domingo, 5 de junio de 2016

Filippo Ivanov

Hace años, en Madrid, por motivos meramente profesionales, pasé a diario por las calles de José Ortega y Gasset con Alcántara. Y, justo ahí, en esa intersección, ataviado con un abrigo hasta los pies, gorro de color negro, botas de montaña con una gruesa capa de barro y pantalones de paño con bajo siempre descosido, Filippo Ivanov −que en realidad se llamaba Hilario Villacampa, natural de Bara, Huesca−, sentado en una silla de tijera desgastada por las inclemencias del tiempo, interpretaba al violín, de sol a sol, la banda sonora de Doctor Zhivago, con una sensibilidad especial y transmitiendo tal sensación agradable como si de un momento a otro Omar Sharif apareciera caminando y desprendiendo sonrisas en copos de nieve. El bolchevique −así le llamaban con cariño en el barrio de Salamanca− nació al principio de la Segunda Guerra Mundial. Cuando apenas contaba ocho meses de edad, en 1940, sus padres, siguiendo la pista del hijo mayor que andaba escondido desde que estalló la de aquí en el treinta y seis, se trasladaron a la ciudad con toda la prole montada en un carromato del que tiraba su vieja mula, y a la que, deslomada, hubo que sacrificar. Tras varios intentos en vano para dar con él, y ante la imposibilidad de emprender camino de vuelta, ubicaron sus bultos en un terreno ilegal de chabolas que alguien les traspasó. La dureza de la época, la pena de los que nunca volvieron, el llanto de su madre cerrando la última luz de la noche, los perros callejeros escarbando en las basuras, la bocina de un tren del norte silbando por el sur, el crujido de las llamas en el fuego donde unos hombres queman papeles comprometidos, los gemidos de los recién casados que usó como libro de cabecera para masturbarse en el páramo de su soledad y el hambre que mataba robando sandías de la huerta, configuraron una personalidad introvertida en Hilario, alejándolo de las demás niñas y niños del poblado.
          Cuando la enfermedad del padre lo encamó de por vida, el chico, que todavía no levantaba un palmo del suelo, se ocupó de traer lo que necesitaran para subsistir, gracias a la generosidad de un paisano, chatarrero, que se lo llevaba consigo para enseñarle el oficio, como si de un hijo se tratara. En un pequeño local cercano a la Glorieta de Embajadores, entre pedazos de latón, cobre y plomo, ambos oscenses levantaban el cierre al negocio que les daba de comer a ellos y a los suyos. A las once en punto de cada domingo, visitaban a la familia para dejarles el dinero que alcanzaría escaso durante la semana. Era continuo el trasiego de ente vendiendo lo que encontraba por los vertederos. Un día, entre el flujo de hora punta de las siete de la tarde, una mocosa, con los ojos achinados de haber visto mucho sufrimiento, se acercó al hombre y le tiró de la manga. Enseguida la reconoció y le dijo al chico que su hermana había venido a buscarle. Aunque la pequeña, asustada por si los fantasmas de la ciudad la engullían, no dijo nada, Hilario le pidió prestado a su jefe un brazalete negro. Acompañando a su madre estaban las plañideras, sentadas alrededor del cuerpo sin vida de quien le pareció un anciano. Le enterraron en el cementerio civil. El chatarrero corrió con todos los gastos, incluso con los billetes de regreso a Huesca. Sin embargo, una vez que su familia quedó instalada, el bolchevique retornó, porque sabía que en el pueblo no tenía futuro, y le resultaría imposible sacarlas adelante. Aunque, a decir verdad, tampoco tuvo que hacerse cargo por mucho tiempo, ya que el alcalde se convirtió en su padrastro.
          En verano Hilario aprovechaba las primeras horas del amanecer para organizar las cosas del local antes de abrirlo. Así fue como un día, cuando la luna todavía lucía su albura en el aro de la oscuridad, por detrás de un batiburrillo de trastos inservibles, encontró la funda de un violín que creyó vacía. El jefe ya no era la misma persona. Una rara deformación lo estaba encorvando. Y aunque se planteaba dejar el negocio, no quería hacerlo mientras que el joven no tuviera otro trabajo. Cuando le preguntó por el instrumento y la razón por la que estaba arrinconado, el hombre le contó que, al principio de tomar las riendas del comercio, se lo compró a un mendigo procedente de Rusia, a cambio de un par de noches de cena y pensión. Se quedó pensativo, y finalmente le dijo que se lo podía quedar, que lo aceptase como un regalo, ya que nunca supo muy bien qué hacer con él…
