domingo, 25 de febrero de 2024

Cerca de las Smoky Mountains

11.

En la sala de espera los asientos fueron quedándose poco a poco vacíos, tan sólo la respiración de los O’Neal, rotos de cansancio, se escuchaba rebotar contra las paredes a falta de pintura. Los chicos, rendidos de sueño, improvisaron un camastro sobre tres sillas. La luz intermitente de las ambulancias entrando en el muelle con la velocidad que apremia la gravedad de cada paciente, les deslumbró trayéndoles a la realidad de la particular pesadilla que estaban viviendo, fue cuando el esposo y la esposa se miraron apurando las últimas gotas de esperanza. Treinta y siete horas después de haber sido operado el corazón del pequeño dejó de latir, en ese mismo instante, el otro gemelo, recostado en las piernas de la madre, se despertó sobresaltado. Un médico del equipo del cirujano les dio la noticia y les dijo que si querían donar los órganos del niño habría que iniciar el protocolo cuanto antes. De pronto, un alud de dudas se apoderó de aquella familia a la que un desalmado les amputó la felicidad y el futuro. Entonces, las placas tectónicas de la tristeza y la impotencia, la desesperación y la derrota, chocaron entre sí haciendo que temblase el suelo bajo sus pies.
          –¡Nos lo han matado, nos lo han matado! –dijo el hombre enloquecido y haciendo caso omiso a las palabras del facultativo.
          –¡No puede ser! ¡No puede ser! –exclamaba la mujer tirándose del pelo–. ¡No puede ser…!
          –¿Dónde está mi pequeño? ¡Quiero verle! ¿Dónde está mi pequeño? –clamaba arrodillado el padre.
          –¡Justicia! ¡Por amor de Dios! ¡Justicia! –Se fundieron en un abrazo.
          –¡Asesino! –gritó mr. O’Neal, el pasante que quiso prosperar en el despacho de abogados blancos, y sin embargo, cuando les contrató un cliente gay y ganaron, los republicanos conservadores del condado le castigaron a él arrebatándole la vida a su pequeño.
          El papeleo burocrático es una tela de araña que se enreda en las extremidades del cerebro y te impide pensar. Las dos opiniones encontradas del padre y de la madre debatiendo si aceptaban o no donar los órganos del hijo les condujo a revocar una serie de principios amenazados por derrumbe. Por un lado, la empatía de poder salvar otras vidas humanas daba un matiz distinto a la tragedia que posiblemente jamás superarían; por otro, el dolor de sentir que aquel cuerpo diminuto y travieso iba a ser diseccionado configuró dentro de ellos el sentimiento de culpa. Sin embargo, optaron por hacerlo. Antes de partir hacia Orlinda donde se quedarían a vivir y enterrarían al gemelo junto a la tumba de otros parientes, y quizá de donde nunca deberían de haber salido, Aretha O’Neal, la hermana mayor que en múltiples ocasiones ejerció de madre, no supo gestionar la pérdida del ser querido, así que, sin pensárselo dos veces, fue en busca del reverendo del vecindario y descargó rabia e impotencia contra él y contra Dios, a quién culpó de su desgracia y de haberse llevado tan pronto a alguien tan indefenso e inocente. Esa fue la última vez que puso de manifiesto distancia entre ella y Cristo.
          Donna Hanks apuraba los últimos días con su hijo mayor prácticamente recuperado del virus que contrajo en Nueva Delhi. Ese tiempo juntos, compartiendo lo cotidiano, conociéndose en el día a día, descubriendo manías y costumbres, cuidándose entre sí y velando en la oscuridad el quejido doloroso del otro, suavizó la fría y superficial relación que tenían antes, pero llegó el momento de retomar la intimidad: él de vuelta a Chicago, a la Iglesia Evangélica Luterana, en Riverdale, barrio conflictivo de Chicago donde desempeñaba la labor de reverendo; ella a tejer bufandas, pasear por el bosque rehabilitando la rodilla, cocinar para una sola ración y pinchar los vinilos de Dolly Parton.
