domingo, 11 de febrero de 2024

Cerca de las Smoky Mountains

10.

La sala de espera del Methodist Medical Center era un espacio donde la pérdida y la esperanza batallaban a partes iguales. Apenas una veintena de personas, familiares de otros pacientes, cada uno con su carga emocional a flor de piel, se consumían entre lamentos e irritación mientras caminaban como sonámbulos dando sorbos muy cortos a la botella de agua adquirida en la máquina expendedora. Los O’Neal tenían dibujada la derrota en el rostro y el agotamiento en cada músculo, en cada hueso, en cada frunce de la frente, aunque por otro lado se aferraban a la esperanza tan fina como un papel de liar tabaco. El cirujano ya les había informado sobre la gravedad de las lesiones con las que ingresó el pequeño, no obstante, dijo que harían todo cuánto estuviese en sus manos para disolver el coágulo de sangre alojado en la zona al cerebro de acceso más difícil. El tiempo transcurría tan despacio que las quince horas que llevaban operándole apenas avanzaban en las agujas del reloj, además de las mordidas desesperantes en la boca del estómago, al no salir nadie a darles noticias. Tan sólo les sacó del apocamiento las fuertes pisadas de los agentes de la oficina del Sheriff del condado, cuando fueron a decirles que las cámaras de seguridad sufrieron un apagón en ese momento y había registro de ningún automóvil que se hubiese dado a la fuga, ni constancia de frenada en la carretera, por lo cual, certificaron que dicho accidente, no intencionado, habría sido la consecuencia del despiste de algún forastero que no conocía bien el terreno. Aretha estaba sentada en el suelo con las piernas flexionadas, la mirada perdida, un leve temblor de hombros y las rodillas rodeadas con ambos brazos. El otro gemelo, desconcertado, se recostaba en el pecho de la madre vencido por el sueño, buscando consuelo, protección y apoyo ante la posibilidad de quedarse solo. Hasta ese momento se comportó raro, introvertido, apocado, quizá intuyendo que su otra mitad, sobre la frialdad de la mesa de quirófano, el cráneo semihundido, las constantes vitales en montaña rusa, lleno de cables, de tubos y la sonda por la que ya ni siquiera caía el orín, luchaba agarrado a la vida que se alejaba de él. Había caído la primera nevada de la temporada y cuajado en los bordes de la acera a la salida de urgencias. Más allá, un muñeco de nieve se desmoronaba al ponerle alguien una bufanda en el cuello. El padre de Aretha O’Neal fumaba un cigarrillo y rezaba cuando el hijo mayor fue a buscarlo.
          –Papá, han dicho que la operación ha terminado, van a hablar con nosotros.
          –Enseguida voy. ¡Alabado sea Dios! –Un equipo de cinco médicos fueron hacia ellos.
          –Hemos hecho todo cuanto ha estado en nuestras manos, ahora toca esperar, ver cómo reacciona –decía el cirujano nada optimista– y cómo serán las posibles secuelas que le queden. Es pronto para aventurarnos, pero no les quiero engañar, el cerebro estaba muy dañado y nos ha sido complicadísimo acceder hasta el coagulo de sangre y no estamos seguros de haberlo absorbido completamente, vayan haciéndose a la idea de que, si el niño sale adelante, no será el mismo que fue. Las próximas setenta y dos horas son críticas, está en la Unidad de Cuidados Intensivos, monitorizado, de modo que cualquier empeoramiento o mejoría lo afrontaremos con máxima brevedad.
          –¿Podemos verle? –interrumpió la madre entre sollozos.
          –No, esperemos a mañana. Aquí no hacen nada, márchense a descansar que si hubiese cambios nosotros les llamaríamos.
          –Gracias doctor –intervino el padre–, pero mientras que nuestro pequeño esté ahí, no nos moveremos.
          –Después saldrán a completar algunos datos que nos faltan para el historial –dio la sensación de que añadiría algo más, pero desapareció muy cabizbajo.
          –Puede que tenga razón –dijo el hombre–, los niños deberían estar en casa.
          –No pienso dejar solo a ninguno de mis hijos –respondió la mujer–, permanezcamos juntos, cuando despierte le gustará vernos a  todos.
          –Sí, tienes razón.
          El país vivía acontecimientos encontrados, por un lado la baja popularidad de Joe Biden tras su posicionamiento respecto a la guerra de Israel, y por otro el respaldo sin precedentes a Donald Trump pese a las causas abiertas que mantiene con la justicia. No obstante, los más optimistas no lo daban todo por perdido y confiaban en que los votantes independientes castigasen al candidato republicano, convirtiéndose así en balón de oxígeno para la reelección del actual presidente. En definitiva, dos corrientes cuya resaca empujaba a los estadounidenses hacia un mar de náufragos aunque se esfuercen por remar en sentido opuesto. Las calles de las principales ciudades de Alabama se habían llenado de manifestantes y activistas en contra de la pena de muerte, con pancartas donde se leía claramente la palabra “inhumana” respecto a la ejecución por Hipoxia de nitrógeno que realizarían al reo Kenneth Eugene Smith, condenado en 1989 por participar en el asesinato de Elizabeth Sennett, encargado por su propio esposo, un predicador que optó por algo tan macabro para cobrar el seguro y saldar así sus deudas. Sin embargo, la ciudad de Stevenson quedó al margen. Opal Nelson circulaba por la principal avenida cuando vio de frente una cafetería donde por cinco dólares daban suculentos desayunos. Con la segunda taza de café entonándole el cuerpo y bien digeridos los huevos con tocino crujiente, pepinillos y maíz, se atrevió a preguntar por el anciano más longevo del lugar.
