domingo, 27 de abril de 2025

La otra Florida

16.

Transcurridos quince años Koa y Amy Dayton cumplieron condena y salieron de prisión, nadie los esperaba fuera ni en ningún otro lugar. Así que, tomaron el único autobús que conectaba con la ciudad de Nueva York. Ocuparon ambos asientos clavando la mirada en el suelo para evitar así la de otros viajeros, colocaron sobre sus rodillas una simple bolsa de deportes en la que llevaban todas sus pertenencias: algo de ropa interior, poca de abrigo, el cepillo de dientes y un cuaderno en blanco donde tan solo iba anotada la fecha de entrada en la cárcel. Cuando llegaron a Harlem, fin del trayecto, apenas reconocieron el paisaje, el vecindario había cambiado y los edificios aparentaban siglos de abandono con ladrillos picados por el lanzamiento de piedras, de quienes solo matan el tiempo destruyendo. Mamá Regina tampoco era la misma, obligada a cerrar su negocio de venta ambulante de hot dog, por las continuas amenazas de las mafias callejeras, ahora malvivía con un mísero retiro y algún trapicheo de contrabando, pero en ningún momento perdió la particular hospitalidad que tanto la caracterizaba, por eso los recibió con los brazos abiertos y ofreció lo poco que le quedaba: un incómodo camastro donde descansar los huesos doloridos, un baño caliente, un vaso de leche con galletas, recortes de periódicos donde hablaban de las iniciativas que encabezaron de jóvenes y lo injusto que fue su detención, ante miles de personas, en la manifestación que encabezaron en Washington, en defensa de unos agricultores de color a los que les expropiaron las tierras de cultivo. Ellos pasaban las hojas, sin detenerse en la lectura, dejándolas apartadas en una esquina. Apenada de verlos tan abstraídos, delgados y deprimidos, apagó la luz y se echó a dormir con la esperanza de que, con paciencia y esfuerzo, volverían a ser los de antes.
          –Podéis estar aquí el tiempo que sea necesario, hace mucho que no viene nadie a quedarse y echo de menos tener compañía. ¡Con lo que ha sido esto, un no parar de gente, y ahora…! –dijo a la mañana siguiente mientras que la pareja escuchaba callada. Dos horas después, cuando mamá Regina regresó con algo de comida, encontró la casa vacía y una breve nota pegada en el refrigerador: “Hemos de seguir nuestro camino. Gracias por todo”, dejó las bolsas encima de la mesa, cogió la manta arrugada en la silla, se la echó por encima y se tumbó en el sillón, con su gata haciendo guardia sobre la alfombra. Entre sueños escuchó un maullido aterrador, sobresaltada, abrió los ojos y, proyectadas en la pared, vio sombras en movimiento.
          –¿Quién anda ahí? –preguntó incorporándose, bajó los pies y dio un brinco al rozar un bulto caliente, aun con latidos, encendieron la luz y encontró al felino asfixiado y varios hombres con pasamontañas y capucha.
          –¡Hola mamacita! –saludó un hombre corpulento con acento sudamericano.
          –¡No me hagáis daño! –suplicó la anciana mientras se orinaba de miedo.
          –¡Anda, vieja, no seas tonta! No has sido buena con nosotros y eso nos disgusta.
          –Necesito más tiempo, ha surgido un imprevisto y no he podido pagaros, no me lo toméis en cuenta, he fallado muy pocas veces, pero ésta ha sido imposible –dijo al borde del desmayo.
          –¡Ay, mi amor! ¿Tú te piensas que vivimos del aire y nos sobra la plata?, pues no, negrita. Además, tienes una semana para devolvernos el préstamo, eso sí, ahora con intereses por la demora. ¡Ah!, eso –señaló al felino– era un mal bicho.
          –Pero me quería –comentó con ternura.