          –Sube el volumen de la radio, por favor –dice retorciendo la punta a un paño de cocina.
          –Enseguida.
          –¿Han dicho que impiden el paso a Río Bravo? ¿No tiene que cruzarlo a diario tu hermano? –pregunta con un nudo en el estómago.
          –Sí, pero no te inquietes, seguramente serán controles rutinarios que realiza la Guardia Nacional de Texas para bloquear el acceso a la Patrulla Fronteriza, ten en cuenta que está en el límite sur con México y por ahí pasan muchos migrantes ilegales, ya no hay capacidad y las instalaciones están masificadas, no podemos recibir a más gente, da mucha pena ver a los niños y niñas, ancianos y ancianas, hombres y mujeres que mueren intentando alcanzar el sueño americano.
          –Ya, si eso está muy bien, pero he oído Eagle Pass y ellos viven en Quemado, veinte millas más allá de esa ciudad.
          –Si quieres le llamamos.
          –No sé, igual no le gusta, es tan especial –dice Donna–. ¿Piensas que soy una insensible y que no estoy al tanto de las cosas que pasan?, pues sí que lo estoy y se me parte el alma cuando veo la alambrada convertida en el cementerio de prendas de vestir, juguetes, muñecas mutiladas, tesoros que partieron con sus propietarios en la valija de la ilusión y se quedaron ahí, sin dueño, sin proyecto, en tierra de nadie –le da la espalda y rompe a llorar.
          –No soy quién para juzgar a nadie y mucho menos a ti, mamá. ¡Que Dios se apiade de ellos y les proteja! –Tres días después de esa conversación le dejó en el aeropuerto de Knoxville, iba cojeando, torcido hacía la izquierda y las fuerzas justas para llegar erguido a la puerta de embarque. Se abrazaron, prometieron verse pronto e hicieron una despedida muy original: “Abrígate bien la garganta que luego te quedas afónico, hijo; y tú no le pongas tanta sal a los guisos, mamá”. Una vez sentado en ventanilla abrió la Biblia al azar y pidió oraciones para todos sus compatriotas. Donna Hanks se dejó caer en la mecedora del porche y le aguantó la mirada al sol, después la fue bajando lentamente hasta percatarse de que tenía los tobillos hinchados…
          Después de la dura nevada que afectó de lleno a Tennessee dejando a la población encerrada en sus casas, con carreteras sepultadas bajo una capa de hielo, el sistema eléctrico caído y una temperatura de dos dígitos por debajo de cero, tras varias semanas sufriendo esas condiciones algunos granjeros de la comarca tuvieron que luchar contra los lobos que, noche tras noche, atacaban a gallinas, perros y conejos destrozando los establos en busca de comida. Era sábado y Alvin Evans disfrutó de una apasionante carrera de coches, de su cena favorita a base hamburguesa gigante de carne de buey, pepinillos y aros de cebolla, de los temas musicales de Randy Owen, solista de la banda country-rock “Alabama” y de un rato de conversación con lugareños afines, como él, a defender la patria empleando el uso de las armas. En el otro extremo de la barra visualizó a los primos de Jordan Brady, la pareja que llevaba en la camioneta el día del accidente. Se saludaron con la mano y rezó para que no fuesen adonde estaba, pero lo hicieron llevando consigo las jarras de cerveza espumosa, la cajetilla de tabaco, el sombrero de cowboy, un macuto de piel lleno de munición para la escopeta y ese olor tan insoportable a mierda de caballo que les delata.
          –¿Cómo sigue el viejo Brady? –preguntó Alvin–, la última vez tenía la espalda dolorida.
          –Bueno, ahí va, ya sabes, con sus achaques, pero con el mismo mal humor de siempre, los chicos están amargados.
          –Ya imagino. ¿Os quedaréis mucho en Oak Ridge?
          –Pues una larga temporada, nos han ofrecieron trabajo en Nashville, pero dónde vamos a estar mejor que con la familia. Por cierto –dice la joven bajando el tono de voz–, el atropello ese del que todos hablan es…
