domingo, 19 de junio de 2016

Solsticio atemporal

Probablemente, adormecida, escuchara el timbre de la puerta, pero eso es algo que nunca podré asegurar a ciencia cierta. De haberlo oído, imagino que la brisa del destino hubiera soplado diferente −a mejor o peor, quien sabe...−, y puede también que así la losa pesada en la que a veces se convierten los días fuera más llevadera. Pero permanecí en la cama, atravesada en posición horizontal, con el sujetador desabrochado, los zapatos fuera de los talones y una reseca que me reventaba las sienes. Me llamo Ágata, tengo cuarenta y nueve años, estoy divorciada, padezco de estreñimiento y mi vida es tan vulgar que en momentos puntuales roza la gilipollez. Con la única reforma de acondicionar la azotea como espacio de relajo y ocio, vivo en La Latina, en el ático que mi padre heredó de los suyos y donde solo pago los gastos que genero. Por tanto, no ando mal de liquidez. Me gusta el whisky y viajar a Estados Unidos en invierno, el color rojo, la playa cuando no hay gente, los días de lluvia después de las siete de la tarde, las tostadas de pan blanco con un chorrito de aceite de oliva, los sudokus, todo cuanto se considera pecado, la soledad para que fluya el mundo interior y ver a los niños jugar en los parques. Al margen de esto, como digo, no destaco en nada, ni formo parte de listados de gente importante.
          Mis amigas, las muy cabronas, dicen que trabajo de: ‘Siguiente, por favor’. En realidad, me tiro ocho horas al otro lado del mostrador, en el centro de salud de un barrio marginal de la ciudad, donde paso la mayor parte del tiempo diciendo esa frase para dar citas médicas y volantes para pruebas de laboratorio, indicar a los desorientados el número de sala a la que tienen que ir e informar a los inmigrantes acerca de los requisitos que hacen falta para obtener la tarjeta sanitaria. Cuando el público me da un respiro, contesto el teléfono, imprimo pegatinas adhesivas, clasifico recetas mensuales que recogen los enfermos con tratamiento crónico, aviso al servicio técnico para que vuelvan a arreglar el grifo del lavabo de personal, que se sigue saliendo, y derivo a las enfermeras aquello que considero que puede estar dentro de su campo, porque cada vez tenemos menos facultativos y más vacantes. También cuando puedo, no voy a engañar a nadie, me escabullo a fumar a la calle.
          A veces pierdo los nervios y reconozco que contesto fuera de tono. La gente no tiene culpa, lo sé. Pero desde que los recortes, contundentes y despiadados, han desembarcado en este sector, se trabaja, en general, con bastante incomodidad. Por eso imagino que damos una imagen de fríos que, hasta donde puedo responder, es errónea. No es cierto que a este lado de la ventanilla lo ajeno nos sea indiferente, que no reconozcamos las injusticias, las negligencias, los intereses económicos que mueven a los guiñoles del gremio, el dolor de los más vulnerables y el ostracismo a donde van las cosas comunes que para todos son necesaria… Lo que ocurre, y deseo que se me entienda bien, es que no te puedes llevar a casa las malas noticias de un diagnóstico, los efectos secundarios de lo experimental, el trago cuando notifican que mejor llevarlo a terminales, o la angustia de conocer que ha caducado el permiso de residencia y, por ende, la financiación para la insulina. Y no se puede hacer por la sencilla razón de que nosotros, los ‘Siguiente, por favor’, tenemos también nuestros problemas. Pero a veces hay situaciones tan excepcionales que se salen de la regla. Entonces, te implicas…
          Estéfano −nombre de origen griego que le gustó a su madre al leerlo en el cartel de un cine de provincias−, es un viudo de setenta y cinco años que, desde hace veinte, cuida de su único hijo, en estado vegetativo, tras someterse a un cambio de sexo que se complicó contrayendo un virus de quirófano en plena operación. Esto lo supo por un informe extraoficial conseguido con mala praxis por el abogado que le sacó un ojo de la cara, y que finalmente nunca pudieron aportar como prueba determinante. Para hacer frente a todo: Letrado, tratamiento que no cubre la Seguridad Social, compra de cama articulada, pañales además de los prescritos, grúa para moverlo, enfermera particular que le atendiera en su ausencia, antes de coger la jubilación anticipada…, hipotecó el piso, grande y lujoso, en la zona Este de Ríos Rosas, hacia el Paseo de la Castellana, donde en su mejor época incluso tuvo chica de servicio. Desde pequeño, mejor aún, desde que tiene memoria, el dinero se le ha escurrido por los dedos. Nunca supo administrarlo para que alcanzara, y ahora, a pesar de las circunstancias delicadas y evidentes, no sabía cómo cambiar dicho defecto. Así que, entre putas caras, cuidadoras de día y de noche, rondas indefinidas que pagaba en los garitos del casco viejo, ropa que compraba y a los pocos meses tiraba todavía con la etiqueta puesta, coches de lujo, madrugadas en el Casino, y demás vicios al alcance de pocos bolsillos, vino el primer aviso de desahucio por embargo, cuyo susto siquiera bajó el ritmo del despilfarro. Total que, cuando quiso reducir gastos, los buitres de las finanzas, entrenados para debilitar a sus presas, al olor de la sangre, ya habían puesto las garras sobre él.