          –Ya sabes, viejita, una semana o la próxima vez lo lamentarás todavía más. –Se fueron dando un portazo. Cogió una caja de zapatos vacía y puso el cuerpo de su mascota dentro, la ató con una cuerda y salió con ella bajo el brazo hacia la iglesia del vecindario donde se celebraba en ese momento una misa gospel, después la dejó en el mismo lugar donde lo encontró recién nacido, a punto de morir por hipotermia. Deambuló sin rumbo hasta el río Hudson, paseó la mirada por los rascacielos de la metrópoli memorizando cada silueta puntiaguda recortando el firmamento, entonces comprendió que para ella había finalizado la penúltima etapa de vida…
          Ernesto Acosta su enteró de la puesta en libertad de los activistas por una pequeña reseña en la prensa local y la instantánea robada en Harlem por un reportero gráfico que los siguió sin escrúpulos, captando la peor imagen, caminando abobados de un lado a otro de la calle. A pie de foto, la frase demoledora: “La rebeldía también se adoctrina”, saltaron chispas dentro del morenito ante la impotencia de ver cómo las cosas retrocedían en cuanto a defensa de los derechos sociales y el miedo de la gente a señalar a los culpables. Le invadió mucha tristeza y quizá se arrepintió de no haber compartido con ellos más iniciativas sociales. Pensó en el papel importantísimo que Koa y Amy desempeñarían actualmente tras la amenaza de Donald Trump de anexionar Groenlandia a Estados Unidos, la mayor isla del planeta, algo que ha despertado en los groenlandeses y groenlandesas –además de otras causas internas que también han influido–, el independentismo emergente en ese territorio autónomo del reino de Dinamarca. Ese lugar es muy goloso para la primera potencia del mundo por ser rico en minerales, gas y petróleo, asimismo en cuanto a pesca se refiere y las llamadas “tierras raras”, esenciales para la fabricación de vehículos eléctricos y turbinas de viento, fundamentales a la hora de contener el cambio climático.
          –Muchacho, que estás en la inopia y se me va a alborotar la clientela –dijo la cajera del supermercado adonde hizo la compra.
          –Perdón, enseguida me quito –dirigiéndose a dos personas que detrás suyo resoplaban impacientes, mientras que una tercera le llamaba.
          –¡Ernesto! ¡Ernesto! ¡Morenito!
          –Señor Hatlen, disculpe, estaba distraído. ¿Cómo le va? Hace mucho que no coincidimos –saludó así a un pescador que casi siempre andaba metido en líos políticos y a quien conoció en una de aquellas asambleas organizada por los Dayton.
          –Casi no vengo por Everglades City, me hago viejo y salgo poco de Chokoloskee –confesó el hombre de piel curtida en la mar.
          –¿Tampoco va por el muelle? –preguntó a la vez que le ayudaba a meter las bolsas pesadas en la camioneta.
          –Esas aguas ya no están hechas para mí. Han soltado a Koa y Amy –informó nostálgico.
          –Sí, lo sé. Lo vi en el periódico.
          –Ya, con una fotografía que no les hace justicia. Si éste me respondiese –se golpeó el pecho–, iría a buscarlos, pero el corazón ya me ha dado un par de sustos y mi esposa y los hijos me mantienen a raya –rieron con ganas.
          –¿Sigues teniendo Garber House o lo cerraste?
          –Un espacio abierto nunca tiene cerrojos. Ahora la situación ha empeorado con la nueva Administración Republicana y mis compatriotas no se atreven a venir y sufrir la injusticia de una deportación en caliente.
          –Me acordé de ti hace unos meses porque tuve que esconder a unos refugiados políticos en un lugar seguro, pero no quise comprometerte –Ernesto calló y cada uno retomó su camino.
          Gilberto aguardaba en el Aeropuerto Internacional de Miami al familiar de unos cubanos para entregarle el paquete que debía llevar a La Habana, junto al importe en dólares para él, por hacer de mula. De pie en la sala, con ese plante de bohemio que tan bien le definía como artista, estaba atento a quienes llegaban por si alguien llevaba un cartel con su nombre escrito, a la vez que pensaba en el helado que iba a comerse, manjar importantísimo para todos los latinos. Dentro de una hora almorzaría con el morenito y nueve después regresaría a Cuba, por tanto tendrían tiempo suficiente de conversar. Un hombre alto y corpulento se le acercó identificándose como el intermediario que realizaría el intercambio, pero Gilberto se quiso asegurar bien ya que algunos estafadores muy organizados se hacían de oro a costa de la buena voluntad de la gente para con el pueblo cubano. Sin embargo, esa vez era verdad y el canje se realizó en segundos. Cuando el morenito llegó su primo se guardaba la plata en el calcetín.
          –¿Quieres quedarte conmigo? –dijo Ernesto mientras le hincaba el diente a una hamburguesa gigante.
          –¡Ay, mijito! ¿Viste la película “Cadena Perpetua”?
          –En Chokoloskee no se va mucho al cine, somos de pescar y otros se distraen cazando, en las grandes ciudades no es igual, el ocio va más en el sentido del arte, pero recuerdo haberla visto por televisión.