          En el número 35 de la calle Olivar, en una vivienda de la segunda planta, había una escuela de música cuyo único profesor y director impartía clases de solfeo. Cada día, al cerrar la chatarrería, Hilario acudía a la academia a aprender lo más básico para deslizar con destreza el arco por las cuatro cuerdas. Dotado de un oído envidiable, bastaron pocas sesiones para que el esfuerzo diera su fruto. Obvió la teoría y se centró en la práctica, llegando a ser capaz de reproducir cualquier melodía que oyera un par de veces. Aunque tuvo mucha suerte con su patrón, ya sabía lo que era estar a las órdenes de otra persona, y sudar para que el grueso de lo ganado se lo llevase el jefe. Ahora quería empezar una nueva etapa fundamentada básicamente en la libertad: para despertar al raso caminando sin minutero… Así que, sin ataduras de ninguna clase ni nadie que dependiera de él, a finales de mes habló con el dueño para que buscase un sustituto porque se despedía. El anciano, prudente, no preguntó adónde iba, pero sí le dijo que no se preocupara porque cerraba la tienda. Se abrazaron y el hombre le entregó un sobre con la última paga y una gratificación en agradecimiento por su aportación durante todo ese tiempo al buen funcionamiento del negocio.
          Las semanas siguientes fueron primordiales para tomar tierra y asentar sobre el suelo de la decisión, en pendiente apaisada, la forma de vida que pretendía adoptar. Así pues, entrado el otoño, una mañana de domingo, con las ideas despejadas, fue a El Rastro. En uno de los puestos dedicados a la venta de toda clase de ropa, compró el atuendo que nunca más abandonaría: el Tulup −abrigo amplio y largo de piel de conejo o de oveja, y cuello ancho de pelo−, el Ushanka −sombrero de orejeras flexibles− y las Válenki −botas de media caña−. Entonces, abrazado al inseparable violín, con el corazón en un puño por la emoción y cubierto con la nueva vestimenta que le hacía sentir otra persona, aunque con idénticos mimbres, transitó por distintas avenidas hasta llegar a la esquina de Alcántara con José Ortega y Gasset, donde nació el bolchevique. Al menos esta es la historia que me contó, una noche de vino y juerga.
          Quince años después, a seis meses de finalizar mi vida laboral y no habiendo tomado vacaciones en mucho tiempo, volví a Madrid, esta vez sin escoltas ni coches oficiales, pero sí con parte de la familia. Nos hospedamos en Adler Hotel −donde estuve en todas mis estancias−, en el número 33 de la calle Velázquez con Goya. Un palacete de 1884, restaurado por el arquitecto Mariano Sáenz de Miera, quien dotó al edificio, sin apartarlo de su encanto dieciochesco, con modernas y lujosas instalaciones. Me gustaba por muchos motivos: Especialmente porque su personal, selecto y discreto, guardaba a rajatabla la identidad de los clientes. Ubicaron a mi nieto mayor y a su novia en una lujosa habitación. A nosotros −mi pareja y yo− en la Suite Presidencial. Acostumbrado a madrugar, a las 7:30, en cuanto abrieron el restaurante, bajé a desayunar. El maître me sirvió una pieza de fruta, un yogur con muesli, dos lonchas de queso fresco sobre una fina rebanada de pan de centeno y un té verde. Apenas había cinco personas más en diferentes mesas.
          Dije en recepción que comunicaran a los míos que no volvería hasta la hora del almuerzo. Quería disfrutar de la ciudad recordando los buenos ratos que pasé en ella, así que aquellos momentos de soledad me pertenecían. La fragancia del viento mezclado con el petróleo quemado en los tubos de escape me situó en el presente. Habían desaparecido algunas tiendas que recordaba. En su lugar, negocios de poca monta abrían una brecha diferencial entre las avenidas importantes y las vías de segunda, completando el paisaje portales de entrada elegante colindando con fruterías regentadas por orientales. Llegué caminando hasta una plaza que no puedo recordar, y giré a la izquierda. Las notas musicales de Main title salían de un violín que se oía a lo lejos. Cuando me acerqué para echarle dinero en la caja y dije: ‘¿Qué tal? ¿Cómo te va, bolchevique?’, el anciano dejó el instrumento en el suelo, alzó la mirada indefinida y turbia, se puso en pie con dificultad, extendió los brazos temblorosos y, emocionado, a punto de desmayarse, me susurró al oído con un hilo de voz que casi no le salía de la garganta: ‘El Doctor Zhivago y usted siempre vuelven a mí, camarada’. Le sujeté fuerte por debajo de los hombros, como quien quiere contener la sangre de una vieja herida para que no se reabra. Cogí sus bártulos y a él agarrado por el brazo y lo llevé conmigo, proponiéndole que viviera en una de mis casas, donde le cuidarían con amabilidad. A mitad de la calle se paró en seco, agradeció mi ofrecimiento y me dijo que su suerte, como la de todos, ya estaba echada. Me alejé con lágrimas en los ojos y una rara sensación en las entrañas…

