No se puede encontrar la paz evitando
la vida.
De la película “Las horas”, de
Stephen Daldry.
El
pronóstico del tiempo anunciaba la llegada de un frente frío por el norte del
país que barrería la península en las próximas cuarenta y ocho horas, y que
venía acompañado de fuertes lluvias y cotas de nieve por debajo de los 600
metros en algunos lugares. Tanto es así que la Dirección General de Protección
Civil y Emergencias alertaba a la población
para que, salvo una cuestión de máxima urgencia, permaneciera en sus casas
hasta que pasara el temporal. Todavía no eran las cinco de la mañana cuando la
radio despertador sonó en la habitación de Pablo, quien, tirándose
enseguida de la cama, encendió la luz del flexo
y se puso la chaqueta de lana gorda con cremallera. Le gustaba enterarse de lo
que pasaba en el mundo para opinar después con conocimiento en la tertulia de
la taberna. También aprovechaba el silencio que había hasta las señales
horarias de las siete para ordenar sus pensamientos o leer cosas pendientes,
una manera como otra cualquiera de hacer más llevadero el tránsito de la
madrugada, antes de que las paredes se hicieran
eco del ir y venir de los huéspedes con el ruido del mal humor en la suela de
los zapatos.
Le faltaba por escribir el último
capítulo de la novela que preparaba y cuyo argumento giraba en torno a la
historia de nueve personas que durante una semana al año se daban cita en un
hotel de lujo en la costa. Siete días de relajo, derroche, placer y
conversaciones superficiales respecto a los éxitos que a cada uno le habían
colocado en el ranking de lo más granado de la sociedad –o eso pensaban–. Gente
con economía desahogada y carácter frío. Calculadores,
materialistas, incapaces de dar rienda suelta a los sentimientos porque
pensaban que eso era una vulgaridad que les haría parecer seres débiles. Sin
embargo, Pablo estaba a punto de darle un vuelco diferente a la narración, y para ello contaba con la posibilidad de introducir
un personaje nuevo que aportara algo de calor, de ternura y de equilibrio a la
trama, pero hasta el momento no había dado con el hilo exacto del que tirar.
La zona de trabajo del escritor es
un territorio de cuadernos en edad escolar. Esa mañana, llevando un par de
ellos en la mano, mientras aguardaba en el bar de abajo a que sirvieran los
desayunos, vio que tomaba asiento, en otra de
las mesas reservadas para los huéspedes de la pensión, la mujer misteriosa que
llevaba tiempo sin venir y a la que llamaban entre ellos “la guadiana”, porque aparecía y desaparecía a menudo, como el río.
No sabían su nombre ni trataba con nadie. Apenas conocían cosas de ella: a qué
se dedicaba, de dónde era, o qué asuntos la traían por aquí de cuando en
cuando; solamente que siempre alquilaba la
misma habitación, la de la entrada, la más independiente, la que después, en su ausencia, permanecía
cerrada, como si todo lo que hubiera dentro le perteneciera. El escritor se la
queda mirando, analizando cada uno de sus movimientos, observando su manera de
vestir, la elegancia con la que toma notas en la libreta Moleskine que permanentemente consulta, el billetero de piel en
color burdeos que saca del bolso para pagar el poleo menta que no se acaba, o
la discreción con la que se va. Pablo no perdía de vista ni un solo detalle
porque sabía perfectamente que, sirviéndose de aquella mujer, estaba
encontrando la clave perfecta con la que dar el broche final a la novela.
Rápidamente, para no perder la idea, pidió al
camarero que le preparase lo suyo en vaso para llevar. Una vez en el cuarto,
conectó el ordenador y retomó la narración…
Los nueve subían de la sauna diaria
directos a la terraza privada, accediendo desde
las suites, donde les aguardaban algunos
reconstituyentes: frutas tropicales, tostadas de pan negro, lácteos bajos en
grasa, cereales integrales… Uno de los miembros, rompiendo
el pacto que hicieron desde el principio de no traer compañía, vino con su
hija: una guapa pelirroja de larga melena
rizada que acababa de llegar de un país en guerra. Estudió periodismo, y su padre era consejero delegado y accionista
mayoritario de un grupo de comunicación multimedia, pero ese mundo nunca fue tentador para ella porque prefería
resolverse la vida por su cuenta. Llevaba años jugándose la vida por tierras
peligrosas, trabajando para agencias, sufriendo incomprensibles vejaciones
propias y ajenas a manos de bárbaros, gente sin escrúpulos que no apreciaban la
vida lo más mínimo. Ha estado secuestrada, retenida en las dependencias de un
aeropuerto internacional, ha perdido a su compañero sentimental en un atentado
y recibió un tiro que la mantuvo convaleciente en la
cama de un hospital muy por debajo del mínimo de salubridad recomendable. Sus
colegas la consideraban acérrima defensora de los derechos humanos, de la lucha
por los más indefensos y desfavorecidos de la Tierra. En dos semanas viajaría a
una célebre ciudad europea a recoger un premio solidario, y lo haría como
acostumbra, en nombre del equipo que a veces la acompaña y de todos sus
compañeros que, repartidos por el mundo en
zonas de conflicto, se juegan la vida por el derecho de
informar y de ser informados.
Se sentía incómoda, fuera de lugar,
disgustada consigo misma por haber aceptado la invitación de su padre sabiendo
que no funcionaría. Le sudaban las palmas de las manos y tenía humedecidas las
sienes. Quería marcharse. Entonces, uno de los presentes preguntó por el trabajo que
realizaba y para quién. Así que se puso a
hablar de la realidad, esa que todos conocemos y que es tan complicada para
muchas personas desfavorecidas que hay repartidas por el planeta en
inferioridad de recursos. Miró de soslayo a su padre cuando éste, tajante, se puso de pie, suspiró aburrido, caminó unos pasos por
la amplia estancia y dijo: “Ya, lo entendemos; pero,
hija: ¿qué quieres?... Nosotros no podemos
hacer nada”…
Horas más tarde, cuando Pablo salió del dormitorio para bajar a
comer, se cruzó en la escalera con la mujer misteriosa de la habitación de la
entrada. Ni siquiera le miró. Iba muy deprisa, o muy ausente; no sabría muy
bien qué pensar. Entonces a la memoria del escritor vinieron los versos de una
canción de Chavela Vargas: Uno se
despide/insensiblemente de pequeñas cosas./Lo mismo que un árbol/que en tiempo
de otoño se queda sin hojas… Esa tarde pondría el punto final con sabor a
tequila.
Bonito contraste el de las dos mujeres con historias muy bien contadas en paralelo. Has vuelto a tocarme el corazón.
ResponderEliminarBonito relato. La vida misma.
ResponderEliminarMe imagino la pensión, y el bar de los desayunos, y el hotel de lujo de la costa... Me imagino la película. Bonito entrecruce de dos historias, con su mensaje. Y bien contado.
ResponderEliminarTranquilo y bello relato.
ResponderEliminarTienes una prosa estupenda. Dominas muy bien el arma más poderosa que existe: la palabra. Bravo por ti.
ResponderEliminarHoy antes del café, y sin salir de la cama (mañana fría), he disfrutado de este relato que me ha dejado la miel en los labios... hasta el próximo que salga de la pluma de Mayte.
ResponderEliminarContrastes de la sociedad.Bonito relato.
ResponderEliminarUn beso.