          –Hay una escena en el patio de la cárcel donde están sentados fumando un cigarrillo Andy Dufresne (Tim Robbins) y Red (Morgan Freeman) con otros presos mientras leen la carta enviada por Brooks Hatlen (James Whitmore), al que acababan de darle la libertad condicional, en ella les cuenta que está asustado y sufre pesadillas de noche pensando en que alguien iba a meterle un pincho por la sien, así que, puede que cometa un atraco para volver al penal donde soy un tipo respetable, encargado de la antigua biblioteca. Finalizada la lectura, Red comenta que el viejo Brooks no resistiría mucho porque estaba, igual que él, “institucionalizado”. A la mañana siguiente le hallan en la habitación del motel ahorcado, en el certificado de defunción constaba: suicidio.
          –No entiendo –aunque en el fondo sospechaba el mensaje.
          –Pues que fuera de la patria yo también me sentiría indefenso y vulnerable. Las cosas materiales que mi profesión podría ofrecerme aquí no valen nada en comparación con la paz que siento en el Malecón cantando con mi guitarra. Para ti es difícil de comprender, supongo, saliste de allí siendo muy niño y has crecido en un ambiente totalmente distinto, pero para este caribeño que está delante de ti, es una bomba de oxígeno recorrer la calle Obispo, el callejón de Hamel, calle Mercaderes, Boulevard de San Rafael, el Barrio Chino, la Habana Vieja, la Avenida de las Américas y tantas otras contagiado por la felicidad de los compatriotas sintiéndose vivos. Puedo tener agujereados los bolsillos y los zapatos con remiendos en las suelas, pero siempre mantendré la alegría al alza; quizá venderé mi alma al diablo por un cuartico de arroz cuando me suenen las tripas, mas nunca traicionaré mis sentimientos, ni la escala de valores que he configurado con el paso de los años.
          –Aunque no lo creas algo parecido he sentido también, no obstante, soy incapaz de explicarlo tan bien como tú. Desde la adolescencia he ido perdiendo a todos mis seres queridos, reproduciéndose la terrible sensación de orfandad y vacío que a punto estuvo de volverme loco, por eso inicie el proyecto de Garber House, para darle razón de ser a mi existencia.
          –Los jóvenes de ahora no arriesgan el pellejo sobre palos de madera atravesando una lona, piden dinero a conocidos de aquí y de allá y sacan pasaje de avión hacia México o España, como primera opción, en tanto que Estados Unidos ha bajado entre las prioridades adonde emigrar.
          –El país sufre una pérdida acelerada de puestos de trabajo bastante significativa, todo por la mala gestión de los nuevos dirigentes. Los empleados públicos son los mayores afectados, Elon Musk lo dijo y desgraciadamente lo está cumpliendo. Chokoloskee, como tantos otros lugares pequeños del sur estadounidense, queda al margen, nos abastecemos nosotros mismos y las preocupaciones no trascienden más allá de cada uno. Dicen que somos un pueblo austero y rancio. ¡Vete tú a saber!
          –¿Cuál dirías que ha sido el viaje más complicado de organizar? –preguntó distraído.
          –El de la pareja de ancianos, sin duda, por lo delicado de la avanzada edad –respondió seguro.
          –No, el de Daura Estrada –confirmó Gilberto.
          –Es verdad, la profesora que publicó un artículo metiéndose con los Castro, denunciando las calamidades por las que pasaba la ciudadanía.
          –Exacto. Verás, mientras la tuvimos encondida un crío de corta edad vigilaba todo cuanto hacíamos. La semana anterior estaba cantando cerca del Capitolio y se me acercó un chico ya metido en años, yo no recordaba aquel episodio, pero él dio detalles muy concretos de los pasos que di con el tío Rodrigo. Me invitó a café en los portales del Hotel Inglaterra, frente al Parque Central. ¡Qué tonto soy, tú no lo conoces! Bueno, pues entonces me planteó…
          –¡Para un segundo! ¿No me digas que nos ha salido un servicio? –exclamó radiante.
          –Sí, aunque no por los canales habituales y con matices, mijito, con matices –puntualizó mirando el reloj y en el pasaje la hora del vuelo.
          –Te escucho.
          –El muy capullo ha recopilado información de toda nuestra actividad y sufro chantaje continuo.
          –Explícate –al morenito se le dispararon todas las alarmas.
