Gerardo
Sánchez, residente en Ankara desde hacía más de cuarenta años,
trabajaba en mantenimiento en el
ferrocarril, aunque le quedaban pocos meses para concluir su vida
laboral, y cumplir el sueño de regresar a su pueblo durante
una larga temporada. Estaba soltero, y corría el rumor de que
tenía una hija con la prostituta a la que visitaba una vez por
semana a las afueras de la ciudad. Pero, como digo, tan solo era una
murmuración sin pruebas visibles... A bastante distancia de allí,
pasado Valencia de Alcántara, en la provincia de Cáceres,
a menos de dos horas de Portugal, su familia, campesinos,
gente sencilla, humilde y servicial, vieron por televisión,
horrorizados, las duras imágenes que llegaban desde Turquía sobre
el atentado perpetrado presuntamente por dos suicidas en un acto por
la paz que se iba a celebrar junto a la estación de tren. Elisendo y
Basilia, sus padres, ambos nonagenarios, que no entendían nada del
polvorín de violencia que asolaba la vida cotidiana y la
tranquilidad en aquella zona, y que jamás asumirían que el mayor de
sus hijos emigrara tan lejos si la cosecha daba para alimentarse
todos, llamaron por teléfono, titubeantes y azarados, a Manuel, su
nieto mayor, un lumbreras en esto de las nuevas tecnologías, para
saber lo que decían sobre la matanza en
esa cosa del Internet.
Antes
de que la casa de los Sánchez se llenara con la familia, que
empezaba a movilizarse, los vecinos de los
alrededores en un perímetro de cinco kilómetros a la redonda fueron
a visitarles para interesarse por Gerardo y
acompañarles en esos momentos de trágica incertidumbre. Los
ancianos, sentados muy juntos y cogidos de las manos, con los labios
apretados como si amurallaran así los lamentos y los suspiros
susceptibles de escaparse, se mostraban abatidos. El ruido de motores
deteniéndose, de abrir y cerrar puertas y de fuertes pisadas que se
acercaban con rapidez, resonaban en las afueras de la vivienda, en
medio de la noche. La hija mediana
y Manuel fueron los primeros en entrar
para tranquilizar a los abuelos. Aunque todavía los datos eran
confusos, –se barajaba la cifra de casi un centenar de muertos y
más de doscientos heridos–, delante
de ellos se mostraban optimistas de que Gerardo estuviera en
perfectas condiciones. Pero, en realidad, en el fondo de sus
corazones se temían justo lo contrario, puesto que,
al ser uno de los cabecillas –dentro de su gremio–
de la Confederación de Sindicatos de Obreros Revolucionarios
de Turquía (DISK), iría a la manifestación, sin duda alguna.
Basilia,
de carácter templado, mujer de pocas palabras, y un tanto fría en
caricias, sabía muy bien lo que era sobrevivir a un hijo, con lo
antinatural que eso suponía, porque perdió a la niña que tuvo de
su primer matrimonio. Sin embargo, algo le decía que Gerardo estaba
vivo, porque, aún coincidiendo con el cambio de luna, como ocurrió
en aquella ocasión, esta vez no había
sufrido ningún retortijón de tripa. Elisendo, que se casó con ella
también de segundas, la miraba de soslayo, sin imaginar la reacción
que tendrían ambos, ahora que de mayor uno se vuelve más
vulnerable. A todo esto, Manuel consultaba en el portátil las
webs de los diarios más
importantes del mundo, y dos pequeñas ventanas abiertas en una
esquina de la pantalla: una, con la CNN; la otra, con la BBC.
El
Aeropuerto Internacional Esenboğa, situado 28 kilómetros al
noroeste de Ankara, minutos después de conocerse lo ocurrido, se
convirtió en la boca del lobo para la gente que esperaba el momento
de embarcar. La información escasa que tenían, y contradictoria al
mismo tiempo, creaba alrededor de los viajeros, con hilos de pánico,
finos y punzantes, una tela de araña a lo desconocido. Damla –'gota
de agua', en turco–, hija de Gerardo, que le esperaba para
viajar juntos a Extremadura donde le presentaría a toda la familia,
quienes no tenía idea de su existencia,
pensó que el destino podría haberle dado a su padre una patada en
las pelotas, ya que, otra cosa no, pero puntual
era un rato, y ese retraso no le gustaba nada. La chica, cada
vez más intranquila, aunque sin moverse del punto de encuentro que
pactaron, no paraba de mirar el reloj.
Damla,
a diferencia de su madre, vivió apartada del prostíbulo, estudiando
en los mejores centros con la ayuda incondicional de Gerardo.
