domingo, 22 de diciembre de 2024

La otra Florida

8.

Cuando Ernesto Acosta, el morenito, salió de la ducha, tuvo la sensación de haber permanecido bajo el agua una eternidad, habitando una realidad diferente a la conocida hasta entonces. La casa parecía el día después de un tornado, estaba hecha un desastre, así que, no tuvo por más que llenar bolsas grandes con desperdicios, envases vacíos y las hojas caídas de los árboles cercanos. Afuera, las metió en los cubos de basura listos para la recogida que efectuaba el camión dos veces por semana. La mayoría de las cosas estaban tal y como las dejó la policía, especialmente en el dormitorio de Tracy, al que todavía no se había atrevido a entrar, pero tenía que pasar esa prueba y cuanto antes lo hiciera, mejor. Agarró con fuerza el picaporte, lo mantuvo así unos segundos, notando el frío del material en la piel, empujó un poco y, a punto de retroceder, chirriaron las bisagras de la puerta, similar al maullido de los gatos. Ya no había marcha atrás. Aunque olía a cerrado perduraba un cierto aroma a orquídeas, la flor preferida de ella. Entornó los ojos para enfocar la vista atravesando la cortina de polvo como si salvaguardara las escasas pertenencias acumuladas a lo largo de toda una vida. Abrió la ventana y se coló dentro la luz de un día despejado de nubes, pasó los dedos de la mano izquierda por encima del candado que cerraba el viejo baúl donde, según Tracy, guardaba recuerdos sin importancia y pensó que, llegado el momento, lo abriría más adelante. Acarició las pocas prendas de vestir colgadas en el armario y colocó la colcha de la cama. En uno de los cajones encontró antiguas fotografías y resguardos de comprar realizadas con mucha anterioridad. Empezaba a ganarle terreno la parte emocional, así que, recordó lo que hicieron cuando Andrew murió y supo que tenía que repetirlo. En cajas de cartón fue guardándolo todo y las selló con cinta adhesiva; escribió el contenido de cada una en la tapa correspondiente para saber lo que había: adornos, ropa en general, objetos personales, utensilios de pesca… Ahí se detuvo, cogió las herramientas artesanales con mucha delicadeza: el calibrador que determina el tamaño de la malla y la lanzadera con su hilo de nailon o cuerda fina con que se teje la red e introdujo el material en un estuche vacío, de los que ella coleccionaba no se sabía muy bien para qué. Haciendo varios viajes lo llevó todo al garaje, lo puso junto a las cosas de Andrew y se quedó un buen rato pensativo. Entonces recordó las palabras del agente de policía cuando dijo que Tracy había sido muy generosa quitándose de en medio y tenía razón. En aquella época –actualmente aún cuesta hablarlo con claridad–, tomar la decisión de terminar con la vida y no por problemas mentales, sino para no quedarse como un vegetal, era tabú. En Estados Unidos la eutanasia es ilegal, pero desde hace algunos años, diez estados y el Distrito de Columbia si contemplan el suicidio asistido. Sonó el teléfono y fue deprisa hasta el supletorio de la cocina desde donde contestó.
          –¿Ernesto Acosta? –preguntó una voz fina, casi de adolescente.
          –Sí, soy yo.
          –Tiene una entrevista de trabajo con nosotros en EFC Everglades Fishing CO, mañana a las 8:00 a.m.
          –Allí estaré sin falta. –A partir de esa primera toma de contacto empezó a trabajar en la tienda de pesca. Han pasado bastantes años desde entonces y ahora solo va unas horas en semana, el resto del tiempo lo dedica a navegar, contemplar el horizonte del que siempre saca una lectura diferente, recordar para no olvidar y colaborar en aquello que se convirtió en el motor de su vida. A seis días de la llegada de Santa Claus, una pareja entró a comprar anzuelos, chalecos salvavidas, bengalas e impermeables.
          –Hola. ¿Cuál es la mejor caña que tienen? –le pregunto al morenito.