          –Quiere que le traigamos. Le ofrecí la oportunidad de venir conmigo, de mula, pero lo rechazó para vivir la experiencia de cruzar el estrecho de Florida en balsa, aún a riesgo de perder la vida. En caso de no hacerlo, nos denunciará.
          –Bueno, entonces, ¿a qué esperamos? Pongamos en marcha el protocolo.
          –Ahora viene lo más enrevesado de las condiciones –dejó paso al silencio.
          –Oye, me estoy poniendo bastante nervioso. Dilo de una vez y hagamos lo que tengamos que hacer.
          –Has de ir tú –de repente las imágenes de sus familiares ahogándose treparon por las paredes de la memoria, gritos internos le arañaban el estómago succionando los jugos y revolviendo las bilis a las puertas de una batalla interna sin precedentes. A continuación, surgieron los gritos y otra vez la congoja: ¡Argelina! ¡Mami! ¡Jorge! ¡Ayuda! ¡Papi, ayúdame! ¡Ayúdame! ¿Dónde estáis? Y el agua roja por la sangre de las heridas de tiburón también volvió–. ¡Ernesto! ¿Qué te ocurre, chico? ¡Eh, chaval! –dio una palmada y el primo reaccionó.
          –No lo puedo hacer, mi barca no aguantaría.
          –Nada he dicho de barca. ¿No me escuchaste? –dijo Gilberto muy serio.
          –¿Entonces? –el morenito se agarró fuerte a los bordes de la silla con ambas manos para escucharle.
          –Vas en avión y vuelves con él navegando –cogió un sobre cerrado de la mochila y se lo entregó–. Ahí vienen las instrucciones, léelo despacio y me das respuesta.
          –Soy ciudadano americano y es muy arriesgado para mí pisar suelo cubano –Gilberto saboreó las últimas gotas del helado que chorreaba por el cucurucho de galleta, se puso la mochila al hombro y desapareció llevándose en el interior de la conciencia la respuesta que acababa de darle el morenito.
          Durante las 83,4 millas que separaban el Aeropuerto Internacional de Miami con Chokoloskee, Ernesto Acosta daba vueltas a la locura que acababa de aceptar a sus casi sesenta años y prácticamente sin opción a negarse. Esa noche no pudo conciliar el sueño, así que, se entretuvo mirando en Internet cartas náuticas, distintos tipos de edificaciones, biografías de gente importante y fotos de otros continentes, sus culturas, gastronomías, costumbres y, sobre todo, mezclas raciales. Sin embargo, el miedo a ser detenido sin bajar siquiera del avión hizo que volvieran con agresividad los síntomas de estómago peculiares en todos los miembros varones de su rama materna. Eran las 3:00 a.m. y ya se oían los motores de las barcas que salían a faenar, el morenito agudizó el oído y le invadió la nostalgia. Entonces, comenzó a seleccionar lo que iba a llevar para el viaje en la bolsa estanca: el reloj de Andrew, el permiso de conducir de Tracy, la fotografía de Mirta, su madre, que el tío Rodrigo le dejó en el asiento de la camioneta, publicidad electoral de Kamala Harris y su permiso de pesca, por si acaso. Pasaban los minutos con lentitud desesperante cuando comenzó a caer una lluvia muy fina salpicando los tejados, mientras que los reptiles trepadores limpiaban de insectos la madera de los árboles. En el garaje, entre la ropa guardada en cajas, buscó una guayabera de color blanco con pantalón a juego, comprado en un supermarket. Frente al espejo del armario de su dormitorio, estiró algunas arrugas de los bolsillos y la parte de los botones. Entornó los párpados y le vinieron a la memoria las palabras que a menudo decía un viejo pescador: por mucho traje que te pongas, siempre olerás a vísceras de peces muertos. Pero él no se vio mal del todo.
          –¿Qué quiere, Acosta?
          –Perdone el atrevimiento, señor –le dijo al jefe de EFC Everglades Fishing Company donde trabajaba los sábados por la mañana y en fechas señaladas de mucho turismo.
          –Dese prisa, me tengo que ir.
          –Un familiar ha enfermado gravemente y he de realizar un largo viaje, este mes no podré venir a trabajar ningún sábado y me preguntaba si fuera posible un adelanto de sueldo para financiar los gastos, obviamente recuperaría las horas cuando fuese necesario –el hombre le miró de arriba abajo y rechinó los dientes.
          –¡Quién te crees que somos nosotros! ¿City National Bank of Florida…?
