domingo, 9 de junio de 2024

Cerca de las Smoky Mountains

17.

El viejo Jordan Brady consideró a sus primos, los forasteros llegados a Orlinda bajo el pretexto de abrir un negocio ficticio, tontos de remate al no percatarse de que el señor O’Neal les vigilaba hacía tiempo. Así que, a pesar de estar enfermo y de la avanzada edad, decidió emprender camino para encargarse personalmente de la misión acordada en la asamblea de granjeros simpatizantes del Klan donde decidieron vengar el suicidio de Alvin Evans, incapaz de superar la culpabilidad tras haber atropellado a uno de los gemelos. La aversión hacia los negros en general, y hacia esa familia en particular, estaba, si cabe, más radicalizada que nunca después del asesinato del afroestadounidense George Floyd y el resurgir del movimiento Black Lives Matter, al creer los supremacistas que estaban en peligro de extinción, razón por la cual se había radicalizado en todo país el sentimiento de odio a la raza catalogada de inferior. Como cada día, Aretha y sus hermanos salieron temprano hacia el punto de encuentro donde los recogían para distribuir la droga por los colegios. Sin embargo, no contaban con que el padre, preocupado por el cambio de comportamiento tan extremo en ellos, y para corroborar sus sospechas, les seguiría. Oculto entre matorrales y pese a la deslumbrante luz del sol acortó distancia con sumo cuidado, visualizó las tres siluetas de andares indecisos, a ratos de puntillas, a ratos a saltitos, como quien golpea la piñata en una fiesta de cumpleaños y aguarda con impaciencia que caigan las sorpresas, pero cuando le separaban muy pocos metros y se disponía a darles el alto, una camioneta frenó en seco y se montaron en ella, regresó al hogar cabizbajo y se arrumbó en el rincón donde dejaban las cosas que no corrían prisa o aquellas para revisar más tarde. A las 5:00 p.m. en la parte trasera de la casa de los O’Neal crujieron las hojas del suelo, la llave en la cerradura entró con desatino, el llamador de la puerta golpeó en la misma al chocar contra el tabique, volaron algunos documentos víctimas de la corriente y el hijo pequeño inició la serenata de llantos, mientras los dos chicos y la chica, con restos de un peculiar polvo azulado entre las uñas y la mirada vidriosa, se metieron en la cama sin cenar. Apenas se oía nada al otro lado de las habitaciones, salvo el peculiar sonido de un papel de aluminio al arrugarse y un extraño olor similar al incienso. Esto pasó antes de conocer al doctor Crumpler y tener consulta con uno de sus ayudantes que les orientó respecto al periodo de desintoxicación, una vez estuvieron limpios del todo, fueron capaces de contar por qué aceptaron meterse en ese mundo.
          –Nos prometieron un psicólogo para el enano –dijeron los dos mayores respondiendo a la madre– y un trabajo mejor para papá.
          –Las cosas al principio fueron muy bien –continuaron–, pero según pasaban los días el fentanilo se apoderaba de nosotros y crecía la deuda contraída con ellos porque más que vender la consumíamos.
          –¿Hubo algo más? –preguntó el padre. Aretha no levantaba la mirada.
          –Hija, ¿hubo algo más? –insistió el padre, ella asintió.
          –¿Abusaron de ti? –intervino la madre temblándole el labio inferior.
          –Contesta, por favor, cariño –el señor O’Neal estaba fuera de sí.
          –No lo sé, en mi memoria está todo muy confuso –las imágenes se mezclaban unas con otras junto al miedo.
          –¿Y vosotros tampoco decís nada? –lloraron avergonzados y confesaron que los prostituyeron–. Bueno, no os preocupéis, papá lo resolverá.
          –¿Qué piensas hacer, querido? –dijo la esposa bastante alarmada, pero él no respondió, se limitó a desviar la mirada.
