domingo, 2 de febrero de 2014

Dos mujeres y un tequila


No se puede encontrar la paz evitando la vida.
De la película “Las horas”, de Stephen Daldry.

El pronóstico del tiempo anunciaba la llegada de un frente frío por el norte del país que barrería la península en las próximas cuarenta y ocho horas, y que venía acompañado de fuertes lluvias y cotas de nieve por debajo de los 600 metros en algunos lugares. Tanto es así que la Dirección General de Protección Civil y Emergencias alertaba a la población para que, salvo una cuestión de máxima urgencia, permaneciera en sus casas hasta que pasara el temporal. Todavía no eran las cinco de la mañana cuando la radio despertador sonó en la habitación de Pablo, quien,  tirándose enseguida de la cama, encendió la luz del flexo y se puso la chaqueta de lana gorda con cremallera. Le gustaba enterarse de lo que pasaba en el mundo para opinar después con conocimiento en la tertulia de la taberna. También aprovechaba el silencio que había hasta las señales horarias de las siete para ordenar sus pensamientos o leer cosas pendientes, una manera como otra cualquiera de hacer más llevadero el tránsito de la madrugada, antes de que las paredes se hicieran eco del ir y venir de los huéspedes con el ruido del mal humor en la suela de los zapatos.
            Le faltaba por escribir el último capítulo de la novela que preparaba y cuyo argumento giraba en torno a la historia de nueve personas que durante una semana al año se daban cita en un hotel de lujo en la costa. Siete días de relajo, derroche, placer y conversaciones superficiales respecto a los éxitos que a cada uno le habían colocado en el ranking de lo más granado de la sociedad –o eso pensaban–. Gente con economía desahogada  y carácter frío. Calculadores, materialistas, incapaces de dar rienda suelta a los sentimientos porque pensaban que eso era una vulgaridad que les haría parecer seres débiles. Sin embargo, Pablo estaba a punto de darle un vuelco diferente a la narración, y para ello contaba con la posibilidad de introducir un personaje nuevo que aportara algo de calor, de ternura y de equilibrio a la trama, pero hasta el momento no había dado con el hilo exacto del que tirar.
            La zona de trabajo del escritor es un territorio de cuadernos en edad escolar. Esa mañana, llevando un par de ellos en la mano, mientras aguardaba en el bar de abajo a que sirvieran los desayunos, vio que tomaba asiento, en otra de las mesas reservadas para los huéspedes de la pensión, la mujer misteriosa que llevaba tiempo sin venir y a la que llamaban entre ellos “la guadiana”, porque aparecía y desaparecía a menudo, como el río. No sabían su nombre ni trataba con nadie. Apenas conocían cosas de ella: a qué se dedicaba, de dónde era, o qué asuntos la traían por aquí de cuando en cuando; solamente que siempre alquilaba la misma habitación, la de la entrada, la más independiente, la que después, en su ausencia, permanecía cerrada, como si todo lo que hubiera dentro le perteneciera. El escritor se la queda mirando, analizando cada uno de sus movimientos, observando su manera de vestir, la elegancia con la que toma notas en la libreta Moleskine que permanentemente consulta, el billetero de piel en color burdeos que saca del bolso para pagar el poleo menta que no se acaba, o la discreción con la que se va. Pablo no perdía de vista ni un solo detalle porque sabía perfectamente que, sirviéndose de aquella mujer, estaba encontrando la clave perfecta con la que dar el broche final a la novela. Rápidamente, para no perder la idea, pidió al camarero que le preparase lo suyo en vaso para llevar. Una vez en el cuarto, conectó el ordenador y retomó la narración…
            Los nueve subían de la sauna diaria directos a la terraza privada, accediendo desde las suites, donde les aguardaban algunos reconstituyentes: frutas tropicales, tostadas de pan negro, lácteos bajos en grasa, cereales integrales… Uno de los miembros, rompiendo el pacto que hicieron desde el principio de no traer compañía, vino con su hija: una guapa pelirroja de larga melena rizada que acababa de llegar de un país en guerra. Estudió periodismo, y su padre era consejero delegado y accionista mayoritario de un grupo de comunicación multimedia, pero ese mundo nunca fue tentador para ella porque prefería resolverse la vida por su cuenta. Llevaba años jugándose la vida por tierras peligrosas, trabajando para agencias, sufriendo incomprensibles vejaciones propias y ajenas a manos de bárbaros, gente sin escrúpulos que no apreciaban la vida lo más mínimo. Ha estado secuestrada, retenida en las dependencias de un aeropuerto internacional, ha perdido a su compañero sentimental en un atentado y recibió  un tiro que la mantuvo convaleciente en la cama de un hospital muy por debajo del mínimo de salubridad recomendable. Sus colegas la consideraban acérrima defensora de los derechos humanos, de la lucha por los más indefensos y desfavorecidos de la Tierra. En dos semanas viajaría a una célebre ciudad europea a recoger un premio solidario, y lo haría como acostumbra, en nombre del equipo que a veces la acompaña y de todos sus compañeros que, repartidos por el mundo en zonas de conflicto, se juegan la vida por el derecho de informar y de ser informados.
            Se sentía incómoda, fuera de lugar, disgustada consigo misma por haber aceptado la invitación de su padre sabiendo que no funcionaría. Le sudaban las palmas de las manos y tenía humedecidas las sienes. Quería marcharse. Entonces, uno de los presentes preguntó por el trabajo que realizaba y para quién. Así que se puso a hablar de la realidad, esa que todos conocemos y que es tan complicada para muchas personas desfavorecidas que hay repartidas por el planeta en inferioridad de recursos. Miró de soslayo a su padre cuando éste, tajante, se puso de pie, suspiró aburrido, caminó unos pasos por la amplia estancia y dijo: “Ya, lo entendemos; pero, hija: ¿qué quieres?... Nosotros no podemos hacer nada”…
            Horas más tarde, cuando Pablo salió del dormitorio para bajar a comer, se cruzó en la escalera con la mujer misteriosa de la habitación de la entrada. Ni siquiera le miró. Iba muy deprisa, o muy ausente; no sabría muy bien qué pensar. Entonces a la memoria del escritor vinieron los versos de una canción de Chavela Vargas: Uno se despide/insensiblemente de pequeñas cosas./Lo mismo que un árbol/que en tiempo de otoño se queda sin hojas… Esa tarde pondría el punto final con sabor a tequila.

7 comentarios:

  1. Bonito contraste el de las dos mujeres con historias muy bien contadas en paralelo. Has vuelto a tocarme el corazón.

    ResponderEliminar
  2. Bonito relato. La vida misma.

    ResponderEliminar
  3. Miguel Ángelfebrero 02, 2014

    Me imagino la pensión, y el bar de los desayunos, y el hotel de lujo de la costa... Me imagino la película. Bonito entrecruce de dos historias, con su mensaje. Y bien contado.

    ResponderEliminar
  4. Jose Chiralt Gimenezfebrero 02, 2014

    Tranquilo y bello relato.

    ResponderEliminar
  5. María Jesús Alberdifebrero 03, 2014

    Tienes una prosa estupenda. Dominas muy bien el arma más poderosa que existe: la palabra. Bravo por ti.

    ResponderEliminar
  6. Jacinto Gutiérrezfebrero 03, 2014

    Hoy antes del café, y sin salir de la cama (mañana fría), he disfrutado de este relato que me ha dejado la miel en los labios... hasta el próximo que salga de la pluma de Mayte.

    ResponderEliminar
  7. Manuel Verafebrero 04, 2014

    Contrastes de la sociedad.Bonito relato.
    Un beso.

    ResponderEliminar