          –¿Sabe dónde puedo encontrar a este hombre? –aclarándose la voz dijo el nombre de la persona que buscaba–, he estado en el cruce de la 3rd St con Kansas Ave, pero no he visto a nadie.
          –Deje que piense –el camarero, que en realidad era el dueño, ganó tiempo o se hizo el interesante.
          –Es muy importante para mí, vengo desde Tennessee y no pienso irme sin verlo.
          –¡Oh, Memphis!, Elvis –movió las caderas de tal forma que casi pierde el equilibrio.
          –Bueno, no exactamente, soy de Lenoir City, pero ahora vivo en Oak Ridge –omitió el dato de que su hogar era ambulante, ubicado dentro de una autocaravana–. ¿Entonces me dirá dónde localizarlo?
          –Será difícil –contestó sujetando el mondadientes entre los labios.
          –¿Y eso?
          –¡Porque lleva en la tumba hace años! ¿Más café?
          –No, gracias –se quedó pensativa y cabizbaja.
          –Pero moriría muy viejo, ¿no? Me han dicho que…
          –Va, no haga caso. Habladurías, leyendas que circulan por ahí, alguna sin fundamento, otras algo más próximas a la realidad, pero ni caso. No obstante, era muy mayor, sí. Espere un momento, ahora que caigo, su única hija vive en McMahan Cove Rd, cerca del cementerio –Opal se levantó del taburete y puso los cinco pavos sobre la barra–. ¡Eh!, espero, no se vaya sin probar nuestra especialidad: alitas de pollo.
          –Ya no tengo más apetito, otra vez será –se apresuró, quería dejar zanjado el asunto lo antes posible.
          –Está bien. ¡Cuánta prisa, mujer! –Opal ya no le oyó.
          McMahan Cove Rd se hallaba en un espacio tranquilo, con amplias zonas verdes donde las casas, de construcción sencilla, aparecían esparcidas entre caminos de tierra. Dentro de ese bello escenario, el silencio, majestuoso y protagonista, era un actor más del paisaje cuyas tonalidades se manifestaban a través de una hiedra por donde trepaban mezclados el otoño y la primavera. Lo primero que vio al bajar de la autocaravana en el porche techado con tiras de madera y una bandera de los Estados Unidos como presentación de que allí vivía gente de bien, fueron dos mecedoras blancas conjuntando perfectamente con los poyetes impolutos de las ventanas, herramientas de labor apoyadas en la pared y una mesita auxiliar con vasos de cristal y jarra de limonada. La mujer se hallaba en la parte de atrás tendiendo la ropa. Llevaba puesto un chaleco, camisa y pantalón de abrigo, el pelo canoso recogido en dos trenzas, no muy largas, que descansaban encima de los hombros, a la vez que se movían de un lado a otro cuando sus manos de piel rojiza sacaban del barreño las prendas sujetándolas en la cuerda con pinzas. Concentrada en la tarea de estirar los cuellos de las camisetas para que no se deformasen, apenas se percató de la presencia de Opal hasta que al verla dio un respingo.
          –Lamento haberla asustado –dijo casi más aterrada que la otra.
          –No recibo muchas visitas y me he sobresaltado.
          –Lo entiendo, y de nuevo le pido disculpas.
          –¿En qué puedo ayudarla? –se limpió un hilillo de saliva que le caía por la comisura de los labios.
          –Pues… –En pocas palabras resumió toda su andadura hasta llegar allí y dar con el hombre más longevo de la comarca: las conversaciones con la abuela Tillie, el descubrimiento de los gráficos en la roca con Tayen McDaniel donde leyeron los nombres de los antepasados de Opal Nelson, el nerviosismo de su madre cuando sacaba el tema y realizaba preguntas incómodas, así como también el encuentro con el viejo indio que vivía en las montañas de la Reserva Cherokee –no confundir con el pueblo–, territorio encerrado en el límite Qualla. En definitiva, todo un abanico de inquietudes y dudas que la robaban el sueño cada noche.
          –¡Y yo qué puedo hacer! –intentó disimular, pero se le notó a la legua la incomodidad.
          –¿Su padre descendía de los Cherokee? –sacó de la mochila un sobre con varias fotografías antiguas.
          –Bueno…, murió hace mucho… En realidad… Oiga, ¿adónde quiere ir a parar? A los muertos hay que dejarlos en paz.
          –No es mi intención ofenderla.
        ¿Pero dígame qué puedo hacer por usted? –lo entonó con ganas de quitársela de en medio lo antes posible.