          Un miércoles, en la lectura de La Biblia, el señor O’Neal comentó a un grupo reducido de personas la intención de ir a la oficina del sheriff a denunciar a los forasteros por tráfico de drogas, abuso sexual y explotación de menores obligándoles a consumir y prostituirse, y lo soltó sin reparar en que unos metros más allá un grupo de desconocidos agudizaban el oído, disimulando con comentarios sobre las bajas de trabajadores agrícolas a consecuencia de golpes de calor y la advertencia dada por la agencia meteorológica nacional en relación a que, la combinación de El Niño y La Niña traen estas altas temperaturas para el verano más cálido. Uno de ellos expresó que a él le amparaba United Farm Workers (UFW), la organización sindical de trabajadores agrícolas; otro preguntó a los compañeros si recordaban la huelga de 1965 contra los cultivadores de la uva reivindicando un salario más digno y mejores condiciones laborales, pero sólo lo sabían de oídas ya que alguno siquiera había nacido. Al día siguiente el señor O’Neal no se presentó en la gasolinera donde trabajaba por cuatro míseros dólares. Entonces fue cuando la esposa llamó por teléfono a la oficina y el encargado le dijo que no era la primera vez que faltaba y que estaba despedido.
          –No os mováis de aquí hasta que yo venga y si llama vuestro padre decidle que he ido a buscarle, no puede estar muy lejos, el coche está afuera –dijo para sí.
          –Madre, deja que vaya contigo –dijo el mayor.
          –Será mejor que no.
          –Quizá haya ido a...
          –Vamos –echó a andar deprisa.
          El tipo que estaba al frente del negocio era maleducado y les dijo lo mismo que por teléfono mientras masticaba un sándwich cuya salsa de mayonesa caía como un riachuelo por la comisura de los labios, les tiró a los pies una bolsa de basura con ropa manchada de grasa y un billetero vacío. Se fueron y dentro del automóvil el muchacho miró a la madre y la indicó hacia dónde ir. El terreno donde supuestamente se ubicaría el negocio que iban a abrir los forasteros estaba vacío, sin vehículos aparcados, ni motos, tampoco los materiales de construcción: sacos de arena y de cemento, ladrillos, tuberías, tiras de suelo de madera, nada, no había nada, ni rastro de los hombres. En la oficina del sheriff del condado no tramitaron la denuncia al no llevar suficiente tiempo desaparecido. Al cabo de los años, a pesar de darle por muerto, la familia O’Neal nunca dejó de buscarle. Aretha se convirtió en una prestigiosa abogada y los hermanos, incluido el gemelo, se alistaron en el Ejército. Jamás hallaron el cuerpo del padre, no obstante, ellos siguieron buscando...
          Donna Hanks se  instaló en casa de su hijo, en Wisconsin, para ayudarle en la semana de custodia con las niñas y así poderse quedar él con la mayor en el hospital, aún en coma y peleando contra la infección provocada por el trozo de metal clavado en el hígado e imposible de sacar debido a la delicada situación en la que se encontraba. Fuera de la rutina doméstica las jornadas, a pesar de tejer bufandas, se le hacían aburridas hasta que dio con un canal en televisión donde reponían la famosa serie semanal The Waltons, cuya última emisión oficial fue el 4 de junio de 1981. La trama se desarrollaba entre el periodo de 1933 a 1946, en la zona rural de Virginia, donde once miembros de una misma familia convivían juntos y en paz, pero estalló la Segunda Guerra Mundial y llamaron al frente a los 4 hijos varones, entonces todo se puso patas arriba. Cada jueves, ella y su esposo solían verla y comentarla en torno a un vaso de leche bien caliente, así que, visualizándola de nuevo, manojos de recuerdos de su propia historia personal la asaltaron de golpe, hasta que la realidad comió espacio y regresó de sus pensamientos.