Aficionada, al igual que él, a los deportes de invierno, en cuanto
podían subían a la menor ocasión a la estación de esquí del
Monte Elmadag, pasando a veces más de un día; o paseaban por la
ciudad contemplando los monumentos de las calles y los lugares
emblemáticos. A menudo dedicaban una tarde a visitar alguno de los
numerosos museos con los que cuenta la ciudad. Con frecuencia iban a
merendar al barrio de Atpazarı, y hacían un alto en el Castillo de
Anakara, donde se encuentra el Museo de
las Civilizaciones de Anatolia, en el que disfrutaban descubriendo
curiosidades de otras culturas. Gerardo se enorgullecía de todo lo
que sabía la chica y las anécdotas tan graciosas que le contaba de
la época paleolítica y del imperio Bizantino. Ella, por su parte,
le tomaba a él de modelo para crecer como persona, y reforzar su
personalidad, puesto que a su lado aprendió parte de los valores que
tenía.
Establecer
el orden en la terminal de pasajeros era difícil. El personal del
mostrador de facturación, tan desbordado y perdido como los
viajeros, no daba abasto. Gerardo seguía
sin aparecer. Damla buscaba una conexión wifi a la que
conectarse para enviar un WhatsApp a
su padre y saber dónde y cómo se
encontraba. La única red que no aparecía caída venía de la
cafetería, donde habían instalado a
las delegaciones del deporte estadounidense, árabe y europeo, que
ese mismo día habían llegado de visita
oficial. ‘Gota de agua’ se
acercó ahí cuanto pudo. Había conseguido señal,
aunque el servidor de la mensajería instantánea no
enganchaba bien; así que
optó por abrir el navegador y
escribir un email, por si le fuera más sencillo. Pero
uno de los policías que patrullaban por allí, colocado
detrás de ella, le sugirió que apagara el teléfono, no sin antes
desconectar, él mismo, los datos. La joven, a la que no le quedaban
dudas de que Gerardo, por la razón que fuera, ya no llegaba, yéndose
hacia la salida, le buscó las vueltas al guardia de seguridad y
salió al exterior, donde logró que un
taxista la acercara hasta las afueras de
la ciudad.
El
olor a humo y carne quemada era insoportable. Los gritos y el llanto,
también. Damla caminaba en dirección
contraria a la gente que huía del lugar de los hechos llevándose
los dedos a la boca, como en señal de lamento. Reconoció a uno de
los compañeros de su padre acuclillado delante
de dos cadáveres irreconocibles, enroscados uno con el otro. Al
preguntarle si había visto a Gerardo, giró la cara, manchada de
negro, levantó la vista y negó con la cabeza. Horas después, exhausta de
tanto buscarle, consultó la lista de fallecidos. Con el dedo índice
bajó por el desfiladero de los nombres y apellidos, hasta tropezarse
con la ese de Sánchez...
Cuando
sonó el teléfono había amanecido. El rebaño de ovejas que cada
día bajaba a pastar en sus tierras pasaba
por la calle principal en ese preciso momento. Manuel, sentado cerca,
lo cogió con prontitud. Su madre y la abuela se habían echado un
poco. Los demás, en vista de que no tenían noticias nuevas, se
habían retirado a sus casas. Así que
en el comedor quedaban solamente el abuelo y él. A
Elisendo, concentrado en liar otro cigarrillo para el nieto,
le sobresaltó el timbre, cayéndose por
la tela del pantalón el tabaco y el papel hasta acabar en el suelo.
No le hizo falta escuchar palabra alguna, porque cuando levantó la
cabeza el rostro del joven, pálido y
desencajado, lo decía todo.
Elisendo
y Basilia recorrieron los 91 kilómetros que separan el aeropuerto de
Badajoz de Valencia de Alcántara junto a
sus otros hijos y el resto de la familia. La ceremonia para recibir
el cuerpo sin vida de Gerardo, siguiendo los principios de los
Sánchez, sería íntima y laica. Pero Manuel, que había viajado
hasta Ankara, apareció solo, aunque con una explicación. Allí
había conocido a Damla, su prima de rasgos árabes, y la encargada
de entregarle el cuerpo sin vida de su tío. Sentados en el Parque
Genclik, hablando ambos en un inglés exquisito, y dejándose llevar
por el alboroto de un grupo de niños que jugaban al lado, Damla le
contó cómo fueron las últimas horas
de su padre, aquel extremeño de sonrisa espontánea, y celoso de su
intimidad. Horas antes de encontrarse con su hija, Gerardo, que
formaba parte de los convocantes al mitin para pedir la paz y el cese
de los combates, y al que no podría asistir al tener el viaje
programado con mucha antelación, quiso dejarlo todo a punto con sus
compañeros. Iba apurado de tiempo, pero
confiaba en llegar con el suficiente margen para que Gota de agua
no se enfadara con él. Poco antes de las diez de la mañana,
conversaba con un grupo de arquitectos y médicos de signo
progresista, obreros de todas partes, estudiantes y mucha población
civil que acababan de llegar para unirse a ellos, cuando
una lluvia de trozos de metal, primero, y la metralla de la
segunda explosión, después, convirtió la alegría y aires de
libertad en la tragedia que se ha
conocido...