          –Esta de aquí –afirmó mientras se pellizcaba la barbilla pensativo porque sus caras le sonaban muchísimo, pero no conseguía ubicarles. Pagaron y dejaron sobre el mostrador un folleto de propaganda que decía: Charla-Coloquio a cargo de Koa y Amy Dayton, en el polideportivo náutico de la ciudad, el 20 de diciembre de 1982, a las 5:00 p.m. “Razones que empujan a una persona a quedarse o abandonar el país de origen”. ¡Claro!, dijo para sí, es el mismo papel que cogió él en la oficina de correos.
          Koa y Amy Dayton, él de origen hawaiano, ella neoyorquina, recorrían pueblos, aldeas, condados, ciudades, distritos, barrios, por remotos que fueran con tal de brindar apoyo a cualquier causa que considerasen justa. El 11 de mayo de 1975, siendo muy jóvenes, se conocieron en Central Park celebrando el fin de la Guerra de Vietnam, entre una multitud incalculable de personas convocadas por los movimientos estudiantiles, del espectáculo, intelectuales de prestigio, científicos, abogados y maestros comprometidos con sus alumnos para consolidar un mundo más habitable. Posteriormente se han manifestado contra el racismo, la xenofobia, la discriminación de la mujer en la sociedad o los abusos a menores, por destacar algunos; y a favor del aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo, la legalización de la marihuana y el amor libre. Apoyaron el movimiento de los indignados en 2011 y, un año antes, a los damnificados en el terremoto de Haití. Estos locos activistas, como les llaman los amigos más cercanos acérrimos defensores de los Derechos Humanos a ultranza, disfrutaban de la pesca siempre que podían. Con la llegada de Barack Obama a la presidencia empezaron a interesarse por los cubanos que pisaban suelo americano sin ser interceptados. También protestaron en más de una ocasión, con otras personalidades, en el muro fronterizo con México, una valla de acero cruel que impide la entrada de refugiados por sitio seguro, teniéndolo que hacer por los desiertos o río Bravo, con sus corrientes tan rápidas, arriesgando la vida y exponiéndose también a los coyotes –mafia que les ayudan a cambio de cantidades ingentes de dinero–, que deciden quien cruza y quien no, aprovechándose de la vulnerabilidad de la gente que huye de las maras –organizaciones criminales que se financian a través de la extorsión, el secuestro y el narcotráfico– en sus países de origen.
          –Compañeros –megáfono en mano decían en una asentada–, no podemos consentir que peligre la libertad y la democracia, ni que haya niños y niñas viviendo por debajo del umbral de la pobreza, que se mate a los negros sacando a pasear a los perros de la intolerancia. No podemos tolerar tanta injusticia repartida en porciones individuales, tocándole siempre a los mismos, es hora de reflexionar y preguntarnos: ¿qué demonios estamos haciendo mal? –a continuación, los asistentes acompañaban a Joan Baez entonando el “No, nos moverán”.
          Como tantas otras veces la convocatoria había sido un auténtico fracaso, apenas una docena de personas compuesta por afroamericanos, latinos y un asiático estaban en el polideportivo como público asistente, claro reflejo de una sociedad que se mira el ombligo y a la que le importa un carajo lo ajeno. Ernesto Acosta tomó asiento más atrás, preguntándose, qué demonios hacía él allí salvo por haber seguido un impulso. Cuando Koa y Amy Dayton repasaban las notas de la charla-coloquio se abrió la puerta y se unieron al grupo otras cinco personas más que, por los rasgos, seguramente eran nativos descendientes de antepasados desterrados quizá a las montañas de Kentucky o Alabama. Tras presentar brevemente en qué consistía el acto, marcaron las pautas y provocaron el diálogo sobre “cuáles serían las razones por las que un migrante deja su patria, la familia, la cultura, el hogar, sus raíces…”, y la respuesta, sin duda, era siempre universal: “para mejorar la vida de los suyos y la propia”, algo tan humano como fácil de entender. Para motivarles pasaron diapositivas de protestas en Washington, asentadas frente a la sede de Naciones Unidas, marchas contra el Apartheid y estallidos sociales denunciando la venta ilícita de armas. A partir de entonces surgieron las reflexiones.
          –¿Qué opináis de lo visto? –preguntaron los dos activistas–. Quien quiera, aunque esto no es una terapia de grupo, puede contarnos su historia.