          –Callaos, por favor, y tened cuidado no se os caliente la lengua –interrumpe la frase un Alvin Evans acobardado.
          –No se preocupe hombre, nosotros pensamos que usted hizo lo correcto. Además, hemos venido a buscarle porque el primo Brady ha convocado al grupo dentro de hora y media en su granja. –Los muchachos fueron llegando escalonados, bajaron de las camionetas echándose mano a la zona lumbar, unos todavía traían la ropa manchada de haber estado evaluando los daños de la nevada, otros con colonia barata en el pelo y los menos directos de haber estado en alguna fiesta particular en Nashville. El viejo Jordan apareció con muletas y bastante desmejorado.
          –Papá tiene algo que deciros –intervino el menor de los Brady.
          –Gracias a todos por venir, os pido paciencia y veréis cómo habrá merecido la pena esperar ya que está a punto de visitarnos un miembro muy importante de nuestra organización. –El ronquido de un automóvil que paró en seco, les instó a estar pendientes de la puerta del granero que se abriría de un momento a otro, y por la que aparecería un tipo elegante, con traje de raya diplomática, zapatos impolutos, camisa blanca y corbata de nudo ancho. Una vez que todos se presentaron cambiaron opiniones.
          –¿Hay novedades respecto a la investigación del accidente? –preguntaron.
          –Por suerte ninguna, pudimos sabotear las cámaras de seguridad, pero hay que ir con mucho cuidado sobre todo porque el caso de los O’Neal no está terminado.
          –Jamás dijimos de llegar tan lejos, tan sólo asustar a la hija mayor –intervino Alvin un tanto compungido.
          –Ya –tomó la palabra el forastero–, pero los de arriba quieren resultados más contundentes. ¿Qué sabéis de la familia?
          –Digo yo que seguirán encerrados en su casa –Jordan Brady tosía sin parar.
          –Negativo, han puesto rumbo a Orlinda, de donde son oriundos, así que, ¿voluntarios para rematar el trabajo? –Alvin y tres hombres más levantaron la mano.
          –Usted no, señor Evans, ellos sí, hay que evitar toda sospecha.
          –¿Cuáles son las órdenes? –preguntaron.
          –Sabemos que la chica está muy desarrollada, así que tenéis vía libre, pero procurad no hacer mucho destrozo, solamente un buen escarmiento, hay que darles una lección a estos negros que se creen los dueños de América…
          Serían muchas las cualidades a destacar de Topanga Sizemore, esa mujer delgada, de baja estatura, rasgos nativos, hospitalaria, con heridas sentimentales aún sin cicatrizar y un don especial para armar las bases de la vida desde el lado sencillo. Acostumbrada a la lentitud de los espacios abiertos y solitarios, al lenguaje de la naturaleza, a las señales del cielo anunciando cambios, dejaba espacio entre palabra y palabra como si el tiempo bajase por un caño de agua con poca presión.
          –¿Usted cree que el padrastro de mi padre y su abuela se querían?
          –Ya no estoy segura de nada, pero las fechas no encajan, hay muchos años de diferencia entre ellos y tengo la sensación de que algo importante se nos está escapando, creo que deberíamos de repasarlo todo desde el principio, anotemos las dudas y las certezas, las fechas y los parentescos, las ciudades y los Estados, y luego cotejemos lo suyo con lo mío pera poder llegar a lo nuestro.
          –Voy a cocinar mazorcas a la plancha y carne de vacuno acompañada de col rizada y alubias de careta. ¿Le apetece cenar conmigo? –prolongaron la velada hasta altas horas intercambiando emociones y acortando cada vez más el camino que tejía el vínculo de sus antepasados.
          –Desde que recuerdo, en casa, siempre fueron temas tabú todo lo concerniente a los Cherokee, mi madre ejerce animadversión hacia ellos, supongo que se avergüenza de su pasado, de su procedencia, de su sangre y, en ese aspecto, trató mal a la abuela Tillie.
