domingo, 27 de enero de 2013

Melodía a cuatro manos


La vida, a veces, se nos presenta como un solar desescombrado: un terreno vacío donde antes estuvieron los edificios que dieron sentido a nuestra existencia; hasta que, de repente, te levantas un día y lo que creías tener a tu alcance ha desaparecido. Entonces, compruebas que son pocos los remedios paliativos para los dolores del alma, que es difícil sujetar la ilusión cuando las ventanas no encajan y no nos hemos provisto de trapos que tapen los fríos. A veces, a las personas no nos quedan fuerzas más que para tirar la toalla, apagar las luces, desconectar los teléfonos, meter la cabeza bajo las sábanas, desaparecer por unos lustros, y dejar que el mar nos lleve a la deriva… Estas palabras las escribió Diego, en uno de sus cuadernos, poco antes de desaparecer para siempre.
            Pasadas las once, poco antes del mediodía, de cada domingo, Diego honraba con su presencia este humilde bar de carretera. Llegaba despacio, como solamente lo hacen las personas desocupadas, las que disfrutan, además del paisaje, de todo cuanto acontece alrededor, por pequeño que esto sea. Abría la puerta y pronunciaba siempre las mismas palabras, que yo repetía una a una para mis adentros: ¡Hace un frío de cojones, tú! Y, dejándose caer sobre el taburete, en la parte de la barra más soleada, tomaba asiento. Se quitaba los guantes, retiraba hacia atrás el gorro y la bufanda, y sacaba sus cosas de los bolsillos: un cuaderno pequeño de espiral, el móvil, y un billete de diez por la manía de pagar por adelantado. La personalidad que se gastaba de viejo solitario desprendía una enorme simpatía. No sabría cómo decirlo pero me proporcionaba paz y me inspiraba confianza, aunque delante de él yo me hiciera el interesante, acercándome a regañadientes a ponerle un vino, a riesgo de que cualquier día fuera un problema para ambos, ya que lo mezclaba con no sé cuántas pastillas. Mientras le servía, me guiñaba un ojo, como señal para que yo sacara, de debajo del mostrador, el plato que tenía con queso del bueno, del fuerte, ese que reservaba para los clientes de la casa. Cortaba unas cuñas bien servidas y, antes de darme opción a reaccionar, ya me tenía allí, delante de él, escuchando la historia de cada semana, que variaba tan solo con pequeños matices, entendidos como lapsus de memoria.
            Te voy a contar una cosa, Paquito. Y sacaba un pitillo con la intención de encenderlo, desafiando así a quienes lo prohíben.  Cuando yo me vi en la Plaza de toros de Las Ventas, en 1965, con la chavala que tenía entonces, y esperando a que The Beatles salieran al ruedo, con sus pelos largos y sus aires hippies, oye, que me sentí un tío importante y todo–. Así empezaba, pero ni yo me llamaba Paquito, ni probablemente en aquella ocasión estuviera él en el coso, porque tan pronto decía que eran los de Liverpool, como Sinatra en el Bernabéu…
            Muchos parroquianos opinaban que mi paciencia con él era  infinita. Pero no siempre se ajusta a la realidad el papel que les atribuimos a las personas, porque el que escucha hoy, y templa y da apoyo y consuela y ofrece confianza,  lo necesitará mañana. Este pensamiento me llevó a aquel famoso cuento tradicional (taoista) chino, que más o menos decía que un discípulo preguntó a un gran maestro y vidente cuál era la diferencia entre el cielo y el infierno. Y el vidente respondió: –Es muy pequeña y, sin embargo, de grandes consecuencias: –Vi un gran monte de arroz cocido y preparado como alimento. A su alrededor había muchos hombres hambrientos casi a punto de morir. No podían aproximarse al monte de arroz, pero tenían en sus manos largos palillos de dos y tres metros de longitud. Tanto es así que llegaban a coger el arroz, pero no conseguían llevarlo a la boca por la largueza de los palillos. De este modo, hambrientos y moribundos, juntos pero solitarios, permanecían padeciendo un hambre eterna delante de una abundancia inagotable. Eso era el infierno. –Vi otro gran monte de arroz cocido y preparado como alimento. Alrededor de él había muchos hombres hambrientos, pero llenos de vitalidad. No podían aproximarse al monte de arroz, pero tenían en sus manos largos palillos de dos o tres metros de longitud. Llegaban a coger el arroz, pero no conseguían llevarlo a la propia boca. Sin embargo, con sus largos palillos, se servían unos a otros, acallando así su hambre insaciable con un acto de solidaridad, de humanidad, gozando de las personas y de las cosas. Eso era el cielo.
            Volví a releer las palabras del principio escritas por Diego, así como el recuerdo cálido y presente de su constancia, siempre a mano, priorizando una de las cosas más importantes que tenemos: la solidaridad y el apoyo en las relaciones humanas, siempre ahí, sin cansarse de entregarle compañía al semejante, sin minorizar la complicada tarea, a veces, de comprender, por muy difícil o cuesta arriba que pareciera, el camino del otro. Y, tras estas reflexiones de buena mañana, con el firme propósito de mantener vivas todas y cada una de sus enseñanzas, mi espíritu respiró  hondo, y seguí sirviendo vinos y cafés con una serenidad y una esperanza nuevas.

7 comentarios:

  1. Un arranque de relato espectacular, demoledor. Ay, la vida, la vida. ¡Bien, Mayte, Bien! Como dice Maruja hoy en su maravillosa columna: Caminad, caminad...

    ResponderEliminar
  2. ¡Madre mía! Me he quedado sin palabras, salvo unas: ¡qué bien escribes!

    ResponderEliminar
  3. Miguel Ángelenero 27, 2013

    Por el conocimiento que tenemos, sé que algunas de tus historias están basadas en personas y situaciones reales. En otras no sé sabe si son imaginadas totalmente o tienen parte y parte. En cualquier caso, son literatura, y tocan una enorme variedad de aspectos de la vida, de las personas. Y estimulan el aprendizaje de todos, como, en este caso y entre otras cosas, con el fantástico cuento taoísta. Un abrazo.

    ResponderEliminar
  4. Precioso relato sobre la solidaridad, tan necesaria siempre y, en particular, en estos momentos tan difíciles para muchos.
    Un beso

    ResponderEliminar
  5. Manuel Veraenero 29, 2013

    ¡¡ Que bueno!!

    ResponderEliminar
  6. Esos remedios paliativos, se cuentasn con los dedos de una mano y sobra alguno. Pero ahi están.
    Besos
    Lourdes

    ResponderEliminar
  7. Un gran relato Mayte, con maraléja, que cerca está el cielo del infierno y que fácil o que difícil es comprenderlo, en cualquier caso me ha gustado mucho la historia .

    Un beso .

    ResponderEliminar