          –Chicas, ¿habéis metido los bocadillos en la cartera para el almuerzo? –dijo Donna Hanks mientras preparaba un tupper con las sobras de la cena porque su hijo tenía una reunión de trabajo en la estación de esquí y ella se quedaría de guardia con la nieta en el hospital.
          –No quiero manzana, no me gustan, y lo sabes, pero todos los días igual, jo –gritó una de ellas enfadadísima.
          –Ni yo cerezas que me sueltan la tripa y luego estoy toda la mañana en el colegio yendo al baño  –también protestó la otra.
          –En cinco minutos todo el mundo a sus puestos o perdemos el autobús y os llevo andando, vosotras veréis –utilizaba ese lenguaje a modo de juego, una forma de hablar distendida como otra cualquiera que las crías lo seguían desfilando cuan soldados partidas de la risa.
          –Abuela.
          –Qué, cariño.
          –¿Se va a morir nuestra hermana? –preguntó vuelta de espaldas.
          –Todos nos vamos a morir, cielo, pero no lo sé, yo creo que todavía no, es muy fuerte, las tres lo sois, pero si queréis a la tarde vamos juntas a la Iglesia y rezamos para que se cure cuanto antes, ¿vale? –asintieron.
          –Mamá dice que los rezos para esto no sirven de nada –soltó la menor.
          –Pero por si acaso iremos –ambas asintieron.
          Aurora Medical Center Mount Pleasant, ocupaba una gran explanada con muchas zonas verdes apenas sin nada alrededor. La parada del bus quedaba a un paseo de la entrada principal, Donna Hanks, era consciente de que ese mismo recorrido lo iba a hacer muchas más veces, así que, compró unos auriculares para conectar al teléfono e ir escuchando lo mejor de Dolly Parton. Antes de subir a planta pasó por el Starbucks y cogió dos cafés americanos; su hijo esperaba en la galería hasta que las enfermeras terminasen de asearla, enseguida entraron. La habitación, muy luminosa y con vistas espectaculares, olía a yodo y a tejido necrosado, un amasijo de cables unía el diminuto cuerpo de la chica, inmóvil, a varios aparatos llenos de números y curvas fluorescentes. La abuela la besó en la frente y se puso de espaldas en la ventana ocultando dos lágrimas que se le escaparon sin control. Al cabo de los años, cumplido un siglo de edad, la mujer moriría de muerte natural manteniendo hasta el último aliento la esperanza de verla despertar, pero no fue así… El día que la chica abrió los ojos cayó una nevada copiosa, sus padres, cada uno a un lado de la cama, sostenían sus manos y la comían a besos, ahí comenzó para ellos un proceso largo, agotador y complicado, primero pasar por quirófano y reparar el daño causado en el hígado por el pequeñísimo trozo de metal que tuvo clavado; después habría que aprenderlo todo: a comer, a vestirse, a controlar los esfínteres, a hablar, a expresar dónde y qué le dolía, a lavarse los dientes, a configurar unos principios, una personalidad, unas prioridades y, lo más importante, remover los cimientos para seguir siendo una buena persona.
          –¿Te acuerdas de la abuela, cariño? –preguntó el hijo de Donna Hanks a la joven y guapa mujer en la que se estaba convirtiendo su hija.
          –No mucho, tengo recuerdos muy vagos, ya sabes –dijo vocalizando aún con trabajo.
          –Nos dejó un encargo para ti.
          –¿Cuál? –se le iluminó el rostro.
          –Que luches con todas tus fuerzas para ser feliz y conseguir todo cuanto te propongas en la vida. –Y así lo hizo, tardaría mucho hasta conseguirlo, pero al final cumplió  sus objetivos, estudió medicina y llegó a ser una de las neurocirujanas más prestigiosa de Estados Unidos.