          –¡Eh!, oigan, ¿nos van a dar vales para comida o qué?, he venido a eso –dijo la mujer de raza coreana antes de dar media vuelta e irse, aunque lo pensó mejor y se sentó de nuevo.
          –¿Podrías acercarte más, por favor? –pidieron a Ernesto. Con paso cansino se colocó en las primeras filas y empezó a hablar con idéntica cordialidad que lo haría con un íntimo amigo.
          –Yo estoy muy agradecido a los hermanos Garber que me salvaron la vida, y no tendré años suficientes para agradecérselo, mi deuda para con ellos es eterna. Nací en Puerto Escondido, un humilde y pequeño pueblo pesquero, en Cuba. Soy el único superviviente de más de cuarenta personas que nos embarcamos en una balsa rudimentaria, en cuestión de segundos todos desaparecieron, incluida mi familia, nadie se salvó. Un cuerpo inmóvil compartía espacio conmigo, era el cadáver de una joven embarazada, entonces comprendí que de seguir con ella a bordo ambos seríamos carnaza para buitres y tiburones, así que, sacando fuerzas de donde no las tenía, la arrojé por la borda y, exhausto, abandonado en la inmensidad del océano, la deriva me cruzó en el camino de Andrew y Tracy. Cuando me rescataron medio moribundo estaba deshidratado, deliraba y la intensidad del sol había dado mordiscos sobre mi piel, gracias a su solidaridad he tenido la oportunidad de labrarme un presente, lo que soy es gracias a ellos y lo que tengo, también, me acogieron y dieron eso tan preciado para el ser humano: un hogar, sorteando todas las dificultades imaginables –Koa y Amy Dayton se miraron y pensaron que una vez más había merecía la pena el esfuerzo solo por ese testimonio.
          –¿Alguien quiere añadir algo? –nadie pudo intervenir porque el morenito continuó.
          –¿No creen que, de haber tenido herramientas y recursos suficientes, saldríamos de nuestra zona de confort? ¿Por qué, en lugar de que la gente migre, no dotan de lo necesario a los países más desfavorecidos y preparan a la población en el ámbito laboral y académico?, así la mano de obra y la producción se quedarían en el lugar de origen. ¡Que lo haga quien corresponda! Sí, ya sé, van a decir lo mismo que soltaba Tracy cuando tocábamos este tema, que desde que el mundo es mundo existen las injusticias. De acuerdo, pero el que se va pierde eso tan fundamental como es el contacto con la tierra.
          –¿Cuánto hace de eso, hijo? –quiso saber una mujer de descendencia nativa
          –Seis años, que en un sentido se me han hecho larguísimos y por el contrario demasiado cortos.
          –¿Sigues con ellos? –preguntó otro asistente
          –No, fallecieron los dos: él de muerte natural en 1980, y ella de cáncer hace pocos días –al morenito se le puso cara de tristeza.
          –¿Alguien quiere aportar otro testimonio? –intervino Koa.
          –Mis antepasados huyeron de la Republica de Suráfrica antes de que los mataran –dijo un afroestadounidense que lucía un chaleco hasta los pies y varias sortijas extravagantes.
          –Ese es otro punto de vista interesante –intervino Amy–, la inseguridad.
          –Si nosotros hubiésemos tenido la oportunidad de quedarnos en Cuba, nunca habríamos salido de la isla en un trozo de lona hinchable jugándonos la vida –el morenito tenía la mirada perdida, buscaba el camino de vuelta a la patria a través de las palabras–. Jamás olvidaré la pena de mis abuelas y abuelos cuando partimos, el dolor de quienes se quedaban con ganas de embarcarse y la tristeza de los amigos a los que los juegos de calle se les quedarían casi sin competidores. Ahora, con la perspectiva que da la distancia y el tiempo que te hace madurar rescato de la memoria recuerdos y veo el abandono urbano sin intención de invertir para mejorar las infraestructuras. No sé, soy un simple pescador cuya cotidianidad se fundamenta en la sencillez –se produjo un silencio roto por otro de los asistentes.
          –¿Han estado en todos esos sitios que muestran en las diapositivas? –dijo, obviando por completo la intervención de Ernesto.