          –¿Por casualidad pronunció en algún momento el nombre de Salali? –a la mujer se le llenaron los ojos de lágrimas y de su rostro desapareció completamente la desconfianza dando paso a la hospitalidad entre desconocidas.
          –Sentémonos aquí, todavía queda un rato de sol. ¿Le sirvo un poco? –señalando a la limonada.
          –No, muchas gracias.
          –Ahora vuelvo. Por cierto, me llamo Topanga Sizemore –la tenesiana también se presentó.
          –¿Podría ir al lavabo?
          –Claro, venga por aquí. –La primera pieza de la casa era el salón junto con la cocina, había pocos trastos por medio, sólo lo necesario para una o dos personas. Al fondo, a la izquierda, tres puertas de grandes dimensiones abrochaban la oscuridad del pasillo y pensó que todo en sí resultaba muy rudimentario. Cuando regresó, la mujer sostenía sobre las rodillas un álbum de fotos.
          –¿Quiénes son? –Opal Nelson manifestó total curiosidad.
          –Nuestros antepasados. Mi padre lo guardaba con sumo cariño, decía que ahí quedó inmortalizado el dolor y la lucha de nuestro pueblo, el éxito y el fracaso de tantos hombres y mujeres que pelearon a cuerpo descubierto. Sabía los nombres y la historia de cada uno de ellos, las características de sus familias y adónde fueron desplazados. La mayoría procedía de Tennessee, Carolina del Norte, Carolina del Sur, Georgia y Alabama. Estando ya muy enfermo, apenas sin aliento, repetía que aquello fue la mayor limpieza étnica realizada en los Estados Unidos de América y que en algún momento de la Historia tendrían que rendir cuentas –de repente paró, se le quebró la voz y quedó pensativa.
          –Ahora sí tomaría ese vaso de limonada –lo bebió casi de un trago, callada, con el corazón acelerado y asimilando la narración de Topanga Sizemore.
          –¿De dónde ha sacado el nombre de Salali? –preguntó intrigada.
          –Fui con un amigo a la reserva india y allí me entrevisté con un anciano al que consideran jefe, él lo descifró de unos gráficos que llevé.
          –¡Qué casualidad!
          –¿Por qué lo dice? –Opal estaba cada vez más intrigada.
          –De niña lo oí mucho. ¿Reconoce a alguien? –refiriéndose a las fotografías del álbum que la forastera miraba con la misma atención de un estudiante ejemplar.
          –Así, a simple vista, diría que no, pero igual si profundizo podría decir que sí –Opal jugó con las palabras.
          –Imagino que esto sea una copia –Topanga agitó el documento que Opal llevó del Tratado de Nueva Echota– porque tengo uno igual.
          –Supongo. El apellido Gunter era el de soltera de la abuela Tillie ¿Le suena?
          –Pues no, lo siento. Aunque, espere un momento –volvió con una postal sellada en Tennessee ochenta años antes.
          –Esta letra es de mamá –Opal se llevó las manos a la cara–, debía de ser una niña cuando la escribió.
          –Lo cual confirma que su abuela y el padrastro de mi padre se conocían y que un hilo muy fino teje las casualidades que a usted y a mí nos unen…
          Alvin Evans fue a Knoxville a comprar sacos de trigo, avena, cebada y maíz con los que después elaboraría el pienso para alimentar a las aves de corral. En la zona de estacionamiento, mientras colocaba todo dentro de la camioneta, escuchó el comentario del atropello ocurrido hacían algunos días donde el conductor se había dado a la fuga dejando a una criatura malherida, pero ni siquiera lo relacionó con el percance que protagonizó días atrás cuando llevaba a la pareja de jóvenes granjeros hasta la propiedad de Jordan Brady, primo de ellos.
          –¿Se sabe algo de la investigación para dar con el presunto culpable? –preguntó una mujer que pasaba cerca con su carro de la compra lleno de papel higiénico.
          –Nada –responde un chico joven con pinta de vaquero–. También es mala suerte que precisamente en ese momento el sistema sufriera un apagón y las cámaras de seguridad no hayan grabado al menos la matrícula.
          –¿No le remorderá la conciencia? –dijo otra de las mujeres.
          –Según dicen iban varios en el vehículo –comentó otra persona.
          –¿Pues si tan claro lo tienen que vayan a por ellos? –soltó alguien desde la caseta.
          –Ya recibirán el castigo que merecen,
          –Pues esperemos que sea pronto ya que la criatura se debate entre la vida y la muerte en el Methodist Medical Center,
          –¿Dónde dice que ha sido, caballero? –Alvin empezó a preocuparse. Las coordenadas que dijeron coincidían con su ubicación. De pronto todas las piezas encajaban: el golpe que tenía en el faro delantero de la derecha, el bulto que vio por el espejo retrovisor saltar por los aires, los restos de sangre y materia blanquecina y pegajosa que quitó de la rueda con una manguera y ese vacío en la boca del estómago que se le puso las veces siguientes que pasó por allí. Todo encajaba, todo menos su conciencia…