9 comentarios:

  1. Una historia mayúscula. Besos.

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  2. Una realidad relatada con la maestría y sensibilidad de Mayte Mejía que ojalá leyera muchas personas pues les desvelaría el porqué de semejantes historias de vida. Añado a título personal que he leído el relato al son de la música de Doctor Zhivago que la muñequita de mi cajita de música (que tengo desde los 18 años) a duras penas, marca ya. Cuánto que reflexionar Mayte; qué grandeza desprende tu prosa. Enhorabuena y, por favor, nunca dejes de escribir.

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  3. Nieves Sánchez Selasjunio 05, 2016

    El relato me ha encantado, siempre me sorprendes. Tienes una gran variedad de temas a cual más interesante.

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  4. Bonito relato Mayte. Un beso

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  5. Tierno, sensible y valiente. Real como la vida misma. Gracias por querer compartirlo

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  6. Miguel Ángeljunio 06, 2016

    Una historia muy original. Cada persona con quien nos cruzamos en la calle tiene una. Debemos procurar no juzgar; cada cual tiene sus porqués. Un abrazo, Mayte.

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  7. Precioso relato. Me enganché a él desde la primera línea.
    Un abrazo,Mayte.

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  8. Jesús Aguilarjunio 08, 2016

    ¿Qué puede encontrarse uno entre las chatarras? Lo que se acumulaba en aquella chatarrería que hay esquina a la calle Amparo era digno de ver, sin atisbo de armonía o delicadeza alguna. Ahí se encuentra un poco así mismo el bolchevique. En realidad las cosas de la vida nos encuentran a nosotros, para que las tomemos o, sencillamente, para que las hagamos a un lado. Tu historia pone en relación dos esquinas, como tantas, opuestas, pero en las que se repiten los itinerarios, los encuentros. Unos escuchan y se enriquecen, otros se asustan y pasan de largo. Me gustan estos arpegios -aunque la palabra esté ahora un poco decolorada por la actualidad- que pones en lo que cuentas.
    Besos.

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  9. Muy bonito, gracias Mayte.

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