domingo, 2 de febrero de 2025

La otra Florida

10.

“¿Dónde habré metido las pastillas?, juraría que las puse dentro de este cajón”, dijo, hablando en voz baja. Desde hacía un tiempo, más o menos corto, a Ernesto Acosta, el morenito, se le habían intensificado los mismos síntomas de estómago, nada graves, que padecían todos los varones de la rama materna. Fueron Andrew y Tracy quienes al poco de acogerle viendo que el muchacho a veces se quejaba le llevaron al médico y, desde entonces, en cuanto se manifestaban las molestias durante más de dos días seguidos, como le ocurría últimamente, recurría a la salvación de esas píldoras carísimas que él administra con cuentagotas. Pero sin poder dormir, desde hacía dos noches, y vomitando lo poco que comía, no aguantó más y, desordenando los rincones de la casa, por fin dio con ellas. Llenó hasta el borde un vaso con agua, lo bebió a sorbos muy cortos y, cuando estaba por la mitad, tragó la medicina y se tumbó en la cama relajado. Dos horas y cuarto después estaba listo para salir a pescar, sin embargo, la llegada del Servicio Postal de Everglades City, con matasellos de Nueva York retrasó la salida. Con Koa y Amy Dayton en prisión había perdido la esperanza de poner en marcha sus planes, no obstante, sus fieles amigos, antes de ser detenidos, ya lo habían dejado todo en manos de mamá Regina quien conocía a alguien en La Habana dispuesto a tratar con él, sin vinculación alguna con mafias que, a cambio de ingentes cantidades de dinero, no tenían escrúpulos en traficar con seres humanos. Era un periodista sin trabajo por ser crítico con el régimen. En la carta, además del nombre y dirección del contacto, la mujer le pedía perdón por no ocuparse ella personalmente del asunto, ya que desde la última redada se dedicaba solamente a vender los hot dog en su puesto ambulante por las calles de Harlem. Cuando terminó de leer se quedó pensativo, no quería problemas políticos, así que, actuaría por su cuenta. Recordó que en la bolsa estanca había un pequeño papel con la dirección del hermano más joven de mamá y también rememoró las palabras del abuelo antes de despedirlos: “en cuanto estéis instalados, llevaos a este, tiene muchos pájaros en la cabeza y en Puerto Escondido no hay futuro”. A la mañana siguiente, lo que para otra persona la pérdida de empleo seguro era una mala noticia, a él le abrió el escenario idóneo para empezar a cumplir su sueño.
          –Ernesto, ve al despacho del jefe –indicó uno de los compañeros.
          –¿Qué ocurre? –preguntó mientras terminaba de clasificar el pedido recién llegado.
          –No sé, tú sabrás –pasó a la trastienda y llamó con los nudillos en el borde de la puerta.
          –Con permiso. ¿Quería verme? –dijo al hombre que levantaba la vista de los papeles recibiéndole con una amplia sonrisa.
          –Siéntese –con la timidez que aporta la torpeza de los nervios, no encontraba la postura en la silla.
          –¿Hay algún problema? –preguntó impaciente por conocer.
          –Corren tiempos difíciles señor Acosta y, aunque en EFC Everglades Fishing Company estamos contentos con su labor, nos vemos obligados a prescindir de sus servicios, pero no completamente.
          –No comprendo.
          –Le proponemos trabajar con nosotros aquellos días del mes cuando la venta es mayor.
          –¿Se refiere al sábado?
          –Y algunos más, ya sabe que si vienen grupos empiezan a apretar el viernes por la tarde.
          –Entiendo, pero de esa manera no cubro gastos –hizo un cálculo mental de lo que iban a encoger sus ingresos, sin embargo, dispondría de más tiempo para sus cosas.
          –Bueno, y también cuando sea temporada alta –el dueño observó que estaba muy pensativo, pero le presionó para responder–. Entonces, ¿estamos de acuerdo?
          –Sí, claro –corto en palabras, recogió su gorra, salió de la oficina y retomó la tarea que había dejado a medias.