          Cabizbajo, dio media vuelta y tomó el camino de regreso a casa acompañado de la potente voz del locutor de la radio local. La caída de la tarde, con sus tonos rojizos, asomaba por el horizonte soltando esponjosas capas de intimidad por la Bahía. Ernesto giró a la derecha y, antes de emprender el largo viaje, durante mucho rato, visitó la tumba de Tracy dejando que la lluvia le empapase. Alzó la vista, y un águila calva desplegó las alas y dio varias vueltas sobre él hasta desaparecer.

domingo, 13 de abril de 2025

La otra Florida

15.

Las primeras órdenes ejecutivas firmadas por Donald Trump cayeron como jarro de agua fría sobre las cabezas de muchos estadounidenses, barbaridades tales como la aplicación de la pena de muerte por encima de todo, máxime si el reo es negro, migrante, homeless o vive bajo el umbral de la pobreza, argumentando que el uso de la pena capital es una herramienta útil para disminuir el crimen, cuando ha quedado probado realmente que no es así. A su lista de despropósitos ha añadido también la peligrosa retirada de la Organización Mundial de la Salud, con lo que representa en cuanto a la prevención de enfermedades como el ébola, el VIH/sida, el cáncer, la malaria y tantas otras, alegando la mala gestión que, según él, tuvo la OMS durante la COVID-19. Salirse del Acuerdo de París y, por ende, decir adiós a la reducción de Gases invernadero a la que Estados Unidos se había comprometido, por no hablar de Restaurar la “verdad biológica” que reconoce solamente los géneros masculino y femenino, poniendo en riesgo los delitos de odio hacia la población LGBTIQ+DIVERSIDAD SEXUAL Y DE GÉNERO. En definitiva, un auténtico recorte de derechos y libertades retrocediendo a épocas bastante feas y un varapalo para todas aquellas personas de bien que sólo buscan no volver a caminar por el filo de la navaja.
          –Hola. Soy Ernesto Acosta y llamo por el asunto de sus suegros dijo por teléfono a una de las personas que fueron a buscarle a EFC Everglades Fishing Company.
          –En realdad es mi compadre el interesado, enseguida se pone.
          –Deme una buena noticia, brother, y diga que sí –rogó el hombre rebosando de alegría tras saludarle efusivamente.
          –Vayamos por partes, mi contacto en La Habana preferiría esperar al menos un par de meses hasta que se calmen las protestas callejeras y la policía esté más relajada, por lo que cuenta todo está un poco irritable y, al menor cambio, detienen a la gente, sin ton ni son.
          –Ya, comprendo, pero ellos no van a aguantar, estamos seguros, sienten que su tiempo se acaba por días. ¿Pueden hacer una excepción, por favor? –a pesar de la revolución que estallaba en las calles, el morenito ya tenía el visto bueno de Gilberto y Rodrigo, quienes estaban dispuestos a preparar la salida inmediata de la pareja de octogenarios, no obstante, quiso tantear para posponerlo, aunque fuese por un periodo breve.
          –Como le dije antes, sería más conveniente aguardar un poco, pero si ustedes así lo desean, lo haremos.
          –Si es cuestión de dinero, no se preocupen, pagaremos lo que pidan –rogó el yerno angustiado.
          –¿Conocen un restaurante prefabricado que está en el tramo de carretera que va de Everglades City a Naples? –preguntó Ernesto.
          –No, pero lo encontraremos –un atisbo de esperanza aparecía en la lejanía.
          –Entonces nos vemos allí en un par de días –concluyó la conversación.
          –Conforme –cortaron la comunicación.
          Contando con que la US-41N/Tamiami Trail E. tuviese mucho tráfico, salió con varias horas de antelación. Durante la larguísima recta encontró apenas media docena de vehículos que le pasaron a gran velocidad, entre ellos, camiones cisterna transportando agua a zonas del país que sufren fuertes sequías o cualquier otro tipo de combustible para descargar más allá de las fronteras, lo cierto es que aquellos monstruos sobre un escuadrón de ruedas daban un miedo espantoso. Quiso llegar primero y disfrutar de su soledad. El diner, ubicado en el viejo vagón de ferrocarril traído expresamente de Connecticut, continuaba poco iluminado. Casi todo estaba igual: la bofetada de aire caliente seguía dando la bienvenida a la clientela, igual a los olores desagradables que, al estar tan mezclados, resultaba imposible identificar, así como los ruidos producidos por algunos comensales al masticar, tal cual lo conservaba en su memoria. La vieja máquina de discos amenizaba con los diferentes gustos musicales que, una panda de moteros, seleccionaban a veces al tuntún. Echó un vistazo, comprobando que no se había confundido de sitio, y se percató de que faltaba el camarero de rasgos y acento latino, cuya edad rondaría los ochenta años.