          –Sí, somos activistas, en eso consiste nuestra labor. ¿Pero no os parece interesante lo que cuenta el compañero? ¿Cómo te llamas? –preguntó Amy Dayton bastante interesada.
          –Ernesto Acosta.
          –¿No nos hemos visto con anterioridad? –Koa estaba intrigado.
          –Claro, en EFC Everglades Fishing CO, les vendí anzuelos y algunas cosas más.
          –Cierto –afirmaron ambos.
          –No he vivido en primera persona el Apartheid –una voz apagada les interrumpió–, pero se saben muchas de las atrocidades que se cometieron, igual que con el racismo, de los que estamos aquí no creo que a ninguno la vida nos lo haya puesto fácil.
          –Mi esposo y yo –dijo Amy–, no somos de ninguna organización, vamos por libre, pero en algunos de los sitios donde conferenciamos se nos une gente a la causa con ganas de luchar por construir un mundo mejor denunciando injusticias cometidas contra las personas. Compañeros: el maltrato, la persecución al semejante por el simple hecho de tener otro color de piel, la violación a la libertad, la vulneración a la justicia, a los derechos humanos, la expropiación del territorio y la represalia por pensar diferente no puede quedar impune en nuestra sociedad, por eso tenemos que salir del cascarón y luchar con una sola voz.
          –¿Y por nosotros quién lucha? A mí solo me interesa el vale de comida –insistió la mujer–. ¿Nos lo darán o no? –Koa reunió veinte dólares y ella se largó tan contenta.
          Quizá habían pasado de puntillas analizando la propuesta de la charla-coloquio: “Razones que empujan a una persona a quedarse o abandonar el país de origen”, pero los asistentes hicieron confesiones profundas, personales y muy delicadas. Tendieron lazos a las emociones, la soledad, el miedo, la desconfianza y el tormento, todo ello sintiéndose parte de la tribu y reconociendo en ella las mismas miserias e inseguridades propias en los semejantes. Antes de dar por concluido el encuentro los Dayton repartieron tarjetas con su número de teléfono cuyo código correspondía a Harlem, barrio en el Alto Manhattan, donde tenían una pequeña oficina. El helicóptero de la policía del condado de Collier sobrevolaba Chokoloskee a poca altura, señal de que algún convicto había escapado de la cárcel y adentrado en los Everglades, lugar del que difícilmente saldría a pie siendo atacado por los animales salvajes que lo pueblan.
         Ernesto Acosta, el morenito, terminaba de escribir los recuerdos anteriormente descritos, ejercicio que realizaba a diario por si perdía la memoria. Cerró el cuaderno tras poner al final de la página la fecha: finales de octubre de 2024. Estiró las piernas y desde la ventana miró un rato la Bahía, faltaba menos de una semana para las elecciones a la presidencia de los Estados Unidos y le preocupaban los votantes de los estados del Cinturón Bíblico que en su opinión, estaban fuera de la realidad. Los insultos y despropósitos hacia el contrincante no auguraban un futuro alentador con repercusión mundial, el patriarcado intrínseco no soportaba el hecho de que una mujer pudiera gobernar el país, menos aún de origen negro. Puso las noticias y la elegancia de Michelle Obama se desparramó por la pantalla, la dejó de fondo. En la computadora cargó su página Garber House, a través de la cual mantenía contacto con sus compatriotas, Cuba agonizaba sufriendo continuos cortes de electricidad, sin petróleo, alimentos ni medicinas, sin futuro ni horizonte, pronto habría presencia social en las calles peleando por lo básico que se precisa para vivir: artículos de primera necesidad, respeto y dignidad. En el correo electrónico abrió un e-mail de su primo Gilberto, hijo de un hermano de su madre, apenas tres líneas directas reflejaban gran preocupación: “Delicado estado de salud de la prima Elsa, urge sacarla de la isla, aquí no pueden hacer nada”. Se sirvió un vaso de leche fría y cogió una porción de tarta de lima e impotente pensó cómo hacerlo, cómo conseguir dinero rápido para el pasaje. Sin embargo, en otro correo del mismo remitente escrito cuatro días después, leyó la triste noticia de su muerte…

domingo, 8 de diciembre de 2024

La otra Florida

7.

