprendió a sus amigos. ‘Mañana, antes de que amanezca −chasca la lengua−, marcho para Alemania’. ‘¿Tú te quieres ir?’. ‘No, pero si no lo hago complicaré vuestras vidas’. ‘Pues no se hable más. Te quedas’. ‘Binta y yo nos vamos a la rueda de prensa. No abras a nadie’. ‘Volveré en cuanto acabe. Hoy hago yo la cena’. −Ambos acarician al pequeño, que ya estaba despierto−. ‘De acuerdo’.
          Buenas tardes. Gracias por acudir puntuales a la cita. Somos la tripulación del “Sin Muros”, un barco mediano encargado de suministrar alimentos, material sanitario o lo que precisen otras ONG desplazadas en alta mar. También participamos en operaciones de rescate trayendo a heridos que, por su gravedad o particular circunstancia, no pueden esperar una evacuación ajustada al protocolo. Como todos ustedes saben, ahora las embarcaciones de salvamento humanitario están bloqueadas en los muelles, porque dicen que sus instalaciones no reúnen suficientes garantías para el traslado de migrantes en largo recorrido. Sepan que nunca ha habido problemas en ese sentido. −Mira uno por uno a cada periodista acreditado−. Les hemos convocado para denunciar lo vivido hace pocos días frente a la costa de Alejandría. En viaje de recreo al Líbano navegábamos con gente afín a nuestra causa y… Como capitán −hace una pausa, que descentra la atención de los presentes, respira hondo y, para no acaparar protagonismo, continúa−: compañeros, seguid vosotros’. ‘En el límite de la distancia permitida paramos a informar por radio de que había un naufragio, y solicitamos autorización para localizar supervivientes’, −dice consternado el cocinero−. ‘Avanzaba el reloj salpicando en el minutero el silencio mortífero que antecede a la morgue −el piloto toma el testigo−. Intuimos que la demora complicaría la labor de encontrar a alguien vivo’. ‘Denegada la petición −prosigue el patrón−, era incontable el número de cadáveres flotando. Por esa razón queremos dejar constancia de que las pateras corren un mayor riesgo de hundirse sin la presencia de buques de organizaciones humanitarias recorriendo los puntos vulnerables de llegada a Europa.’. ‘No obstante, aun sabiendo que están más solos que nunca −Adrián se incorpora al grupo−, el hambre, la necesidad de respirar, el túnel donde no ves la salida, la angustia de saberse perseguido o el haberlo perdido absolutamente todo, solapan el precipicio del abismo que la desesperación no deja ver’. ‘¿Insinúan que falla el sistema?’, −dice alguien al fondo de la sala−. ‘La pregunta sería: ¿qué se ha dejado de hacer para que no funcione?’, −remata Binta.
          Jamal Kundu no hallaba la forma de avisar a su tío Abul Khan y ponerle al corriente de la situación tan delicada que vivía y de los momentos de debilidad y sufrimiento, incrementándose dentro de sí las ganas de tirar por tierra sus sueños y desandar el camino. Parecía que habían pasado siglos cuando, estando todavía en Bangladés, ultimando los detalles para el desplazamiento por la zona de la India, alguien comentó que era mejor hacerlo por Birmania y embarcar hasta Somalia. Una vez allí, alcanzar Ceuta y saltar la valla a territorio español. Sin embargo, nada salió según lo planeado. Durante la durísima y peligrosa ruta atravesando parte del Magreb, fue uniéndose a distintos grupos que también partieron de la miseria y de la esclavitud de sus países en conflicto. La mayoría de las veces transitaban de noche, preferiblemente los días sin luna y evitando en la medida de lo posible hacerlo en campo abierto. Cruzaban llanuras arrastrándose por el suelo o mesetas esquivando su propia sombra para evitar que les delatara. En esas estaban cuando una panda de bandidos, con fusiles de asalto, les tendió una emboscada. Fueron horas de sufrimiento oculto detrás de unos matorrales, siendo testigo de la brutalidad con la que los forajidos arremetían contra aquella pobre gente indefensa. Al borde de la madrugada, antes de aparecer las primeras luces que dejasen al descubierto la escena del crimen, se fueron, levantando tras de sí una gran polvareda. Algunas de las mujeres, a las que habían violado repetidas veces, buscaban a los maridos entre los muertos con claros signos de tortura, mientras que los niños, ya huérfanos, permanecían sentados entre los cadáveres. Contó tres puestas de sol completas e, iniciándose la cuarta, se obligó a salir de allí. Se incorporó con cuidado, asomó la cabeza comprobando que no había nadie, apartó hacia un lado un balón hecho de trapo, encajó la mirada en el horizonte y se propuso no volver la vista atrás. Pero, a menudo, revivía aquel trágico episodio. Así que, sin dinero para continuar el periplo, esperaba un golpe de suerte merodeando las proximidades de la frontera de Argelia con Marruecos. ‘¡Alto ahí! No te muevas. ¿Dónde crees que vas?’. ‘Don’t shoot. Don’t shoot. Don’t shoot…’.
          Vislumbrar la panorámica de la bahía de San Jorge, en concreto la parte oriental donde se ubica el puerto de Beirut, aceleró el corazón de Ahmad Abu-Abbad, encallado en la marisma de un sentimiento no definido. Desembarcó con las expectativas puestas en la esperanza de encontrar rostros conocidos, edificios que se mantuvieran en pie a pesar de las dentelladas de la guerra en sus fachadas, y recuerdos escondidos entre las esquinas de una época con matices más agradecidos. Ansiaba llegar a la Plaza de los Mártires, cerca de la Mezquita de Al- Amín, para enseñarle a Ismael El Dome, que en los años 50 fue el primer cine y el más grande de la ciudad. ‘¡Madre mía! Es impresionante’, −dijo el madrileño−. ‘Fíjate bien en la estructura y su forma. ¿A que parece completamente un búnker?’. ‘Es verdad. Seguro que ha servido de hospedaje a más de un mandatario’. ‘¡Cómo lo sabes! Mientras duró la contienda estuvieron ahí metidos, a salvo de los bombardeos’. ‘En fin, habrá ocasión de verlo todo con detenimiento. Ahora lo prioritario es buscar a tu nuera’. ‘Cierto. Vayamos, pues’. La casa de su hijo tenía toda la pinta de llevar deshabitada bastante tiempo. A través de la única ventana con los cristales rotos vieron la ropa esparcida, adornos hechos añicos, juguetes mutilados, comida echada a perder y, lo más impactante: la palabra “terrorista”, escrita en árabe, de lado a lado de la pared. ‘Salgamos de aquí, amigo’, −sugirió el más joven antes de que al otro le diera un amago de vahído−. ‘Sí, será lo mejor. A los chicos ni pío −dijo mirándole a los ojos−, hasta que no sepamos qué está pasando’. ‘Como quieras’. Se les acercó un hombre con un pañuelo palestino en la cabeza, arrastrando las babuchas desgastadas. Se alisó la barba. ‘¿Están interesados en comprarla?’. ‘¿Es suya?’. ‘No, pero podría serlo’. −Sacaron algunas libras libanesas para obtener más información−. ‘¿Sabe dónde encontrar a los que vivían aquí?’. Pero el pánico descompuso al anciano, que retrocedió gritando: ‘Están malditos, están malditos, están malditos…’.
          En la recepción del Embassy Hotel, sentados en los incómodos sillones de cuero rojo, aguardaban la visita de un enviado del consulado para darles la bienvenida oficial a la capital del Líbano. ‘¿Monsieur Ahmad Abu-Abbad?’, −transmitía por megafonía una voz enlatada−. ‘Sí, soy yo’, −aclaró en el mostrador−. ‘Tiene una llamada internacional, puede contestar desde ahí’, −señalaron a un locutorio improvisado detrás de las cortinas−. ‘Papá, ¿me escuchas bien? ¿Habéis averiguado algo?’. ‘¿Qué tal, hija? No, aún nada’. ‘Pero sí habrás visto a la familia, ¿no?’. ‘Bueno, como quien dice, acabamos de tomar tierra y casi nos estamos instalando’. ‘¿Estás bien? Te noto un poco raro’. ‘Anda, no supongas lo que no es. Y ten paciencia, que en cuando me entere te llamo. Ahora tengo que colgar. Cuídate, cariño’. ‘Oye, espera un momento, dile a…’. Ismael se apoyó en una columna, quedando en segundo plano, cuando el asistente del embajador, nervioso e insensible, dijo que de Hassan Abu-Abbad, así como de su esposa e hijos, no había rastro alguno. Y que lo prudente y aconsejable era que volvieran a España hasta saber algo concreto. Observaba a Ahmad ahogándose en la pena y se sentía incapaz de ayudarle. Un botones, con el uniforme dos tallas por encima de la suya, le dio una nota que ponía: Llámame. Jasmin… 