          Cuando sonó el teléfono Topanga Sizemore estaba en la parte trasera de la casa recogiendo la ropa seca de la cuerda y tendiendo la recién lavada que aguardaba amontonada en el barreño, el vaso de limonada fría reposaba sobre la mesa del porche, junto una novela de aventuras que llevaba por la mitad. Miró al cielo y persiguió con la vista una camada de aves migratorias que, a lo lejos, rompían el perfil del horizonte. El viejo perro que apenas podía dar un paso comenzó a ladrar, entonces agudizó el oído, dejó las pinzas encima de la tierra y echó a correr a tiempo de descolgar antes de cortarse la comunicación.
          ¡Hello!, –dijo en un inglés con acento nativo.
          –Perdone que la moleste, soy Opal Nelson, no sé si me recuerda.
          –Claro que sí –manifestó con amabilidad.
          –Verá, quería contarle… –Se limitó a reproducir, palabra por palabra la historia tal y como la narró su madre, especialmente la ubicación de la choza donde el padrastro del padre de Topanga revivió la historia de amor que tuvo con la madre de la abuela Tillie, siendo esta fruto de aquella pasión. Le ofreció también una copia de la carta que el hombre dejó apoyada en una lámpara de aceite para la hija que nunca conoció, explicando los motivos por los que abandonó a la que siempre fue su esposa en el corazón. La respiración se oía calmada, sin altibajos, dejando espacio y sin interrumpir a quien habla.
          –Agradezco el ofrecimiento, pero yo prefiero dejar las cosas tal y como están, y ahora, si me disculpa, he de atender mis obligaciones. –Opal Nelson disfrutó del silencio, de la sinceridad de aquella mujer menuda, de costumbres y sangre Cherokee, que vive en Stevenson, Alabama y para quien la palabra rencor no existe.
          Atrás queda Oak Ridge, la ciudad secreta donde depuraron el combustible de Uranio para la bomba atómica como una pequeña parte del Proyecto Manhattan. Asoma precoz la primavera con las urracas azules, los petirrojos, los colibríes, los jilgueros de amarillo provocador, los cuervos, las muchas especies de pájaros carpintero y la erosión de flores salvajes que dominan aquí, en la zona Este de Estados Unidos. También sus gentes, educadas y serviciales, mayoritariamente votantes del Partido Republicano, aislados en sus casas de amplios jardines sin vallas, a pie de bosque o metidas muy adentro, con sus habitantes encaramados a las armas, bien sobre el dintel de la puerta o colgadas en soportes en el interior de las camionetas. Las aproximadas 44 iglesias, de distintas tendencias, dan cobijo a los feligreses que, además de orar, socializan y cubren las necesidades de unos y de otros. Opal Nelson vistió un pantalón cómodo, camisa amplia, poncho terminado en muchos flecos y botines de cuero. Tejió dos largas trenzas con sus cabellos, las adornó con plumas de águila y guardó en una mochila cosas muy básicas. Por el espejo retrovisor vio a un hombre desahogarse en el taller de su garaje tallando figuras en madera mientras rememoraba quizá la etapa de infancia a orillas del mar Mediterráneo, en la ciudad de Mahón, en la isla de Menorca. El Parque Nacional de las Montañas Humeantes acogía grupos de turistas curiosos por ver a los indios Cherokee en su hábitat, pintados para la ceremonia, imitando sus danzas, bebiendo su Moonshine embotellado, eligiendo presentes para obsequiar a los parientes y haciéndose selfis con el retrato del jefe de la tribu de fondo. Opal Nelson dejó medio escondida la autocaravana en la zona de las tiendas de souvenir. Compró un cuchillo de caza americano, una caña de pescar, flechas y una cantimplora. Lo cogió todo y, sin mirar atrás, con la imagen de la abuela Tillie en la retina, subió hacia a una de las cimas de las Smoky Mountains, donde vivió tal y como quiso hasta el final de sus días. Un científico menorquín afincado en Estados Unidos y al que admiro profundamente dice que Tennessee es un Estado que pasa desapercibido en la vida nacional e internacional…