Aquellos años fueron para Ernesto Acosta, el morenito, un constante aprendizaje emocional, ya que, de 1976 a 1982, se ahogó su familia y murieron los hermanos Garber, cuyas pérdidas, tanto de unos, como de otros, le produjeron infinito dolor. Cuando regresó, después de haber pasado tres jornadas fuera de casa, a petición de Tracy, encontró un coche de la policía aparcado afuera y a dos agentes esperándole en la puerta. Le indicaron que entrase, habían dado todas las luces y las cosas estaban revueltas. No entendía nada, pero se temió lo peor: que hubiesen derogado La Ley de Ajuste Cubano y le deportasen, sin embargo, el golpe que iba a recibir a continuación era tremendo. Sobre la repisa que Andrew y él atornillaron a la pared y de la que colgaban en Navidad los calcetines para Santa Claus, había dos sobres: uno a su nombre, y el otro para la autoridad competente, ya abierto. Estaba muy nervioso, y más aún porque le resultaba extremadamente raro que su benefactora, a la que buscaba por todas partes, no estuviese por allí. Dos tipos corpulentos se posicionaron delante de los dormitorios impidiendo el paso a todos los que no estuviesen acreditados. De repente, Ernesto recordó que siempre llevaba consigo la bolsa estanca donde guardaba toda la documentación en regla: obtención de la ciudadanía americana, tarjeta de seguro social, pasaporte, permiso de conducir, licencia para pesca... En definitiva, acreditaciones de libertad. Preguntó si podía salir a la camioneta a por sus papeles o estaba detenido. Volvió y se sometió al interrogatorio, no sin antes querer saber.
          –¿Qué hacen aquí? –frunciendo el ceño.
          –Las preguntas las hacemos nosotros, así que responde con claridad, por favor. ¿Cuánto tiempo has estado fuera? –continuó diciendo el hombre que tenía la mano encima de su cartuchera de cowboy.
          –Mientras que Tracy no esté conmigo, no pienso responder –afirmó nervioso.
          –Muchacho, será mejor que te tranquilices –dijo uno de los agentes que conocía bastante bien a Andrew y estaba al corriente de la trágica historia del morenito.
          –Con hoy, cuatro días. Fui a pescar a Ingraham Lake. Aquí traigo dos hermosas piezas de lubina negra –las sacó de la cesta.
          –¿A qué hora saliste exactamente? –intervino el sheriff.
          –A las 3:50 a.m. –retorcía un pequeño trapo manchado de grasa.
          –¿Cuándo viste por última vez a la señora Garber? –preguntó el policía.
          –La noche de antes cenamos juntos. Bueno, ella apenas, había perdido el apetito.
          –¿La notaste extraña? ¿Quizá su comportamiento? No sé, como más sensible o mirada ausente –querían llevarle a su terreno para terminar cuanto antes.
          –¿Dónde está Tracy? ¿Qué le han hecho? –se abalanzó hacia el dormitorio.
          –Tranquilízate, mocoso, y contesta al sheriff con educación. ¿Comentó algo en especial que llamase tu atención? –continuó.
          –No –agobiado, se echó a llorar.
          –¿A qué hora te fuiste? –no le daban respiro.
          –No le atosigue, señor –medió el agente–. Confía en nosotros, no te va a pasar nada, sólo queremos que contestes unas cuantas preguntas. Tómate el tiempo que necesites.
          –A las 3:50 a.m., apenas hice ruido porque Tracy roncaba y se pone de muy mal humor si la despiertas. ¿Me pueden decir, de una vez por todas, lo que pasa?
          –Será mejor que te sientes y prestes atención –Ernesto palpó el asiento para no perder el equilibrio, en el uniforme del sheriff, de color gris, destacaba la placa de cinco puntas con el nombre del condado de Collier grabado en círculo–. Lee.