Damla
y su madre, con la que apenas tenía contacto, identificaron el
cadáver y lo enterraron enseguida,
teniendo en cuenta las condiciones en que
se encontraba. Gota de agua encontró
entre las pertenencias de Gerardo el número telefónico de sus
abuelos y el correo electrónico de su primo, lo que le posibilitó
establecer contacto con ellos. Hacer entender a Manuel que el
extremeño quería quedarse ahí una vez muerto
no fue difícil. Pero ninguno de los dos jóvenes encontraba
la razón por la que nunca había dicho que tenía una hija, ni a
ésta una familia, hasta poco antes de planear el viaje. Pero eso era
algo que ya no tenía arreglo. A lo que sí podían ponerle solución
era al presente y al futuro. A iniciar la relación que nunca
tuvieron sin que el paso del tiempo, o la distancia, enfríe la
intención. Se despidieron, seguros de volverse a encontrar en otro
espacio menos hostil, donde el aire esté más limpio, y los campos
mejor sembrados. A Damla le resultaría complicado salir ahora de
Ankara, por la inestabilidad que había traído el atentado, pero
prometió a Manuel que, cuando los cerezos estuvieran a punto de dar
su fruto, iría a casa de los abuelos, a llevarles una botella con
arena de Bozcaada, la isla turca del mar Egeo donde a Gerardo le
gustaba pasar los veranos con su hija: Gota de agua.
Grande!
ResponderEliminarNena, cada vez contextualizas mejor las historias. Vas por el buen camino. La de hoy me ha gustado muchísimo. Besos.
ResponderEliminarGerardo pagó el precio que a veces se paga por exigir "paz y libertad " Gerardo un auténtico democráta y Mayte una gran Narradora y Escritora, "con mayúsculas".
ResponderEliminarSentimientos a raudales y perfecta la narración. Cada vez mejor, amiga. Gracias por tan hermoso regalo dominical. Besos.
ResponderEliminarSobran las palabras.
ResponderEliminarUna joya.
ResponderEliminarDespertar conciencias e imaginación, a partir de hechos de la actualidad. Un beso.
ResponderEliminarExcelente narración, aunque triste por la pérdida de Gerardo,
ResponderEliminarGota de agua ¿se quedará sola?..., ¿visitará a sus abuelos?..., pero, esa es otra historia..., un beso Mayre.
Una lectura imprescindible. Una joya, Mayte, este relato sobre un emigrante extremeño en Turquía asesinado en el atentado en la estación de transportes de Ankara. Con tu estilo de impávida sencillez, Mayte, llegas a las fibras del sentimiento y de la reflexión. Cada vez, mejor.
ResponderEliminarIgnacio Fontes. M., 0911115.
Has elegido como escenario para escribir este relato un lugar lejano y convulso, al tiempo que pones como contrapeso un escenario familiar y rural que nos suena a cercano. Es verdad, nuestro mundo se hace pequeño porque los medios de comunicación nos acercan a todos los rincones, pero en lo que escribes pones de manifiesto la distancia, las distancias que hay en las realidades, los puntos de vista tan diferentes. En la historia pones a Gerardo como el eje sobre el que giran dos mundos muy diferentes, quizás una metáfora de la realidad de Turquía, encrucijada de culturas que no terminan de entenderse mutuamente. Es un personaje desaparecido, a quién se ha hecho saltar por los aires. Desde ambos lados de la historia, que localizas geográficamente con precisión, hay un gran deseo de que aparezca, frustrado al fin.
ResponderEliminarValiente la propuesta desde los jóvenes -Manuel y Damla-, en los que de alguna manera depositas la esperanza de poder entenderse y la necesidad de cruzar puentes. Arriesgas en la historia que cuentas y dejas claro que merece la pena reivindicar los encuentros y no las intransigencias, mucho más cómodas para salir del paso.
Siempre me saben a poco tus cortos relato. Aunque pienses que soy pesado, ¿para cuando una novela?
ResponderEliminarAbrazos desde Málaga
Magnifico relato..........Los atentados terroristas y los muertos inocentes de otras partes valen mucho menos que los de París,por ejemplo.
ResponderEliminarUn beso.