7 comentarios:

  1. Escribir es un acto de generosidad, pero también es una herramienta que sirve para entender la vida. Gracias por hacérnoslo tan fácil.

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  2. María Doloresfebrero 11, 2024

    Resaca de los Goya y placer por desayunar pegada al iPad viajando contigo.

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  3. Admiro la facilidad que tienes para ponerte en la piel de muy diversos personajes y cómo conduces la trama llevándonos hasta esa tierra tan desconocida. Felicidades y gracias.

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  4. Siempre se me hacen cortas tus entregas, pero hoy mucho más al no encontrar el momento para echarle el ojo.
    Nunca defraudas, es un lujo poderte leer.

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  5. Vamos arriba “máquina “😘😘😘

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  6. Como siempre, me sorprende la riqueza de detalles que contextualizan las costumbres, lugares, etc., donde transcurre esta historia. Por cierto, por los acontecimientos que narras, como la tan penosa, lamentable y escalofriante pena de muerte por asfixia, es una historia muy actual. Hasta la próxima entrega.

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  7. ¿Alguna injusticia que te resulte ajena? ¿Algún oficio que ignores? ¿Algo importante para la vida que no te preocupe? Cómo no esperar impaciente la próxima entrega. Gracias, Mayte. Besos. Antonio ÁB

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