          “Querido Ernesto. No me guardes rencor, espero que puedas perdonarme y comprendas por qué lo he hecho, no creas que ha sido fácil, ni mucho menos, todo lo contrario, me habría gustado haber estado más tiempo contigo, envejecer sabiendo que las cosas te iban bien y la vida te sonreía, pero si esta nota está en tu poder, significará que he dejado de sufrir y, por ende, también tú sin ver el deterioro al me enfrentaría de seguir con los tratamientos para el cáncer. No estés triste, bueno, de acuerdo, un poquito, pero no demasiado, ¡eh! Sé fuerte, morenito, y no te dejes pisar por nadie ¿oíste?: por nadie. Los años que hemos vivido juntos han sido los mejores de mi vida, verte crecer, superar obstáculos, alcanzar objetivos, esforzarte por aprender el oficio junto a Andrew, adaptarte a otras costumbres, a otra cultura, a otro idioma, a nuestro mal talante, a las normas de dos almas solitarias como éramos y sin oír de tu boca una sola queja, un desaire, un reproche, una mala contestación, dice mucho de ti y de la educación recibida de tu familia. Gracias por cuidarnos, por hacer fácil lo difícil y por traer paz a este humilde hogar, que ahora es sólo tuyo, y constatar aquello que siempre intuí: eres una buena persona. Estoy convencida de que saldrás adelante, como ya hiciste sobreviviendo en aquella balsa donde te encontramos; y que hallarás tu lugar en el mundo –se le nublaba la vista y le costaba mucho trabajo seguir leyendo. Mezclaba una línea con otra, la mitad de un párrafo con el principio del siguiente, la congoja le ahogaba y sentía tanto vacío dentro que se vio obligado a parar un momento para tomar aire…–. Ernesto, nunca jamás retrocedas, ve con la cabeza muy alta, lucha por lo que quieres, a lo que aspiras, se honrado y que toda la suerte del mundo te acompañe. Para terminar, gracias por haber existido. Cuídate mucho, hijo mío, y si ves que tus fuerzas flaquean en algún momento, piensa en nosotros, respira hondo y sigue adelante. Un abrazo eterno”.
          –¡Esto no puede ser real! –dejó la hoja manuscrita en la mesa.
          –¡Cálmate, hombre! –aconsejó el agente.
          –Es una broma, ¿verdad? –se levantó deprisa y tiró la silla hacia atrás.
          –Procura no perder el control porque el primer culpable suele ser siempre aquel que está más cerca de la víctima –se rascó la calva.
          –¡Déjenme pasar! ¿Dónde está Tracy? –forcejeó con los agentes y preguntó como enloquecido.
          –Lo siento, chico. Hemos de hacer nuestro trabajo, el juez no tardará en venir a levantar el cadáver, hay que hacerle la autopsia.
          –No entiendo nada y me estoy poniendo muy nervioso. ¿Estoy detenido? –uno de policías, saltándose el protocolo, le dejó leer la segunda carta dirigida a la máxima autoridad del condado de Collier, en cuyo contenido daba cuenta de las motivaciones que le han empujado a tomar las riendas de la situación antes de que la enfermedad, ya bastante extendida, inutilizara la dignidad humana y su sentido común, por eso eligió el momento del suicidio y planeó mantenerle lo más lejos posible para no verse implicado.
          –Toma, bebe agua y respira hondo, esa mujer ha sido tremendamente generosa contigo aunque no sé si Jesucristo llegará a perdonarla –el morenito estaba pálido, le temblaba el cuerpo y deseaba que todo fuese una pesadilla.
          –Por aquí, señoría –la gafa de medialuna, casi en la punta de la nariz le daba un aspecto intelectual, de hombre cercano, comprensivo, sin embargo, pasó por delante del muchacho con desprecio, molesto por haberle arrancado en lo mejor del partido de béisbol que disputaba con otros colegas. En el dormitorio, Tracy estaba tendida en la cama, con la ropa de los domingos en misa, varios blíster vacíos de pastillas alrededor suyo y, por la postura ladeada en la que se había quedado y el vómito sobre la almohada, todo indicaba que quizá trató de incorporarse un poco, pero no pudo.
          –¿Cuánto diría que lleva muerta? –preguntó al forense.
          –No lo podría asegurar, pero más de cuarenta y ocho horas, seguro –respondió este.
          –¿Quién ha encontrado el cadáver? –miró al sheriff.
          –La patrulla que hace la ronda por la zona se extrañó de ver siempre las luces encendidas y la puerta semi abierta, entraron y, bueno, ya sabe.