          Al cabo de los años, habiéndoles dado a todos por náufragos, a Rodrigo Núñez le hicieron llegar una carta recibida en la casa familiar con remite de Florida, de su sobrino Ernesto, en la que hablaba de las personas que le salvaron la vida, de cómo había prosperado con honestidad y cosas muy sencillas, pero, sobre todo, daba cuenta detallada de la locura en la que iba a embarcarse y definía como un suflé de esperanza para los compatriotas a los que se veía en la necesidad de ayudar, por lo que precisaba de su colaboración. “Querido tío. Me dirijo a ti por ser el más joven. Te extrañará saber de mí después de tanto tiempo callado, lo entiendo, créeme si te digo que hasta ahora no he tenido fuerzas para dar este paso, bien es cierto que no podría argumentar razón alguna y convincente que justifique mi silencio, espero que puedas perdonarme y acogerme entre tus brazos. No sé si la vida tiene para cada ser humano un número limitado de oportunidades, ya he gastado unas cuantas e intuyo que me quedan muchas más. Pensarás que estoy chiflado, he vendido la barca de Andrew y Tracy, estaba muy vieja y no reunía las condiciones necesarias para transportar a más de tres viajeros. Con ese dinero y otro poco que tenía ahorrado he adquirido otra más grande con la que emprenderé la aventura que voy a contarte. Soy consciente de haber incumplido la promesa que mis padres le hicieron al abuelo de traerte a Estados Unidos, comprenderé que guardes hacia mí algún rencor, incluso que no respondas a esta carta, pero es hora de resarcir la cobardía y ausencia por mi parte. Garber House quiero que sea un sitio de tránsito donde cubanas y cubanos se sientan a salvo, yo mismo los trasladaré antes de que lleguen a Cayo Hueso o los intercepte la Guardia Costera. No voy a engañarte, se corren ciertos peligros, no puedo llevar a más de cinco personas en cada traslado y he de espaciarlos. Bueno, mi querido tío, piénsalo. Recibe un abrazo muy fuerte de tu sobrino, el morenito, como todos me llaman por aquí, en Chokoloskee”.
          A esas horas el aeropuerto de Miami era un coladero de gente, el vuelo procedente de la Habana aterrizaría en breves minutos, en él viajaba Rodrigo Núñez, quien prefirió responder a la carta del muchacho presencialmente. Faltaba un mes y cinco días para los atentados del 11 de septiembre. Ernesto aguardaba nervioso en la sala haciéndose miles de preguntas: ¿Se reconocerían? ¿Vendría con una mochila cargada de reproches? ¿Cuántos miembros de la familia habrían muerto? ¿Supieron del naufragio? ¿Dieron nombres? ¿Reclamarían los cuerpos en caso de haber aparecido? Demasiadas incógnitas… Agentes del FBI, armados hasta los dientes, custodiaban a un hombre corpulento con grilletes en los pies y uniforme naranja correspondiente al corredor de la muerte. En décimas de segundo cundió el pánico ya que el preso se violentó tratando de soltarse de los guardianes, quienes le tumbaron en el suelo, apretaron más las cadenas y le colocaron los brazos esposados en la espalda. Por una de las puertas de entrada pasó un joven llevando un ramo de flores, buscaba con la mirada a su destinataria o destinatario; también le llamó la atención la impaciencia de los niños que desde tan temprano tenían tremenda energía para alborotar y consumir la paciencia de los adultos que, fatigados, peleaban con ellos para que mantuvieran la calma. Se giró y…
          –¿Rodrigo?
          –¿Ernesto? –fundirse en un abrazo y entrelazar todos los puentes del ADN bajo una lluvia de lágrimas, es decir poco, máxime cuando se agrieta el suelo de la emoción a punto de hacerles caer. Los dos, tío y sobrino, representantes de ambas generaciones a las que en ningún momento se les transmitió sentimiento alguno de odio, dieron paso al lenguaje caluroso de los dedos que acarician–. ¿Cómo estás, mijito? Nos tenías muy preocupados, te buscamos durante años hasta que desistimos, a pesar de que la abuela siempre creyó que estabas vivo.
          –Perdonadme, tenía que haber dado este paso mucho antes.
          –Las cosas se hacen cuando uno está completamente seguro, no tienes que lamentarte, quizá en otro momento no podría haber venido –dijo Rodrigo consciente de que mantenía el suspense tal y como veía en la cara del muchacho.
          –Cuéntame cosas de allí. ¿Cómo andan todos por allá?
          –La situación es muy difícil y va a empeorar –conversaban en la camioneta camino de Chokoloskee–, el pueblo lo pasa mal y parece no importarle a nadie, de repente la población ha envejecido demasiado, los jóvenes se marchan, como hicisteis vosotros, y quedan las abuelas o las madres y padres que por edad ya no viajan.