            Dejó las juergas nocturnas, dejó de adquirir en el supermercado cualquier producto sin mirar el precio, pasando a consumir marcas blancas, despidió a uno de las dos mujeres que le ayudaban con el chico, malvendió la moto, se quitó de beber y de fumar y ni con esas conseguía llegar a fin de mes solo con su sueldo… Estéfano empezó a faltar a menudo al trabajo: unas veces porque al hijo le sobrevenía una crisis respiratoria, otras porque la depresión le amarraba los pies a la cama. Una mañana, en la mesa del despacho −desde el que se veía, diminuta, La Gran Vía−, encontró una nota manuscrita de su secretaria donde decía que a las once le esperaban en dirección. Allí estaba la plana mayor, interesándose por su situación. Hipócritas, como siempre lo habían sido, para sugerirle, seguidamente, que lo mejor para todos sería que anticipara su retiro. Con deleite les miró uno a uno, hasta tropezar con la mirada de su amante, la subdirectora de Recursos Humanos. Entonces, dijo: ¡Cómo me hacéis esto, sois unos hijos de puta! ¡Con la de babas que le he limpiado a la empresa…!
          Ahora cuando lo piensa reconoce los errores cometidos, el peso de las decisiones equivocadas, la pérdida de horas lejos de su hijo y del universo que lucía en el boceto de sonrisa, agradecida cada vez que el padre le ponía crema hidratante en los glúteos. Pero ya no había vuelta atrás…, porque las cosas a veces, cuando están jodidas, evolucionan a peor. Así fue como en un abrir y cerrar de ojos, cumpliendo la máxima de que “en un solo segundo puede cambiarte la vida”, se vieron viviendo humildemente los dos en el extrarradio. Algunas tardes, metido en la cueva de la memoria, amarrado de pies y manos por la soledad, recordaba el pasado como si la lujuria y el descontrol de antes no fuera con él, sino que formara parte de un excéntrico personaje que cogió el patrón de su físico para moverse por ahí con impersonalidad.
          Alcanzado el solsticio de invierno, entre retales que la melancolía fue deslizando en su piel, misteriosos como los que encierra la luna llena, Estéfano había envejecido rápidamente. Entregado por entero al chico, luchaba por reunir la mayor información posible para reabrir el caso en los juzgados, ya que un colaborador de la ONG que a veces le visitaba le aseguró que si peleaba podía conseguir un presente más saludable para ambos. A pesar de la falta de optimismo que le perseguía, no dejó de pasar semanalmente por el Centro de Salud. Cada miércoles, después de las once de la mañana, mientras que un matrimonio vecino se quedaba con su hijo, él se acodaba en el mostrador, me miraba a los ojos y preguntaba: ‘¿Tienes algo para mí, Ágata?’. ‘No. Lo siento mucho, aún no ha llegado nada de secretaría ni de dirección. Prueba en la oficina, igual ellos te dan norte. Nosotros aquí, ya sabes, no podemos hacer más. Ojalá dependiera de este departamento…’. Entonces, con una pena que le destruía el corazón, los párpados mojados y la cabeza agachada, se iba por donde había venido, con las entrañas vacías… Así, una y otra vez… Constante y agotado, esperanzado y vencido…
          Aún con la duda de si sonó el timbre de la puerta o no, fui al cuarto de baño y, al tiempo que orinaba, metí la lengua bajo el grifo, por si la fuerza del agua arrastraba consigo la lija que recubría mi boca. Me sentía culpable después de cada borrachera, y apenada por la imagen desaliñada que el espejo devolvía de mi persona: pechos grandes, pero sin la rigidez de antes, cejas irregulares, marcas de nocturnidad en la comisura de los labios, nariz muy afilada y dos dedos de raíz blanca, ya sin tinte… Y así, con esas pintas como para que griten fuego y salir corriendo, sentada en la taza del váter, desnuda, y poniéndome en el pie un parche quita callos, sin saber muy bien por qué, pensé en Estéfano. Su situación, la de otros, la mía propia, y lo triste de estar en manos de un papel que se resiste, que no llega…

6 comentarios:

  1. Este es uno de los muchos ejemplo que nos ha aportado la guerra de los recortes. Nena, tómate vacaciones. No tardes. Besos.

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  2. Miguel Ángeljunio 19, 2016

    Dos historias que se cruzan, en tiempos duros para muchos; a veces, como en este caso, también por la mala cabeza propia. Un relato que fluye. Buen verano. Y que en las próximas elecciones ganen los que beneficien a la mayoría, para evitar situaciones como la de la historia de hoy. Un abrazo.

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  3. Fabiola G. Gomezjunio 19, 2016

    Hoy se agarra tu relato a mi estómago, es nudo que me avisa del dolor que se enquista y produce indignación e impotencia.

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  4. Antonio Álvarez Bernaljunio 20, 2016

    Estéfano, Estéfano,... Llueve sobre la tablet. Me seco los ojos. Escampa? No, vuelve la lluvia.

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  5. Dos historias que en realidad sin la historia de miles de ciudadanas y ciudadanos. Sangrante. Bravo, Mayte.

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  6. Nieves Sánchez Selasjunio 20, 2016

    Dos temas que reflejan la vida misma por lo tanto se te quedan clavaditos.

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