          –Papá me inculcó la cultura de su pueblo, las costumbres, los principios, el respeto a los ancianos del poblado, nunca hemos vivido negando nuestro origen, sino todo lo contrario, soy tan piel roja como lo fue él y, quizá, como lo sea usted.
          –¿Le importa si miro otra vez el álbum de fotos? –tenía una corazonada.
          –No, claro que no. Cógelo.
          –¿Ve ese rostro de ahí, el que está semioculto? –indica Opal.
          –Pues, ahora que lo dice, no me había fijado –dice Topanga.
          –¿Tiene una lupa?
          –Había una por aquí, en algún sitio, veré si la encuentro.
          Cuando amplió la foto con la lente el rostro que aparecía entre dos personas, semioculto, se parecía mucho a ella con cuatro o cinco años: las mismas trenzas de ramales apretados cuyo cabello liso, brillante y oscuro cambiaba según le daba la luz, en los mofletes resaltaba una media luna roja igual a la que lucían todas las mujeres de su familia y la manía de pisarse un pie con otro. Se levantó deprisa, descendió por el estrecho camino hasta donde tenía aparcada la autocaravana y trajo una caja de hojalata con recuerdos muy antiguos, revolvió dentro y, de repente, se puso pálida. Topanga Sizemore la miró, también a la fotografía del álbum y a un retrato que sostenía en las manos. Entonces…
          –¿Sabe quién es?
          –Pues casi seguro la abuela Tillie –respondió Opal Nelson toda nerviosa.
          –Eso significa que… –no terminó la frase.
          –Que el padrastro de su padre tuvo a la abuela Tillie con una mujer que no era la suya.
          –¿Y no lo ha sabido hasta ahora? Bueno, tengamos en cuenta que en aquellos tiempos nacer nacido fuera del matrimonio era una deshonra. Yo tampoco tenía idea.
          –Demasiado misterio, aunque creo que hay alguien con más información.
          –¿Quién? –dice emocionada.
          –Ya se lo diré…
          Topanga Sizemore escuchó con absoluta atención la narración de Opal, los encuentros entre abuela y nieta, lo alterados que se ponían en su casa al oír la palabra Cherokee, la voluntad de Tillie pasándola el testigo de su verdadera identidad, el hermetismo siempre extremo a la hora de hablar de parentescos y la acritud de su madre negándolo siempre todo. Regresó a Oak Ridge, llamó por teléfono a su casa desde una cabina pública anunciando que a la mañana siguiente iría a verlos. Pensó en Tayen McDaniel y en lo poco que quedaba para abrir juntos la bolsita de cuero que la dio y ver en qué se habían convertido la pluma de águila y las semillas que él guardó dentro…

5 comentarios:

  1. Hablar de la vida y la muerte haciéndolo con elegancia dice mucho de la persona que maneja palabras con dedos artesanos. Enhorabuena, nena. Sigue

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  2. María Doloresfebrero 25, 2024

    Describes la escena de la sala de espera y el comunicado del fallecimiento del pequeño con total sensibilidad. Yo, personalmente, me quito el sombrero, la gorra y la boina.

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  3. Eres una muy buena escritora cariño, espero tengas much@s admiradores. Muchos besitos preciosa

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  4. Cuantos sentimientos en tan corto relato, por lo menos a mí se me hace cortísimo.
    El dolor, la magnificencia, la maldad, la curiosidad, etc., todo en unas líneas.
    Yo también tengo curiosidad por saber que nos separan estas historias.
    A pesar de ser repetitiva, tengo que darte las gracias por este lujo que nos regalas.

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  5. Un relato lleno de sensibilidad ante un tema tan doloroso como es la pérdida de un hijo y la decisión de donar órganos para salvar otras vidas. Nos dejas con la intriga de los últimos hallazgos de Opal. Hasta la siguiente. Gracias

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