          –Entiendo. ¿Y la familia? –agarró fuerte el volante para encajar las buenas y las malas noticias.
          –El abuelo Eliseo murió tras una larga enfermedad y la abuela Mirta –no pasó por alto que el chico llevaba tatuado ese nombre– es una viejita tierna, pero con alzhéimer; con los Acosta no tenemos trato, nos culpan de haberos embarcado en la aventura aquella.
          –¿Supisteis del naufragio? –preguntó temblándole la voz.
          –Sí, aunque no sé bien cómo se enteró el hermano mayor de tu papá.
          –Decían que gozaba de buenos contactos en las altas esferas, de hecho, era uno de los asesores del comandante, nosotros nunca le tuvimos estima, era borde, muy seco y a mamá le faltó más de una vez al respeto. Total, todo un personaje.
          –Una mañana se presentó en casa –Rodrigo siguió contando– y nos dijo que habíais muerto por aspirar a lo que nunca tendríais. Entonces, sobreponiéndose al golpe recién recibido, el abuelo le invitó a marcharse, nunca más volvió. Ahí comenzó para nosotros una búsqueda a ciegas, un conocido periodista nos puso en el camino, había una especie de censo de desaparecidos, pero ninguno de vosotros figurabais en la lista; supimos también de gente que a través de otros mecanismos encontraban personas, sin embargo, no nos atrevimos, ahora me arrepiento porque te habríamos llevado de vuelta con nosotros.
          –Fue horrible –articuló el morenito antes de guardar silencio arropados por el paisaje. El último tramo del trayecto por Smallwood Dr. que conecta Everglades City con Chokoloskee se le hizo interminable. Pendiente de la carretera para no tener un accidente con los cocodrilos que campaban a sus anchar, no prestó atención a los comentarios que iba haciendo el otro, teniéndolo que repetir varias veces.
          –Nunca imaginé un lugar tan bello como este, el concepto que tenemos en Cuba es de que todos vivís en Miami.
          –Por lo general, así es, lo mío, digamos que ha sido un caso excepcional –la casa estaba ordenada. Cuando murió Tracy se deshizo de muchos muebles que llevó al garaje y luego vendió, le gustaban los espacios despejados, solo lo necesario para el día a día. La pieza principal era un amplio salón de cuya pared más ancha colgaba una fotografía de Andrew sosteniendo en sus manos el sábalo más gigante nunca visto en los Everglades–.  Tengo una botella de ron, no es el auténtico, claro, pero no está mal. ¿Te apetece un trago? –el tío aceptó encantado. Contemplando la bahía, el morenito, narró cómo había llegado hasta ahí, las dificultades para mantenerse a flote y no naufragar, las escenas que no borraba de la memoria mientras la gente se ahogaban, las noches de insomnio, aún ahora, recreándolas; la casualidad de cruzarse en el camino de los mellizos Garber y la mala suerte de que ambos murieran tan pronto, la pena de volverse a quedar solo y reflotar, una vez más, desde el dolor–. De no haber sido por la generosidad de Andrew y Tracy, por la constancia hasta conseguir que me aplicasen la Ley de Ajuste Cubano y después haberme dejado este hogar y demás pertenencias, hoy no estaría aquí. A mis padres les debo la vida, desgraciadamente nada más, a ellos: todo lo que soy y lo que tengo.
          Recuerda aquel 11 de septiembre como si fuera ahora mismo, y la conversación que mantuvieron tío y sobrino abandonándola rápidamente por los acontecimientos, así como la idea de salir a navegar para inspeccionar el lugar exacto donde recogerían a los compatriotas. Rodrigo Núñez y él, atónitos, miraban el televisor sin dar crédito a las imágenes emitidas del primer avión que, a las 8:46 a.m. chocó contra la Torre Norte del World Trade Center, en el Bajo Manhattan, el segundo lo hizo a las 9:03 a.m. partiendo por la mitad la Torre Sur; a las 9:37 a.m. el tercero impactó contra el Pentágono, y el cuarto, el vuelo 93 con dirección a Washington, cuyo objetivo era el Capitolio, tras una jugada heroica de los pasajeros haciéndose con el control, lo desviaron hacia Pensilvania, donde se estrelló en un campo de Shanksville. La columna de humo esparcida por el horizonte le salpicó de puntos negros, diminutos, despedazados, como si fuesen motas que irrumpen dentro de los remolinos de viento y no eran otra cosa más que los cuerpos de la gente cayendo por los huecos de las ventanas, buscando quizá, a la desesperada, una lona invisible que extendida abajo les salvara la vida. La ciudad, tambaleándose sobre una alfombra de ceniza y restos humanos, estaba paralizada salvo por policías, bomberos, sanitarios, autoridades y personas que, localizando a los suyos sin éxito, deambulaban por una metrópoli fantasma hacia la zona cero, vulnerada por el mayor ataque terrorista perpetrado en USA y reivindicado por Al Qaeda.