          –¿Qué toma? –preguntó un gringo al otro lado de la barra, moviendo de un lado a otro de la boca un palillo de dientes de madera de bambú.
          –Una cerveza de la marca mexicana Corona –chascó la lengua y quiso continuar–. ¿Ya no está el hombre que trabajaba aquí?
          –No –dijo tajante.
          –Claro, era muy anciano –expresó melancólico.
          –Se oyó que lo encontraron muerto cerca de este lugar, al parecer de hipotermia. ¡A saber qué demonios es eso! –se retiró murmurando algo sin entenderle.
          –Perdón por el retraso señor Acosta, pero la carretera estaba infernal –dijeron los dos hombres a los que esperaba.
          –No tiene importancia –pidieron dos bebidas de cola y ocuparon una de las mesas.
          –Tenga los datos que nos pidió –desdoblaron una hoja de papel amarillo a rayas y escrita con caligrafía infantil.
          –Perfecto –dijo sin levantar la vista.
          –También hemos traído algo de dinero.
          –Saben que no es necesario, ya se lo dije –los miró a los ojos.
          –Quizá para mis suegros no, pero empléelo en Garber House, nos sentiremos muy honrados de contribuir con algo en esa gran obra, aunque sea poco –el morenito lo aceptó con disgusto.
          –A partir de este momento no sabrán el paradero que tendrán en Cuba, lo hacemos así por motivos de seguridad, tanto para ellos como para quienes van a ayudarlos a embarcar. En cuanto estén a salvo, y hayan pasado unos días, contactaré de nuevo con ustedes.
          Quiso saber algunos detalles del matrimonio, por ejemplo: a quiénes se dejaban en La Habana, cuántos hijos y nietos emigraron a Florida u otro Estado o país, qué les alejaba políticamente del régimen, si creyeron y participaron de la revolución cubana, encabezada por Fidel Castro y convertida después en la dictadura que aún hoy perdura, detalles menudos para entender por qué, a tan avanzada edad, les urgía salir de la isla. Una vez puesta en marcha la maquinaria, Rodrigo los llevó a una casa de confianza en la que permanecieron dos semanas y media, dándole tiempo a Gilberto de convencer a dos músicos, amigos suyos, para acompañarlos en la balsa y de paso cumplir sus sueños de tocar en una orquesta importante de Broadway. Aunque la travesía fue complicada, los ancianos se comportaron como auténticos campeones, expertos en navegación, y sin amedrentarse cuando la virulencia del mar zarandeó la rústica embarcación, sin embargo, aunque les salió bien, cometieron el grave error de amarrarse con la cuerda que sujetaba dos bidones de agua, ya que, en caso de volcar, se habrían ahogado inevitablemente, pero la suerte estuvo de su lado y salieron de aquel infierno unas millas más allá.
          –Suban, están a salvo, todo irá bien –dijo Ernesto tras presentarse–. Ahora iremos a mi casa y en breve estarán con su familia.
          –Gracias –dijeron con los ojos llenos de lágrimas y las manos entrelazadas.
          Garber House será, de momento, su hogar. Haremos una vida sencilla saliendo a pescar y disfrutando de los atardeceres al tiempo que contemplamos la Bahía de Chokoloskee –explicó mientras que la pareja entró en una especie de letargo, entonces él comprendió que debía guardar silencio y dejar que asimilasen todo lo acontecido.
          –¿Por qué hace esto? –preguntó el hombre una mañana a la hora del brunch.
          –Estamos en el mundo para ayudarnos, además, en mi caso concreto, es una manera de darle sentido a este maravilloso espacio –señaló todo el recinto de su propiedad.
          –Su tío Rodrigo nos habló mucho de usted –confesó la mujer– y de lo solidario que es.
          –¡Bah!, es un exagerado, no hagan caso. –Convivieron tres meses con el morenito porque así lo quisieron, disfrutando mutuamente de la compañía, aprendiendo a ser mejores, ejerciendo la empatía y lo de ponerse en la piel del otro. Por su parte, Ernesto, aprendió de ellos la sabiduría que dan los años. Un día, de repente, a la caída del Sol, sonó el celular y escuchó con atención la voz del otro lado, colgó, lo puso sobre la mesa y dejó pasar algunos minutos.