          –No, no sé, dígamelo usted –dijo bastante enfadado.
          –A ver, la cosa está clara, la hallaron así –señaló hacia ella–, me llamaron por radio, vine, a pesar de tener que estar vigilando a unos asesinos muy peligrosos que tengo en el calabozo, y cuando vi el panorama, le llamé. Fin de la historia.
          –Buena noche, somos de la central de Naples –mostraron sus credenciales–, ahora la investigación la llevamos nosotros. ¿Qué han averiguado? Aquí hay demasiada gente, despejen un poco.
          –Yo me encargo –soltó el sheriff, molesto al ver que le restaban protagonismo–. Una cosa, inspectores, ¿ven a ase joven de ahí? –asintieron–, vivía con la señora Garber y su hermano también fallecido. ¿Permitimos que entre a verla? Esta desconcertado y tiene coartada, la mujer le organizó una salida en barca para tenerlo lejos y con gente que podrá corroborarlo, en este papel, escrito por ella, lo explica detalladamente.
          –No hay inconveniente, pero tendrá que responder a unas preguntas –dijeron, a la vez que leían el escrito de Tracy.
          –Pues yo he terminado, pueden llevarse el cuerpo –el juez, que además de aplicar el peso de la Ley contra aquellos que la infringen, ejecutaba también las sentencias basándose en la doctrina de la Biblia y no estaba seguro de si aquella relación que mantenía la difunta con el mulato fuera pecado a los ojos de Dios, así que, escandalizado, salió de allí echando sapos por la boca.
          –Vamos dentro, chico, pero no toques nada, ¿me oyes? ¡Nada! –dijo el agente. Ernesto Acosta, el morenito, se arrodilló y posó su mano sobre las de Tracy, notó el enfriamiento en ellas y ese color pálido de la piel sin vida. Frenó el impulso de colocarla mejor el cabello desparramado y el bajo arrugado del pantalón; corregir el brillo labial corrido en la comisura, guardar todas las cosas que habían sacado de los cajones y apagar las luces que tanto le molestaban, sin embargo, se quedó quieto, con la mirada perdida y el corazón hecho pedazos. El murmullo de fuera, cada vez más amortiguado, indicaba que ya quedaban pocas personas.
          –¿Adónde la llevarán? –finalmente pudo articular palabra en inglés con acento cubano.
          –A la Oficina del Médico Forense, hay que determinar las causas de la muerte: qué sustancias ha tomado, la hora exacta, en fin, un montón de datos necesarios y legales –indicó.
          –¿No es suficiente con lo que explica en la nota que me han enseñado?
          –Eso lo tendrán que decir ellos –señaló a los inspectores–, a veces lo que parece claro no lo es tanto.
          –Jefe –al sheriff–, ¿retiramos ya las bolsas con las pruebas recogidas?
          –Ahora no estoy al mando, preguntad a los enchufados de ahí –con un gesto le indicó a Ernesto que debían abandonar la habitación–. Vamos, que te van a hacer algunas preguntas.
          –¿Cuál es tu nombre? –comenzó el interrogatorio.
          –Ernesto Acosta –respondió nervioso.
          –¿De dónde eres? –entonaron fríamente.
          –De Puerto Escondido, Cuba –un débil temblor recorrió su columna.
          –¿Qué parentesco tienes con la difunta? –preguntaron indiferentes.
          –Bueno… Ellos…
          –¿Quiénes son ellos? –empezaban a perder los nervios con el titubeo del muchacho.
          –Andrew y Tracy –pronunció con timidez
          –Busquen al hombre y lo traen inmediatamente –ordenaron a los oficiales.
          –Andrew murió hará dos años. Me ayudaron cuando…
          –Habla alto y claro, que aquí no nos comemos a nadie.
          –Caballeros, si me permiten, yo puedo aclararlo –intervino el policía que conocía toda la historia–. Como ven, los Garber tuvieron un acto de generosidad con el chico. Yo salía a menudo a pescar con Andrew y se le llenaba la boca de elogios hacia el morenito, como le apodaron. Una vez que los hermanos salieron a pescar, se desviaron hacia el Golfo de México y, de repente, ahí estaba él, salvando el pellejo en una balsa precaria tras haberse ahogado el resto de las personas que le acompañaron en la travesía y sin haberle empujado las corrientes hacia el Atlántico. Tracy y Andrew le rescataron, legalizaron su situación y el muchacho se convirtió para ellos en una alegría. Lástima que los dos hayan desaparecido tan pronto.