          –¿Qué crees que pasará ahora? –preguntó Rodrigo.
          No lo sé, puede que haya una respuesta inmediata o que comience una guerra impredecible –respondió absolutamente afectado. Tenía que localizar como fuese a mamá Regina y asegurarse de que estaba bien, pero las comunicaciones telefónicas con Nueva York eran un caos, lo intentó varias veces, pero nada, imposible.
          –¿Conoces a alguien que podría estar allí? –quiso interesarse antes el nerviosismo del sobrino.
          –Quizá –entonces le contó la historia de la mujer.
          –En otras palabras, que gracias a ella te decidiste a escribirme –el morenito sonrió por primera vez. Pasadas muchas horas, el Presidente George W. Bush se dirigió a la nación desde el despacho Oval, transmitió dolor y a la vez constató que esa masacre no iba a quedar impune. Y no quedó, ya que, tras los ataques del 11-S, Estados Unidos invadió Afganistán iniciando la llamada Operación Libertad Duradera avalada también por Naciones Unidas y después por la OTAN.
          –¿Qué haremos entonces con respecto a tu idea? –el tiempo que llevaban juntos fue suficiente para ajustar los detalles y marcar el punto de partida a su iniciativa altruista.
          –Seguir adelante. Mañana saldremos a las 3:00 a.m. rumbo a Cayo Hueso, después coordinaremos con quien tu decidas, de esa manera daremos luz verde a la experiencia piloto.
          –No es necesario buscar a nadie, regreso a Cuba, yo mismo seré tu enlace.
          –Pensé que te quedarías –manifestó algo decepcionado.
          –No puedo, se me acaba el visado temporal que conseguí, tal vez algún día vuelva, pero de momento hay demasiadas cosas que me atan a la isla, aunque no temas mijito, no te vas a librar de mí tan fácilmente.
          –Será mejor irnos a dormir, nos espera un día largo.
          –¿Cómo lo haremos? –preguntó Rodrigo.
          –Teniendo en cuenta que la mar está calmada, a pesar de que la embarcación es pequeña, podremos ir en línea recta las 90 millas aproximadas que nos separan, emplearemos unas 8 horas, así pareceremos pescadores y no nos confundirán con contrabandistas.
          –Igual me mareo, casi espero aquí –en realidad tenía miedo de ser interceptado y devuelto por las bravas sin poderse explicar.
          –Confía en mí, no nos pasará nada.
          Las horas pasaban lentas, ninguno de los dos concilió el sueño. Ernesto había navegado en mar abierto un par de veces y fue con Andrew, así que se enfrentaba a otro reto: ¿Sería capaz de pilotar el barco sin pensar en el naufragio vivido? ¿Tendría entereza para no dejarse llevar por las pesadillas? Pronto lo vería, además, de él dependía, mejor dicho, del viaje que a punto iban a emprender, que Garber House, ese espacio para migrantes cubanos en su propia casa, funcionase. ¡Y vaya si funcionó! Cuando amaneció, y el sol inyectaba sus rayos sobre la piel de ambos hombres, el azul intenso del Golfo de México buscando la solemnidad del Océano Atlántico les dio la bienvenida.
          –¿Sabes que corre la leyenda de que si el día está muy despejado desde Cayo Hueso se ve Cuba? –dijo Rodrigo Núñez.
          –Sí, también lo he escuchado. Una vez se comentó en la tienda de pesca donde trabajo a veces y alguien muy entendido dijo que era imposible, ya que al ser la Tierra redonda, se curva, y la isla queda por debajo del horizonte –aclaró el morenito.
          –Pues eso, rumores urbanos…