          –Mañana salimos temprano para Miami, su familia les espera…
          Durante el viaje de vuelta pensó en cómo murió el anciano que trabajaba en el diner. El abandono en Estados Unidos a los más vulnerables cuyo abanico oscila desde las personas mayores, a los menores más desfavorecidos, ha aumentado con la era Trump. Ernesto Acosta recordó un episodio que sucedió al poco de estar en Florida y la suerte que siempre ha tenido de cruzarse, por lo general, con buena gente. Los mellizos Garber se caracterizaban por ser muy reservados entre sí manteniendo historias paralelas que el otro desconocía o eso pensaban. Una vez al año Tracy desaparecía tres o cuatro jornadas seguidas sin decir a dónde iba, pero esa vez se llevó consigo al morenito. En el transcurso de diez horas de viaje, para un trayecto de 433 millas, por la I-75 N, desde Chokoloskee hasta Valdosta, en el condado de Lowndes, Georgia, no cruzaron palabra, acompañados solamente por las voces de la radio y la del encargado de la gasolinera donde pararon a repostar. Amurallada por árboles centenarios y rodeada de una gama de colores otoñales se encontraba la casa de construcción sencilla, en Cranford Ave. Ernesto no se atrevió a preguntar pero, conforme se adentraban en la ciudad, comprendió que visitarían a alguien. Es necesario recordar que, para enlazar la historia, cuando Tracy entierra a sus padres y permanece dos meses en alta mar, fue el periodo en el que compartió muchas noches de luna con Madison, una aventurera empeñada en alcanzar un sueño imposible: cruzar el Océano Pacífico de Norte a Sur, pero el azar tenía otros planes muy diferentes para ella. A finales de noviembre amaneció la mar algo revuelta, sin embargo, para Tracy había llegado el momento de volver con Andrew, se despidieron y Madison puso rumbo hacia un destino desconocido. Prometieron visitarse, una lo cumplió, la otra no pudo.
          –Pórtate bien, morenito –le dijo Tracy bajándose de la camioneta.
          –Descuida, lo haré. ¿Adónde vamos? –preguntó con esa inocencia innata de la adolescencia.
          –Enseguida lo verás, y de esto ni una palabra al gruñón de mi hermano.
          –Vale, no temas, a él también le guardo secretos –soltó una risa nerviosa.
          –¡Uy!, ya me olía yo algo –tocaron en la puerta y abrió una mujer menuda, de pelo largo, liso y rubio, con acento portugués, las hizo entrar hasta una sala muy amplia, despejada de muebles y bastante luminosa donde una mujer, semi tumbada en un sillón de hospital, apuraba las últimas horas antes de la cena y de la llegada de los invitados.
          –Hola, querida. ¿Cómo está la señora? –preguntó Tracy a la brasileña entrando deprisa.
          –Miss Garber, empieza a negarse a comer, a ver si usted la hace entrar en razón, dice que no puede tragar.
          –Lo intentaré, pero ya sabes lo testaruda que es. ¿Has consultado al médico? –apenas dejó responder a la otra.
          –Sí, pero dice que es normal y que la obligue.
          –Deja de mirar a la chica, morenito, que se te van a saltar los ojos –expresó Tracy casi regañándole. Los tres se colocaron delante de la mujer que no podía siquiera girar la cabeza–. ¿Cómo vas? ¿Mejor? –ella asintió esbozando una leve sonrisa.
          –Me llamo Ernesto y soy pescador. Ayudo a Andrew con la barca –el muchacho hizo así su carta de presentación, pero comprendió que había un problema y temió haber metido la pata.
          –Telma, llévalo a la cocina y dale algo de comer, por favor.
          –Claro, ahora mismo –desaparecieron por una de las puertas.
          –¿Qué le pasa? ¿Por qué no habla? –quiso saber.
          –¿Te gusta el pastel de carne? –evitó responder.
          –Probemos, me lo suelo comer todo.
          –¿Está bueno? ¿Quieres más? –el chico aceptó.