          –Vale, pero no te muevas de Chokoloskee, ni salgas del país, ¿entendido?
          –Sí –dijo con rotundidad propia de la persona adulta en la que, de golpe, se había convertido. Uno a uno, fueron yéndose, dejando tras de sí un avispero de colillas mojadas con saliva y el barro de las suelas esparcido por el suelo. Una vez solo, abatido, derrotado y sin necesidad de demostrar la fortaleza de la que en ese instante carecía, terminó de tejer la red que la mujer había dejado a medias.
          El silencio era aterrador y las sombras dibujadas en la oscuridad parecían propias de Halloween. Ernesto Acosta convulsionaba en el sillón poseído por el miedo, cerró los ojos y finalmente concilió el peor de los sueños: ¡Argelina! ¡Papá! ¡Jorge! ¡Tracy! ¡Andrew! ¡Mami! ¿Dónde estáis? ¿Por qué huis de mí? ¡Salid del escondite! ¡Socorro! No me gustan estas bromas tan pesadas. ¡Socorro! ¡Me ahogo! ¡Socorro! ¡Dadme la mano, dadme la mano…! La bocina de un barco estalló en mitad de la noche devolviéndole a la realidad, con un pañuelo secó el empedrado de sudor que le cubría la frente, trató de recapitular lo que había pasado, pero la fuerte presión que tenía en la cabeza anuló toda posibilidad de pensamiento. Entonces, cogió al azar un disco de vinilo del cantautor country Hank Williams y comenzaron a sonar temas como “Move it on over”, “Lovesick blues” y, por supuesto, su preferida: “I’m so lonesome I could cry”, cuya letra habla de la soledad de un hombre que tan sólo tiene ganas de llorar. Cerró los párpados, se echó algo de abrigo por encima y dejó caer las botas, minutos después el relajo le acunaba llevándole el subconsciente al tiempo de infancia, al aroma a limpio que tenían los pechos de su madre cuando ponía la cara sobre ellos, a los ratos de ocio en la escuela, a las salidas a navegar sintiéndose diminuto en medio del océano. En fin… A la mañana siguiente, totalmente despejado, un agente de policía le llamó por teléfono para comunicarle que habían acabado la investigación y podía disponer del cuerpo de la fallecida cuando quisiese. Se puso unas gotas de colonia y al meter la mano en el bolsillo tropezaron sus dedos con la publicidad que cogió en la oficina de correos.
          A diferencia de Andrew, Tracy quiso ser enterrada en el Cementerio de Chokoloskee. Corrió la voz del fallecimiento entre la comunidad de pescadores acudiendo al sepelio alguno de ellos por deferencia a lo importante que habían sido los hermanos Garber. El pastor de la Iglesia pronunció unas bonitas palabras, leyeron un capítulo del Antiguo Testamento que a ella tanto le gustaba y fueron yéndose, uno a uno, hasta quedar solo el morenito, ahí, de pie derecho, delante de su pasado, vacío por dentro y tembloroso por fuera, tropezando siempre contra el obstáculo de tener que empezar de nuevo. Durante doce largos días, se abandonó de tal manera que apenas salía de la cama, las hojas secas de los árboles se acumulaban en el camino de entrada a la casa, así como la suciedad en el garaje. Tenía restos de comida por la cocina, paquetes a medio abrir y echados a perder fuera del refrigerador, vasos y platos apilados en el fregadero y la ropa tirada de cualquier manera, además de las cosas de la barca sin limpiar. Todo carecía de importancia y nada merecía la pena, salvo revolverse en el lodazal de su propia mierda. Nadie le negaría que el dolor de las pérdidas era infinito, pero de seguir paralizado defraudaría a quienes depositaron la confianza en él y su poder de superación. Cuando llegó hasta el teléfono para descolgarlo, había dejado de sonar. Entonces, consciente del desorden en el que vivía, se metió debajo de la ducha.