8 comentarios:

  1. Avanzar por las orillas de esta bella historia, es hacerlo también por los entresijos del dolor. Nunca dejes de tirarnos de las orejas.

    ResponderEliminar
  2. Dramático, real y lleno de emoción. Gracias.

    ResponderEliminar
  3. ¿Qué decir tras la lectura de hoy? ¡Cómo me "sacudes" el hondón! Aparte el abanico de emociones que despliegas, vas y díces cosas como,"...encallado en la marisma de un sentimiento no definido". ¡Qué suerte encontrarte, niña! Te camelo.

    ResponderEliminar
  4. Espero tener tiempo más adelante para leer todas las entradas como si de una novela basada en hechos reales se tratase.
    Me sabe a poco la entrega quincenal.

    ResponderEliminar
  5. Estremece este relato de una realidad tan dura, que nos haces vivir tan intensamente. Gracias. Besos

    ResponderEliminar
  6. Miguel Ángelmarzo 11, 2019

    "...esquivando su propia sombra, para evitar que les delatara...".Buenos hallazgos literarios para una trágica historia, aunque, por otro lado, con su parte optimista, por la participación de mucha gente sensible y comprometida. Hasta la próxima. Un abrazo.

    ResponderEliminar
  7. Vislumbrar la panorámica de la bahía de San Jorge, en concreto la parte oriental donde se ubica el puerto de Beirut, aceleró el corazón de Ahmad Abu-Abbad, encallado en la marisma de un sentimiento no definido...genial descripción.
    Abrazos desde Málaga.

    ResponderEliminar