          Madison sufrió un ictus trombótico en alta mar y fue rescatada tres semanas después por unos marineros que faenaban en dichas aguas, cuando la bajaron de la ambulancia en el muelle del Griner Medical Group, en Valdosta, uno de los trombos se había escondido en una zona del cerebro de difícil acceso y localización causando un daño irreversible que la paralizó todo el lado derecho del cuerpo. Las secuelas de la respiración asistida, además de disfagia, desencadenó el gravísimo problema de dificultad a la hora de expresarse, lo cual fue encerrándola, poco a poco, dentro de sí misma. Una enfermera del turno de noche que la había cogido mucho cariño, la presentó a su amiga Telma, una brasileña de fuertes sentimientos, amante de los gatos, de cualquier disciplina de relajación y con gran capacidad para comprender y aceptar las carencias y debilidades del otro, viéndolo siempre desde distintos puntos de vista. El día que Madison regresó del largo ingreso en el hospital, prácticamente arruina y con una perspectiva de vida a muy corto plazo, Tracy fue con ellas.
          –Estoy segura de que les irá bien –dijo la enfermera mientras la colocaban en el sillón del que casi ya no se movió.
          –Haré lo posible para que así sea –aseguró Telma. Madison pidió que la dejasen sola con Tracy, así que las otras dos empezaron a ordenar el material sanitario.
          –¿Qué ocurre, amiga? –la cogió la mano izquierda entre las suyas, previo a haberle limpiado una lágrima que le caía por la mejilla.
          –Parece una buena chica –articuló entrecortando las palabras.
          –Seguro, y va a cuidar de ti muy bien, ya lo verás. Vendré todos los meses a supervisar y traer alimentos –la tristeza de Madison era desgarradora, así como su impotencia y la desmotivación para seguir viviendo, sin embargo, algo muy potente la empujaba a continuar, pese a no tener perspectiva de horizonte donde mirar.
          –Hemos acabado de colocar las cosas en la habitación, compruebe a ver si falta algo que crea necesario –dijo la enfermera, entre tanto, la brasileña, se acercó adonde estaba la mujer y le limpió un hilo de saliva que caía desde su boca.
          Después de morir Tracy, Ernesto las visitó un par de veces para llevarles comida, artículos de aseo y de farmacia, pero notó que a Madison la incomodaba su presencia. El último día se entretuvo en reparar la bisagra superior de la hoja de una ventana descolgada, cogió la caja de la camioneta y, de paso, revisó otras cosas que estaban deterioradas. Se despidió dejando algunos dólares sobre la mesa y se fue sabiendo que no volvería nunca más. Cuando Telma se hizo cargo de los cuidados de Madison hasta que murió, venía de vivir una infancia, adolescencia y juventud austera, reprimida y complicada, su severo padre anuló completamente su personalidad, creándola una serie de complejos y desconfianza en sí misma que la empujó siempre a tener un bajísimo nivel de autoestima. El amor a los gatos, las prácticas de relajación y todas sus disciplinas y el respeto a la naturaleza hicieron que, poco a poco, paso a paso, empezase a descubrir facetas suyas desconocidas hasta entonces. Al quedarse otra vez sola sacó un pasaje solo de ida a su patria, donde se retiró a meditar a la selva amazónica brasileña.
          El 27 de febrero de 2025 llegó un avión al Aeropuerto Internacional José Martí de La Habana cargado con 104 deportados de Estados Unidos. Ernesto Acosta pensó en todas aquellas personas a las que junto a su tío y primo Rodrigo y Gilberto Núñez ayudaron a salir de Cuba, y también en él mismo y en la suerte que tuvo de que la balsa en la podría haber naufragado, se topase con la barca de los Garber, a pesar de arrastrar siempre consigo la tragedia de haber visto ahogarse a los suyos. A la caída de la tarde, cuando la intensidad de la luz es ya muy baja, el morenito se sentó con las piernas cruzadas frente a la Bahía de Chokoloskee, sacó de la bolsa estanca varios objetos que atesoraba y los acarició uno a uno, contextualizando cada recuerdo en el lugar y en la fecha exacta, como quien encaja las piezas de un puzzle que está a punto de completar y respira hondo. Entonces, pasó la yema de los dedos por encima del tatuaje de la luna llena con el nombre de su madre: Mirta, en el centro, pensó en Rodrigo, devorado por el Alzheimer que, si algo tuvo de bueno, fue que no se enteró de la muerte de su hija Elsa. Y también en Gilberto, que sigue cantando con su guitarra por las calles de La Habana, para poder comprar un cuartico de arroz. Rodeado de absoluto silencio, con el corazón rebosando de gratitud y el estómago digiriendo los peces recién pescados, concluyó que era un tipo un afortunado.